Corría el año 2086 cuando comenzó mi historia. Tenía 36 años y una vida bastante agradable, con un buen trabajo, un marido excelente y unas perras preciosas. Gracias a la revolución tecnológica ocurrida hace una década, nuestra vida había mejorado significativamente, aunque estaba a años luz de la vida que creíamos conocer.

La religión y la política habían desaparecido, todo había sido sustituido por la ciencia y la tecnología. Se pudo demostrar finalmente que Dios no existía y que la religión era una invención de los hombres, así que la religión acabó por extinguirse. La gente ya no creía en ningún ente superior, solo creía en la ciencia.

Después de toda la corrupción política de las últimas décadas, un grupo denominado “Sigma”, compuesto en su mayoría por científicos e investigadores de prestigio y que gobernaba el país en aquellos momentos, decidieron arrasar con todos los partidos políticos (menos con el suyo), y pusieron al mando unos sistemas informáticos inteligentes llamados “Dioses”, que estaban a la vanguardia de la inteligencia artificial. Estas máquinas eran capaces de analizar los problemas y necesidades de una sociedad y proponer soluciones tangibles a todas estas cuestiones, y lo más importante, si se equivocaban en algo tenían la capacidad de autocorregirse, aprender de sus errores y reprogramarse ellas solas.

Sinceramente, todo funcionaba mejor en nuestra nueva sociedad, no había extrema pobreza, toda la gente tenía trabajo y se estaban empezando a erradicar enfermedades pero, como dicta la naturaleza humana, la gente seguía muriendo hasta que un día, el grupo Sigma y sus Dioses anunciaron que al fin podíamos alcanzar la inmortalidad gracias a los avances de la ciencia. Se trataba de un sistema mediante el cual, en el momento de nuestra muerte, nuestra esencia sería transmigrada a un receptáculo y de este, a una versión robótica idéntica a nuestro cuerpo. De esta forma daríamos vida a este robot y seguiríamos viviendo dentro de él para siempre, sin tener miedo a morir otra vez, ya que no eran cuerpos perecederos como los de los humanos.

Únicamente las personas más pudientes podían acceder a esto, obviamente, pero mi marido y yo, ambos ingenieros aeronáuticos, nos lo podíamos permitir y nos pareció una idea fantástica, así que lo hicimos. Nos gastamos una fortuna pero nos hicieron unas copias perfectas de nuestros cuerpos, conforme estaban ahora, ya que así, si moríamos muy mayores, volveríamos a nuestros cuerpos de treintañeros y firmamos el contrato para que recogieran nuestra esencia y la transmigraran en el momento de nuestro fallecimiento.

Mientras tanto seguíamos con nuestra vida normal; nos levantábamos, nos duchábamos, desayunábamos y nos poníamos a trabajar. Prácticamente toda la gente lo hacía desde casa gracias a unos chips que cada empresa colocaba en nuestro cerebro cuando empezábamos a trabajar en ella. Gracias a ellos y a un sistema de realidad virtual, estábamos todos los trabajadores conectados y existía un registro de todo el trabajo que completábamos a lo largo del día. Era muy cómodo y la implantación del chip era indolora y sin efectos secundarios, aunque también era obligatorio si querías acceder a cualquier puesto de trabajo.

Después de trabajar salíamos de paseo con nuestras perritas, Pipa y Nana. Ellas tampoco eran animales normales, ya que cuando fueron haciéndose mayores y sus órganos empezaron a fallar, los veterinarios fueron reemplazándolos con órganos biónicos, así que teníamos las mismas perritas desde hacía veinte años, eran nuestras mascotas de adolescencia, Pipa era mi fox terrier de pelo duro y Nana era la ratonera de mi marido. ¡Era genial! ¿Quién no quisiera que su perro fuera eterno?

