Soy despreciable. Les contaré todo y, por favor, no me tengan compasión. Ella me la tendría pero solo se lo permito a ella. También se reiría. Si pudiéramos hablar ahora se acordaría del Gran Wyoming con la corona fúnebre en una peli que vimos, sin otro remedio, en la primera fila, de un cine que ya no está. Tampoco está ella. Lo del cine no es cosa mía.

Sí, sí está bien, ¡se lo puso ella! tiene razón mi psicóloga… estrictamente sí. Pero estrictamente no vale.Estrictamente nunca vale casi nada…

Les hablo de Clara, mi mejor amiga. Nos conocíamos desde el cole. Era estupenda. Yo la maté. Era de aspecto frágil, con grandes ojos de mirada serena y una melena desconcertante. La disonancia entre su pelo alborotado y la delicadeza del resto de su fisionomía junto con sus movimientos elegantes e inseguros a la vez, podría indicar, si acaso existiera un observador suficientemente perspicaz para advertirlo, la naturaleza de su carácter. Aparentemente tranquila, amable y atenta, insoportablemente empática y tristemente dispuesta a la risa, sin embargo, en su interior bullían las más profundas contradicciones, aversiones, iras, pasiones… Navegaba en un mar de dudas azotado por la tempestad de sus férreos sentimientos.

Por aquel entonces yo pasaba una temporada en Madrid, temas de curro. Iban a mandarme a un Proyecto sabía Dios dónde y mientras lo firmaban y no, disfrutaba de un periodo de laxitud laboral en la oficina central acompañado de un desenfrenado hedonismo individualista… No, no, no se exciten, me refería a lecturas, tiendas, vídeos musicales…chorradas de esas.

Los fines de semana quedaba con ella. No solíamos coincidir geográficamente así que fue un periodo excepcional. Nos encontrábamos bien entrada la mañana en alguna estación de metro que confluyera entre su casa y la mía. Casi nunca en la misma, supongo que por no hacer rutina de lo festivo, no lo sé, nunca lo pensamos, simplemente nos salía así. Alonso Martínez era nuestra favorita, la luz matutina brillaba de manera especial filtrándose entre los árboles y había un par de terrazas magníficas para el segundo café de la mañana. En Atocha nos dimos cuenta de que teníamos serias dificultades para encontrarnos. Podría contarles, pero prefiero ahorrárselo, el vergonzoso episodio en el que nos reunimos como un par de horas después de haber salido de nuestras respectivas viviendas tras haber olvidado el teléfono móvil, haberlo recuperado con poca batería, haber llamado por error a un amante ocasional, haber encontrado el “periódico de mañana”, haber descubierto que hay dos estaciones de metro con similar nombre y una de tren y haber admirado el tremendo vergel que se alberga en la hermosa pero estresante estación. Nunca más. Opera, Latina, Bilbao, Tribunal… Supongo que de no haber sido por los teléfonos móviles y, a pesar, de sus ofensivas baterías, el reunirnos habría requerido mucho más planificación, precisión, puntualidad y todas esas condiciones para las que no habíamos nacido.

Maldita sea, como vuelvan a interrumpirme con llamadas del seguro, les juro que me volveré loca…que si referencias de la empresa, que si lasinstrucciones de seguridad… Dios mío, ¿por qué alimenté esa paranoia en vez de recomendarle que se fuera a vivir sola?

Planeábamos cosas para hacer y, la mayor parte de las veces terminábamos improvisando. No nos culpábamos de nuestra manifiesta incapacidad para seguir el plan establecido, cada uno es como es. Lo pasábamos siempre de maravilla, dábamos largos paseos sin rumbo, íbamos a museos a ver cosas concretas, tomábamos cerveza en nuestros bares favoritos y hablábamos de temas abstractos que rondaban por nuestras cabezas. Esa era, la rutina de la antirutina hasta que, maldita la hora, nos dio por iniciar una búsqueda, objeto de la historia que voy a contarles y que comenzó, como tantas otras historias, con una llamada de teléfono.:

–  Hola Hilda, ¿cómo estás?

–  ¡Clara!

–  Tía, ¿te acuerdas del Isolator?

