Me desperté, como me despertaba siempre, a golpe de despertador. Últimamente éste me estaba dando problemas y, esa misma mañana, sin ningún tipo de compasión (ni de aviso previo), reingresé al mundo veinte minutos más tarde de lo estipulado.
Con más prisas que razonamientos, hice lo que siempre había hecho cuando las cosas se desviaban de su camino habitual: le increpé a mi madre. Pero mi madre andaba más revolucionada que yo. Había tenido mis mismas dificultades, solo que multiplicadas por dos, y el hecho de que yo no me hubiese levantado aún era como una motita de polvo ante todo lo que tenía que afrontar ese día.
Eso sí, mientras escuchaba la radio y ponía una lavadora, mi madre fue capaz de encender la vitrocerámica para prepararme unas (deliciosas) tostadas y de calentarme la leche en el microondas. Mi padre, por su parte, ya desayunaba plácidamente, ajeno al trasiego matutino, con la mirada bien fija en su tablet, lugar desde donde vigilaba la vida atentamente.
Tras una ducha exprés, me vestí y desayuné. Dije adiós desde la distancia a mis padres, quienes seguían enfrascados en sus universos paralelos. Corrí hasta coger el autobús que, como ya preveía, estaba lleno. Piqué el ticket mientras el conductor contaba las monedas de céntimo que una viejecita con un sombrero rojo le había entregado. Sorteé como pude a todas las personas hasta que encontré un pequeño lugar en el que podría construir mi espacio vital. Por el camino pisé a un señor pero, cuando le fue a pedir perdón, él miraba para otro lado mientras movía la cabeza al ritmo que le marcaba su iPod.
Llegué tarde a clase. Pero llegar tarde a una clase de universidad no significa nada en realidad. Recordaba cuando esta situación se daba en el colegio y el profesor te preguntaba qué había pasado, sabiendo que la respuesta era un tímido y vergonzoso: “me quedé dormido”. El semi anonimato de los estudios superiores me sirvieron, esta vez, para pasar desapercibido. Me senté lo más atrás que pude con el fin de no llamar la atención y, desde mi sitio estratégico, seguí las divagaciones del profesorado.
La mañana pasó lenta. Entre descanso y descanso solía salir del aula para charlar con los compañeros, despejarme, criticar y cotillear. Pero éstos se mantenían petrificados en sus asientos mientras tecleaban en el ordenador con gran avidez y entusiasmo. Quizás se me había pasado por alto algún trabajo que debía enviar. En vez de preguntar y confirmar mis temores, aproveché esos descansos para salir a la calle y tomar un poco de vitamina D.
Debido a mi mutismo obligado, deseaba con entusiasmo que llegase la hora de comer. Nos sentamos todos con nuestros tuppers recién calentados y, cuando me dispuse a romper el hielo, el WhatsApp me robó el protagonismo. Todos mis compañeros sacaron sus teléfonos móviles y, entre bocado y bocado, escribían y sonreían. Yo no me rendí y traté de, al menos, disfrutar de un esbozo de conversación, pero fue inútil. Respuestas distraídas y silencios fue todo lo que obtuve.
Ya de vuelta en casa, escuché cómo se abría la puerta. Era mi hermana que venía con su hijo de diez años. Salí ipso facto de mi cuarto para jugar con él, pero mi velocidad de reacción no fue suficiente. Cuando llegué al salón, su atención estaba captada por la Wii. Todas mis preguntas obtuvieron un llano “bien” como respuesta, y cuando le pregunté si quería (al menos) jugar conmigo, me mostró el único mando que existía en esa casa y que, por lo tanto, no era posible jugar por parejas.
Viendo que con el niño no tenía nada que hacer, fui a charlar con mi hermana, pero antes de que entrase en lo que fue su cuarto de la infancia, mi madre me advirtió desde la distancia que estaba hablando con su marido por Skype. Mi cuñado era un hombre muy importante que viajaba de vez en cuando. Empatizé con la añoranza de mi hermana y volví a mi cueva con el rabo entre las piernas.
Llamé a varios amigos para cenar con ellos, pero estaba claro que aquél no era mi día. Mientras hablaba con uno de ellos, mi madre me gritó que se iban al cine. Le dije que me esperase, que les acompañaba, pero ella nunca oyó aquello. Cuando terminé de hablar por teléfono, mis padres ya se habían marchado, y lo habían hecho con mi hermana y con mi sobrino.
Cené, pues, mientras veía una serie en la televisión. Antes de dormir me lavé los dientes y, mientras me los cepillaba frente al espejo, me di cuenta de que, a pesar de que lo decía la gente, el futuro no era tan divertido.
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