-¡Paquitooooo!-. Silencio.

-¡Paquitooooo, sube a cenar!-. Se vuelve a oír.

El barrio aguanta la respiración para que Paquito pueda oír a su madre. Las palabras se precipitan desde el tercer piso, se estrellan contra las fachadas, desollan los parabrisas de los coches, mojan las aceras y al fin son engullidas por el asfalto. Es mi vecina Maravillas que llama a su hijo muerto.

Estoy justo debajo de ella. Asomado a la ventana de mi cuarto. Es la única de la casa que da a la plaza. Es un palco excepcional. Me muestra el mundo al completo. Desde aquí puedo imaginar las vidas de mis vecinos. Los conozco a todos y me sé de memoria sus parentescos. Me divierte que el padre de mi vecinita Guadalupe se llame Nieves y que su hermano se llame Atilano. Me choca que Román tenga una mujer tullida por la polio como él y sus hijos caminen tan ricamente. 

Se escurren los últimos días del verano en mi barrio, en la periferia de Barcelona.

-¡Pobre Maravillas!- Oigo susurrar a mi madre. Habla en voz baja. Por su atávico concepto del mundo, teme despertar la susceptibilidad de la muerte que como una sombra oscurece el vecindario.

El primer dia que la familia fué a la piscina municipal, Paquito se ahogó. Se hundió como un plomo y se puso azul. No me acuerdo de haber asistido al entierro. Ni recuerdo su cajita blanca cubierta de flores.

Paquito nunca volvió a bajar los escalones de tres en tres, ni a deslizarse por el pasamanos de la escalera. No volvimos a hacer saltar las trampas para los gorriones que ponían los niños mayores. No volvió a ir de puntillas como un funambulista por la tapia de la azotea desafiando al vacío. No volvió a hacer rabiar a su hermana Mari, que lo detestaba, lo zurraba sin parar y no paraba de gritarle: -¡Ojalá te mueras!-. Durante mucho tiempo pensé que sus afiladas palabras lo habían apuñalado.

Vuelven a ser los últimos días del verano. Despierto de mi estupor. El rostro que me ha sonreído y que me ha catapultado por unos instantes a mis siete años, es el de Maravillas. De joven hacía honor a su nombre por su gracia y su voz transparente. Una voz que cantaba la copla “El agua del avellano” con una sonoridad cristalina con sabor a anises, como el agua que evocaba su canto. Ahora es una anciana que me abraza y me da el pésame por la muerte de mi padre. Conoce la muerte de sobras.

De pronto no puedo contener el llanto. Lloro por mi padre, por mi infancia perdida y por Paquito. Mis lágrimas tienen cuarenta años. Ahora que soy padre, puedo entender el dolor que contenían los ruegos a su hijo para que subiera a cenar. El énfasis que ponía en aquellas súplicas que noche tras noche enmudecían mi barrio.

FIN

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CARRER DE LA VINYALA. SANT  VICENÇ DELS HORTS

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