Hay calles con las que uno siempre estará en deuda. Que te enseñan. Calles en las que te asomas con miles de ilusiones puestas y que, con el tiempo, miras de reojo con la nostalgia de haber pisado tantas veces. 

Cada día se paraba en el semáforo y se quedaba mirando el cartel de enfrente «Calle Salitre» y hacía miles de conjeturas sobre el nombre, hacía miles porque es una calle larguísima, no por ese exagerar andaluz. Se imaginaba cómo sería antes esa calle del Perchel malagueño, antes de que perdiera el significado de su nombre y pasase a ser una calle financiera, de personas que lloran nerviosamente en sus despachos, una calle a escasos metros del mar y sin gente con tiempo para mirarlo. Ver requiere tiempo. 

Era portero.

Todas las mañanas llegaba un chico, es un vagabundo, le parece más dignificante que llamarlo un sintecho. Pocas personas se dan cuenta de la importancia de todo aquello que acompaña al verbo ser. Todos los días le pide un cigarrillo y se lo da. 

Al finalizar la calle se encuentra el cauce del río, casi siempre seco, y aprovechando tal circunstancia hay personas que hacen de aquello un hogar. 

Esa mañana echó un paraguas por si acaso, la noche antes llovió. A eso de las cinco de la tarde llega Antonio, abogado:

– ¿Antonio y esos helicópteros?

– Por lo visto anoche desapareció unos de los chicos que dormían en el cauce, creen que lo arrastró la corriente, lo están buscando.

Hasta ese momento no echó en falta ese cigarrillo de menos de todas las mañanas. 

FIN

CALLE SALITRE, MÁLAGA.

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