Tenía dudas.

Tecleó en el buscador. Aparecieron resultados como “dudas becas”, “dudas existenciales”, “dudas razonables”. Se le había colado una versión antigua.

En realidad, había sido ella. Había dicho que tenía dudas. Dudas. Qué habría querido decir. Todo estaba allí, en la nube, en las redes, en los servidores, en los grandes soportes de almacenamiento.

La recordaba entrando en la sala de descanso, una alta figura que apenas vaciló, sentándose  frente a él, en el banco corrido. El resto de la gente, él mismo, eran más quisquillosos al elegir sitio.

“¿No está ocupado, verdad?”. El vio cómo dejaba su tablet y un cuaderno de papel, eso captó su atención. Sólo la hermana de su madre usaba papel y podía pagarlo. Bueno, también estaban los que reciclaban en casa, pero era un proceso tan tedioso…

Sabía que se la había quedado mirando, como si fuera una aparición. Tampoco había dormido bien, debía tener hasta legañas. Casi sin mirarle, la había oído decir: “¿Mucho tiempo conectado, eh?”. ¿Cómo? ¿A qué venía eso? TODO el mundo estaba conectado SIEMPRE.

¿Por dónde iba? Ah, sí, la pasta del papel. Todo aquel lío…

Al minuto siguiente, ella estaba bebiendo un café y encendía la tablet. El se dio cuenta de que no había dejado de mirarla. Carraspeó y se sumergió de nuevo en la suya, sin ver nada.

Saltó el correo, y luego el chat. Era Tremor, para lo de la pista de squash. Le gustaba ese rato con Tremor, hablar cara a cara. Escribió: “¿Tú usas papel?” “¿Eh?” “Papel” “¿Para qué?”. No supo qué decir.

La chica levantó la cabeza y le miró. Le miró desde un algo que él no podía teclear ni ningún lector de barras leer: “¿No estarás en Agrícolas?”. El negó despacio, moviendo la cabeza. Ella volvió a mirar la tablet. Susurró: “Tengo dudas”. Y abrió el exiguo cuaderno.

Podía haberle sugerido la plataforma de sus clases, el foro de los compañeros, el correo del tutor. “Agrícolas”. La miró a hurtadillas. Claro. Ella vivía al sol, a las afueras. Su tez no era pálida, había una zona más clara en la franja de los ojos. Los protegía. No llevaba códigos, salvo por supuesto el de identificación, que nunca estaba a la vista. Se sonrojó cuando ella le sonrió. Quiso mirar a las cámaras de vigilancia y gritarles que qué pensaban de aquella sonrisa.

Se aclaró la voz, y le pidió su ID. Si quería, a él no le importaba emitir una alarma desde sus contactos para que la contestaran. Ella le dijo que ya lo había hecho, pero que se lo enviaba.

Y emergió en la ventanita que se abrió. Con su correo electrónico y alguna cosilla más. Luego notó como un zumbido, un ronroneo que partía de la tablet de ella y, como a cámara lenta, que se levantaba, retiraba el asiento y le decía adiós.

Siguió mirando delante de él, el tabique blanco y las hileras de cabezas agachadas.

Algo había pasado.

Hasta que se había marchado ella. O también después.

Tenía su  ID. La llamaría “Dudas”. A ella, no a la ID.

Escuchó una alarma rítmica, como de despertador. Percibió miradas de desaprobación a su alrededor, apagó el sonido y levantó la mano, disculpándose.

Con alivio, observó que las cabezas se hundían de nuevo sobre las mesas. No apareció ningún robot de ésos pequeños que te acompañan a la salida, ni emergió una ventanita de advertencia, comunicando algún tipo de sanción.

Era casi mediodía. Programó el aire acondicionado de su habitación, la lavadora y la cocina;  reservó bicicleta, y billete para el tren de la noche; realizó algunos pagos, confirmó la cita virtual con el dentista. También que recogía el bidón de agua extra.

Un reloj grande en medio de la pantalla le aseguró de improviso que era la hora de la siguiente clase, esta vez en streaming.

Pasó el dedo índice por la ventanita del ID.

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