Pero de pronto todo cambió, ocurrió lo impensable, morí…

Me fui a la cama cansada, como todos los días, leí un rato y me quedé durmiendo. Nunca desperté. Mi marido se dio cuenta al despertarse y rápidamente llamó a Sigma para empezar con los preparativos de mi transmigración. Yo estaba fuera de mi cuerpo viendo todo lo que ocurría, sin explicarme muy bien qué había pasado. Primero llegó el médico que dictaminó que había fallecido de un infarto fulminante y después llegaron ellos con el receptáculo y mi “vehículo” perfectamente empaquetados. Empecé a sentirme mejor y más tranquila al saber que pronto estaría en el cuerpo que había comprado. Mi marido estaba nervioso y las perras no paraban de dar vueltas por toda la casa. Yo quería decirles que estuvieran tranquilos, que pronto estaría de vuelta, pero ellos no podían escucharme.

Seguidamente empezó el espectáculo, tranquilizaron a mi marido y comenzaron a transmigrar mi esencia. Cogieron el receptáculo y empezaron a entonar unos cánticos en un idioma extraño que no conocía. Yo cada vez tenía más frío pero pensaba que sería un efecto de lo que estaban haciendo con mi ser. Una vez acabado el ritual se dispusieron a ensamblar mi “otro yo” e insertar el receptáculo dentro.

Yo pensaba: Estoy aquí, sigo estando aquí, esto no funciona, hacedlo otra vez, es imposible que mi copia cobre vida porque AÚN ESTOY AQUÍ!

Para mi asombro, aquel maravilloso robot con mi cara y mi cuerpo se levantó y vi como la cara de mi esposo se relajaba de felicidad. Le dijeron que no se preocupase si los primeros días estaba rara o no actuaba normalmente, que todo era por el efecto de la transmigración y que en unas semanas todo volvería a la normalidad.

Yo no sabía quien había dentro de esa máquina pero desde luego no era yo, porque yo seguía estando allí, fuera de mi cuerpo, viéndolo todo con estupor. Era un fantasma, nadie me veía y aunque gritase nadie me oía.

Pasó el tiempo y yo seguía vagando por mi casa viendo como mi marido se acostaba con otra mujer, comía con otra mujer y reía con otra mujer. No podía comprender cómo no se daba cuenta de que no era yo. Mis perras sí lo sabían, despreciaban y gruñían a esa mujer, tanto que a punto estuvo mi marido de desprenderse de ellas por el comportamiento extraño que estaban teniendo desde mi “cambio”. A parte de no querer acercarse a mi “otro yo”, siempre iban de un lado a otro o se quedaban paradas en algún punto de la casa mirando al vacío, vacío en el que en realidad estaba yo. Era un consuelo poder comunicarme con ellas, pero seguía estando confundida con respecto a lo que estaba pasando y no soportaba ver a esa mujer con mi cara haciendo feliz a mi marido.

Lo más desesperante era que no pasaba nada, si estaba muerta, alguien tendría que venir a por mí, mis familiares o amigos fallecidos y aquellas viejas ideas del cielo el infierno comenzaron a hervir en mi cabeza pensando que tal vez me hallase en el infierno en vez de en un limbo sin espacio ni tiempo. Estaba claro que había vida después de la muerte, puesto que yo no me había ido pero no me imaginaba una eternidad flotando en un vacío incoherente.

Cuando empezaba a aceptar mi situación, me dí cuenta de que Ella sí que me veía, siempre que besaba a mi marido me dirigía miradas de sorna y maldad. Aquella misma noche, cuando todos dormían vino a verme y le pregunté que quién era, a lo que ella contestó:

-¿Te acuerdas de la antigua novia de tu marido?, ¿A la que dejó plantada en el altar por ti? -Yo la miraba anonadada- ¿Te acuerdas de que te dije que esto no acabaría así?, pues ahora es mío para siempre y lo mejor de todo es que tú estarás toda la eternidad viendo lo que un día me quitaste. ¿Que cómo lo he hecho?, muy fácil, solo tuve que hablar con el grupo Sigma y suicidarme a su debido tiempo. ¿Como he conseguido tu cuerpo?, más fácil todavía, ¿Tú pagaste por tu nuevo cuerpo, verdad? -Yo asentí aturdida- ¿te creías que las máquinas no se podían corromper?. Simplemente yo pagué más…

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