La vida que surgió de la nada

La vida que surgió de la nada

Los últimos rayos de sol reptaban entre el frondoso manto verduzco que cubría el cielo de este frondoso paraje donde la plácida calma que lo envolvía apenas se ausentaba al paso de mis desvencijadas esparteras. A veces me paraba para deleitar aquel mar de serenidad apartado de cualquier producto de la tan desmejorada civilización, si es que quedaban civiles o quedaban normas que no hubiesen sido corrompidas por la mano de quienes una vez le dieron vida. El ansia se apoderaba de mis músculos y necesitaba continuar la marcha sin demora. La suave brisa que acompaña la caída del sol avisaba de la prontitud con la que debía llegar a mi destino sino quería que la oscuridad me pillase indispuesto y vulnerable en medio de aquel paraje de ensueño. Entonces me pareció que un ruido externo a mis movimientos llegaba a mis orejas. Pero la visión del gran lago me llenó de júbilo y apartó cualquier pensamiento de mi pequeña cabeza. Después de realizar mi sesión de ejercicios quería disfrutar de un baño refrescante. El cielo añil cubría el horizonte del color del fuego. Fuego que parecía apagarse en su reflejo en el lago al dejar paso a los tonos esmeralda propios de las algas y demás vegetación que allí convivían. A un lado del lago pude ver mi hogar. La luz encendida en un extremo me permitía imaginar a mi madre preparando la comida. Tal vez mi padre estuviera trabajando en su huerto. Me desvestí raudo mientras podía sentir la brisa que precede a la noche, un brisa con olor a musgo y a eucalipto. De todos los destellos del gran lago había uno que desentonaba por su luminosidad. Conforme me acercaba pude ver que el centelleo provenía del borde del lago y se mantenía vertical. Cuando apenas estuve a unos pasos reconocer su rostro como uno de los prototipos defectuosos que se habían escapado de la fábrica de humanoides. Desarrollados para labrar la tierra, un fallo de composición desató una sed de sangre contra todo ser viviente, reprogramando su voluntad como emisarios de la muerte. Y su mayor habilidad residía en su fisioanatomía: eran capaces de imitar cualquier ser vivo que tuvieran delante de sus ojos. Un segundo después pude ver mi rostro descompuesto por el miedo en la figura humanoide que tenía delante: mismo tamaña, color de piel, de ojos y de pelo. Mi padre, que había contemplado la escena desde lejos, cargo su rifle de guerra mientras caminaba presuroso hacia nuestra posición. Tal vez fueron los nervios o la perdida de visión que había desarrollado en estos años, o una mezcla de esto unido al juego de sombras y luces de los últimos visos del atardecer, que cuando pude escuchar el retumbar del disparo yací con mi cuerpo en la espesura de la hierba. Y desde allí pude ver como aquella figura que había usurpado mi imagen por completo se apartaba de mi de la mano de mi padre. Entre los últimos latidos de mi pequeño corazón y los estertores de una respiración entrecortada pude oír la reprimenda de mi padre, luego unas pisadas de que se alejaban de mí paulatinamente. Antes de morir eché un último vistazo a mi alrededor: mi padre a lo lejos con aquel impostor, al otro lado el gran bosque donde había correteado estos últimos años, y enfrente el gran lago, lleno de vida, como la que a mi se me escapaba por aquel entramado de circuitos, resistencias reventadas y trozos de metal que no adivinaba de que parte de mi cuerpo provenían, pero que tapaban parcialmente la última visión de mi vida recordándome la paradoja de mi existencia.

 

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