Con Naróm me encontré una sola vez, no hace falta más de una vez para conocer a las personas. Apenas nos presentaron, estrechó mi mano con una seguridad que no había sentido antes y mirándome a los ojos dijo:
— Naróm, el cazador de instantes, un gusto.
Debo admitir que el saludo me produjo por un lado cierta incomodidad, pero, sobre todo intriga. Nos encontrábamos en la ladera de una montaña en alguna parte de la Cordillera de los Andes. Un espacio amplio y rocoso. Allí, donde las piedras dejaban un hueco, se asomaba hierba verde demostrando que la vida tiene lugar a pesar de todo. Él estaba sentado en un tronco que oficiaba de banco junto a una botella de vino media vacía y una bolsa de tabaco para armar. A su izquierda, se veían siluetas proyectadas por las sombras del fuego de una hoguera que bailaban al ritmo del viento frío que bajaba de la montaña y golpeaba mi espalda.
No sé cuánto de lo que narro es cierto, mi frágil memoria y mi admiración fueron acrecentándose con el paso del tiempo. Recuerdo ver un hombre joven, de no más de treinta y cinco años, su mirada por el contrario parecía reflejar tres milenios de antigüedad. En sus rasgos se apreciaban las primeras hojas desgastadas de la vida. Tres canas solitarias asomaban orgullosas entre una tupida barba color carbón.
—Estoy de cacería— dijo clavando su mirada en mis ojos escépticos.
Volví a sentirme incómodo. ¿Qué esperaba que responda?, ¿cazar instantes?, ¿Qué quiere decir? Tuve la impresión de encontrarme frente a una persona enigmática y un tanto borracha. Decidí asentir con la cabeza, pero no pronuncie palabra.
—¿Estás arrepentido? — preguntó de forma directa y sin titubeos.
—¿De qué? — respondí.
Dirigió su vista al fuego, acarició su barba, y exclamó:
—De no tocar el violín, de no haberla sacado a bailar a pesar de que jamás la volverías a ver, de no amar sin razón, de no insultar a tu jefe, de no romper las fronteras de la moral, de no arriesgarte, de no perder, de no ganar. Todos tenemos que estar arrepentidos.
Nadie había sido tan directo para entablar una conversación, parecía no tener un segundo que perder en palabras vacías y protocolares. En cualquier otra situación hubiese reído y tratado como loco a aquel sujeto. Sin embargo, estoy convencido que él sabía que todo lo que había mencionado era cierto. Nunca tuve la constancia para tocar el violín. De ella no se ni su nombre porque jamás me atreví a preguntárselo. Mi jefe era un rufián que se creía mejor ser humano que todos nosotros. ¿Cómo iba a discutir esa serie de verdades arrojadas una tras otra haciéndome olvidar el frío de aquella noche?
Estaba a merced de sus palabras. Sonrió, armó un cigarrillo y dijo:
—Todas las personas somos iguales, postergadores seriales. Cuando despertamos a la mañana, al mirarnos al espejo reconocemos nuestra versión más vulnerable. Mientras el cepillo de dientes hace su trabajo, las imperfecciones del cuerpo y el alma salen a la superficie para recordarnos nuestras inseguridades, nuestra finitud. Es en ese momento, donde decidimos ocultarnos. Intentamos negar eso que creemos ser, para convertirnos en el intento de aquello que queremos ser. La eterna guerra entre el hombre frustrado y el buen violinista. Al finalizar el desayuno, sin tener en claro bien quien o que somos, salimos a la calle, transformándonos en nuestro peor enemigo, el reflejo de los que otros creen que somos. Ya no somos ni lo uno ni lo otro, de repente estamos ocultos. Ocultos y cómodos en la aparente seguridad de las cualidades inexistentes que otros reflejan en nosotros.— alzó la vista, me ofreció un cigarrillo mientras abría una nueva botella. Avivamos el fuego, la luna ya se escondía detrás de una montaña permitiendo ver un mar de estrellas que nos recordaban la insignificancia de nuestro ser. Brindamos por ellas, por todas ellas.
Me atreví a preguntar:
—Entonces ¿quiénes somos?, ¿el del espejo?, ¿el del desayuno? ¿o el de la calle?
