El ruido de la cafetera y el aroma penetrante del café lo inundaban como cada mañana. La pereza y la desidia parecían esfumarse con cada sorbo. Le hacía consciente de que la vida le brindaba un nuevo día y nunca se oponía a tal reto a pesar de que sabía que no sería muy distinto al anterior. De nuevo, en su ciclomotor viejo, recorría las calles y atravesaba su ciudad hasta llegar al trabajo. Poco podía sorprenderle un camino que llevaba años horadando. Sin embargo, no desistía al pasar a la altura del cementerio viejo, en su pensamiento de que aún habrían huesos de difuntos. Seguidamente su atención se centraba en si el semáforo siguiente lo agarraría rojo o verde. En eso consistía que se encontrara o no con aquella ambulancia que siempre ocupaba un tercio del paso de peatones. Pero sin duda, el gran momento vendría después. Entonces era cuando cogía la curva y de forma valiente e impetuosa, giraba su cabeza noventa y cinco grados para comprobar que aún seguía ahí. Nunca intercambió una palabra con él, pero desde el día que fue a comprar unos billetes de autobús a la estación, lo tuvo en su mente. Hacía un calor insoportable y él estaba allí, con su tienda hecha de cartones y harapos y la mirada fija en el cubo de la basura. 

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