–  Mmm…

–  ¿No? Me enviaste una foto por email, era el casco aquel…un aparato muy guay que servía para aislarte del mundo…

–  Tengo media idea…

–  Es que… lo necesito… Tía! Lo necesito para vivir en esta casa… mis compañeras son insoportables, pobres son así, ¿qué van a hacer? Lo sé, pero no lo aguanto, no estoy hecha para eso, ayer cumplíamos dos años viviendo juntas y para celebrarlo organizaron una “charla de familia”, lo llamaron así eh, y tuve que quedarme claro, a oír sus soliloquios disfrazados de conversación, es todo falso, una máscara, no les afecta nada de lo que pase a los demás, fingen que les importa para poder hablar de lo de ellas, fingen ser amigas… Ag, ¿me entiendes?

–  Demasiado

–  Ay, ¿ya son las 8?¡Te tengo que dejar! me va a llamar mi madre, te reenvío la foto al Whatsapp… ¿nos vemos el domingo? Es que vi que lo vendían… ya hablamos ¿vale? Un besito

–  Sí, sí, hablamos, tranqui, un beso!

Al rato de colgar me llegó la foto. Dios! Puta máquina del infierno. Una estrafalaria tecnología de principios de siglo XX, consistente en una especie de escafandra hermética con aberturas para los ojos, una conexión con una bombona de oxígeno a la altura de la nariz y una suerte de respiradero proyectado a la altura de la boca. Una autentica mierda, vamos. Sí, qué quieren que les diga, me pareció divertido. Y práctico. Como a ella. Se veía a su inventor, un tal Hugo Gernsback, miembro de American Physical Society según rezaba el pie de foto, sentado en su escritorio y trabajando con envidiable concentración con su Isolator puesto. Maldito hijo de puta falso.

Me pregunté donde habría visto Clara que lo vendían, ¿estarían comercializando una versión moderna de este artilugio? Me entusiasmé y dudé. Contra el entusiasmo está la decepción y contra la duda está Google. Encendí el ordenador y me adentré en la búsqueda del que pudiera ser la solución a los problemas de convivencia de mi amiga. Buceé por páginas, me hice una cuenta en Facebook para entrar en algunos enlaces. Supongo que no les  sorprenderá que quien busca el Isolator no tenga Facebook. Anoté un par de nombres y escribí un email a un bloguero alemán que hablaba sobre el tema.

El domingo siguiente quedé con Clara en La Latina. En un reportaje sobre el Rastro de la edición dominical del periódico, vio una foto de uno de los locales donde, entre un amasijo de sillas, lámparas y objetos varios, aparecía un trasto que podría ser el cachivache que andábamos buscando. Así que allá fuimos. Fácil no fue. Entramos en cien mil y pico bajos, quizá más, hasta que dimos con el sitio. Nada más entrar vimos la escena de la foto. No tuvimos falta de decir nada, nos dimos automáticamente la vuelta, caminamos unos pasos, nos miramos con decepción y poco después empezamos a reírnos endemoniadamente. ¡Un secador de peluquería de los años 60! Pasamos el resto de la tarde, divertidas, como siempre, a nuestras cosas.

El martes, recibí un correo de Hans Lars, el bloguero. Me dio la web de Fickmaschinen, una empresa que hace réplicas de toda clase de tecnología antigua, algunas por encargo. Qué barbaridad, si puedes pagarlo, puedes darte el capricho de tener cualquier aparato extravagante del año de la Pera. El Isolator estaba en distribución, al parecer con cierto éxito, y a un precio bastante razonable. Ciega de entusiasmo compré uno para Clara. Tres días después me llamó con voz temblorosa y ruido de embalajes de fondo, estaba feliz. A  medianoche, su compañera de piso la vio salir de su habitación al baño y casi le da un jamacuco pensando que les habían invadido unos alienígenas. Al día siguiente sonó el teléfono y un presentimiento escalofriante me invadió: la rudimentaria bombona de oxígeno había fallado mientras Clara dormía. Fue hace tres días.Llaman a la puerta, deben ser los de Fickmaschinen. He de dejarles, de todas formas, ya he acabado de contárselo. Esto fue todo. 

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