—Somos todos y ninguno. En definitiva, lo que ocultamos no son nuestras imperfecciones sino nuestra cobardía. Nos ocultamos del tiempo. Le tememos más que a la muerte. Nadie espera morir, pero todos esperamos. La espera por si misma es una tragedia. — Levantó el vaso, bebió un sorbo y prosiguió — Hace tiempo deje de creer en el tiempo. Ahora cazo instantes.
Con algo de vergüenza interrogué:
—Pero, ¿no son los instantes una forma de tiempo?
—Ese es el error. Los instantes están fuera del tiempo. El tiempo como nosotros lo concebimos es un hilo conductor que divide antes y después en un infinito irreversible. A ese tiempo me gusta llamarlo “tiempo espera.” Un tiempo que es abundante y que existe independientemente de nosotros. El que hace que pelee el hombre del espejo, el desayuno y la calle. Los días, los años, la tierra girando alrededor del sol, las guerras y cualquier cosa que arriesgues a pensar van a ocurrir aún sin nosotros, aunque no lo creas. Los instantes por otra parte, no funcionan con la misma lógica, son escasos y tienen la costumbre de andar escondidos. Por eso hay que cazarlos, ellos también son cazadores y saben atraparnos. El instante no tiene antes ni después, es atemporal, excede el “tiempo espera”. Son ahora, son infinitos y únicos.
—¿No es contradictorio pensarlos infinitos y únicos? — repliqué intentando aportar un comentario.
—Son infinitos por ser atemporales y por su variedad y únicos por su singularidad.
—Podrías explicármelo — supliqué.
—En mi vitrina de trofeos de instantes guardo varias presas. El primero que forma parte de la colección lo atrape sin querer. Se trata de un abrazo de mi madre. Tenía siete años, pero en ese momento tuve la conciencia suficiente para entender que era el último. Lo supe, lo atrape y lo guarde para siempre. Es infinito, viene conmigo, es único, nunca más habrá otro igual.
—Pero ese no es un instante grato.
—Estamos acostumbrados a pensarlos de forma positiva, habrás escuchado más de una vez la frase “lo que vale son los momentos”. Los instantes no son ni buenos ni malos, es la gracia de su magia. Son, y con eso basta. El sentido de cada uno, lo cargamos nosotros. Algunos son despreciables, otros eternamente hermosos. Ese abrazo viene conmigo, no importa que haya sido el último, simplemente se trata de la intencionalidad de la vivencia.
—Entonces, ¿Por qué cazarlos?
—Ellos también saben cazar. No hay que subestimarlos. Son predadores, y cuando estamos distraídos puede ser demasiado tarde. El hombre tocando el violín regalando su música a las personas, hasta el momento es un sueño de hombre que vive en el tiempo espera. Algún día ese instante quizás te encuentre, pero puede ser demasiado tarde, si no se cuenta con las técnicas de caza indicadas. En ese caso, el instante te derrumba, te corroe, te exprime. El abrazo de mi madre pudo ser el peor instante de mi vida, pero yo lo atrape, no el a mí. Nos hicimos amigos, aprendimos el uno del otro. Ese abrazo no “fue”, “es” en cada momento que lo necesite.
Mi cabeza estaba desorientada. Solo podía sentir gratitud.
De repente Naróm se incorporó, posó su vaso en el piso, tomo sus pertenencias y exclamo:
—Suficiente. Debo irme. Quiero que sepas que nuestra conversación fue honesta desde un comienzo. Yo estoy de cacería, considero que conseguí una buena presa. A partir de este momento te llevo conmigo para siempre, no se puede olvidar lo que siempre llevamos con nosotros. Cada vez que recuerdes esta charla, voy a estar vivo. No podemos dejar de ser, a pesar del tiempo.
Tomo su saco y se alejó por un sendero oscuro, que según recuerdo no llevaba a ninguna parte. Mire las estrellas, las montañas. Sentí el frio del viento en mi cara, me reconocí vivo. Acababa de ser cazado, me había convertido en una presa. Aquel hombre de mediana edad, se llevaba una parte de mi, pero fui lo suficientemente consciente, para colocar mi primer trofeo en mi nueva vidriera de instantes.
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