Sobre los detalles de la vida

Sobre los detalles de la vida

Isav

11/05/2020

Del túnel al dragón.

Un robótico sonido rítmico se atraviesa entre mi mar de nubes y estas dejan de contenerme, empiezo a caer y traspaso capas y capas de esponjosa niebla, de repente atravieso la última y la imagen se pone en blanco. Me volteo sobre mí misma y apago el despertador. Me asomo por la ventana: ha llovido bastante durante la noche. Me alisto mientras Janis Joplin me coquetea de fondo: las botas de montaña de siempre y una gabardina negra. Voy a salir. “¡Mi celular!” pienso, lo he dejado en el cuarto de mi mamá quien sigue dormida, “no pasa nada, me voy sin él”. Salgo del apartamento. En la portería del edificio vuelvo a pensar “aj, cómo me podré encontrar entonces con Pacho… ahí veré” y sigo. En el puente pienso “aún podría devolverme”, pero no lo hago.

Cuando ya estoy esperando el bus pienso que no hay vuelta atrás y me arrepiento. Ahora, en medio del vagón de piso gris, diferente a mis creencias de que la gente los domingos sólo duerme o va a misa, el bus es una caótica y bulliciosa amalgama.

Luisa tiene 32 años, ha pasado derecho la noche y ahora, invadida por una profunda pena moral, se dirige a casa enguayabada después de pasar la noche con su mejor amigo del trabajo. Es enfermera.

Jose Obdulio de 66 años no sabe que la Notaría a la que se dirige no la abren los domingos.

Yurani y Vairon rapean desde las cinco de la mañana para llevar el pan a la mesa para sus dos hijas. O al menos eso es lo que dicen.

Arturo, traído del milenio pasado, lee el periódico sentado en una silla azul.

Llego a la estación de la 26. Salgo por el costado sur de la estación diciéndole telepáticamente a Pacho que llegue ahí. Hago fuerza para aparecerlo. Nada. Un minuto. Dos minutos. Tres minutos. Desisto. Cuando empiezo a considerar otras posibilidades escucho una risa: Pacho ha llegado. Teníamos este encuentro previsto desde hace días. Camino a la Luis Ángel, nuestro destino, nos cruzamos con un centro de la ciudad particularmente congestionado. “Es por el carnaval” dice Pacho y yo le creo. El día es gris.

Al llegar a la biblioteca Pacho pregunta por la hemeroteca. “Emeroteca” pienso. Cuando estamos ante la sala leo: “Hemeroteca”. Entramos y me siento en una película, es un enorme salón entapetado, seguro para que no haya ruidos accidentales. El techo es tan alto que podría tenerme 5 o 6 veces parada sobre mí misma. Mirando arriba veo una arquitectura bastante particular, el techo cóncavo tiene líneas diagonales a las paredes que forman muchos cubículos, en cada uno hay una pequeña claraboya y bajo ella, una lámpara con un gran bombillo. El salón es tan grande que se traga hasta la tos de quienes lo habitan. Hay varias pequeñas salas delimitadas únicamente por lo espaldares de los sillones y los pseudosofás. Hay estanterías con libros, todos enormes como si fuesen para ser leídos por rusos o daneses. Sin embargo, veo a algunas personas leyéndolos sobre mesas, utilizan un soporte de madera para sostenerlo y no tener que acostarse sobre libro y mesa. Las canas y sus dueños parecen ser los clientes más comunes del lugar.

Pacho me llama. Vamos hacia la derecha en donde vemos a una pareja de personas detrás de un mesón. Cuando nos acercamos veo la cueva tras de ellos, es profunda, de techo bajo y tiene mucha información que solo logramos distinguir a distancia. La señora de metro sesenta tiene el pelo hasta los hombros y viste de tonos oscuros. Nos explica cómo llenar la solicitud. “El tiempo”, “El Espacio”, “El Espectador”, “El País”, “La Patria”, “El Universal”, etc. Escojo un par y anoto mi fecha de nacimiento. Al momento me trae dos cajitas negras y me las entrega, me señala a su compañero, que ahora está por una zona con unos grandes computadores, y me dice que le pida indicaciones.

Frente a una pared llena de portadas de diferentes periódicos que jamás había visto, hay una gran mesa alargada llena de computadores, habrá unos trece, la mitad son muy grandes y blancos, los otros más modernos, de pantallas delgadas y plástico negro.

Me dirijo hacia el señor que me han indicado. En contraste con la señora, tiene pantalones de jean y una camiseta cuello polo azul celeste con una que otra línea verde. Me lleva a un computador. De una de las cajitas que traía conmigo saca un rollo. A la izquierda de la pantalla hay una extraña máquina. El señor coloca el rollo en uno de los dos cachos que esta tiene y extiende, sobre una corta tabla de vidrio, la primera parte de la película de diapositivas para ser leída por el aparato que funciona como una gran lupa; parece ser un tipo de escáner. Empiezo a pasar fechas hasta que llego. 29 de diciembre de 1997: “La primera corrida nocturna”, “Encapuchados asesinan a 6 personas en Cauca”, “1997, récord en fumigación de coca”, “Atracan a navegantes en las Islas del Rosario” … Suspiro. De repente leo un artículo que habla de campesinos que ordeñan árboles y ese me atrapa, qué linda redacción. A dos minutos de ser encerrada en el gran salón, termino de recoger mis cosas y salgo.

Me reencuentro con Pacho y mientras comemos sándwiches de pesto y queso, hablamos de que la vida y la exploración teatral tienen o han de tener las mismas indicaciones. Admiramos a Shakespeare, a Beckett, a Grotowski, a Stanislavski, a Decroux.

Caminamos rimando con la tarde hasta llegar al bus. Me despido de Pacho, quien se va saltando entre letras y atardecer, y entro en la estación de Aguas. El lugar es frío y, después de esperar en soledad unos diez minutos el bus que no pasa, caigo en cuenta que los domingos ese bus pasa al otro lado de la 19. En otras palabras: debo cruzar el túnel. El túnel largo. El túnel oscuro. El túnel con eco. El túnel portal. El túnel que los domingos se convierte en boca de dragón. El túnel del recorrido internacional. El túnel de los lamentos. El túnel de las canastas. El túnel del mareo. El túnel del no se maree. El túnel sin ventanas. El túnel que… me cautiva con sus pestañeos luminosos y… después de todo no es tan malo.

El túnel empieza a entonarme Mozart, Beethoven, Vivaldi. Entro a la boca del dragón. No hay mucha gente transitándolo, mas sin embargo la hay. El flautista de Hamelín tiene ojos saltones, es medio moreno y lo único que mueve de su cuerpo es la extensión que carga entre hombro y barbilla. Su brazo marca el ritmo. Paso mis ojos sobre él y cuando acabo de dejarlo tras de mí, me mira y me dice que me dedica la siguiente. Le sonrío, me siento elogiada. Sigo caminando. Pienso que podría acompañarlo con un baile, pero sigo caminando, tengo cosas que hacer en casa y la noche ya me pisa los talones. Pero, me detengo. Lo considero. “Ya qué, ya seguí derecho”. Retomo mi rumbo original. Vuelvo y paro, ahora que se escucha lejos y con la luz al final del túnel empiezo a extrañar El Otoño. Me volteo y ciertamente ya no alcanzo a ver al autor de la melodía. La luz mágica del sol despidiendo el día se refleja sobre mí, pero la tentadora luz artificial me hace ojitos. Ya no freno, pero doy un giro de 180 grados en busca de la música. El estuche del violín está abierto a sus pies y hay un par de billetes de dos mil entre monedas. Me acerco a él y tímidamente lo interrumpo. Le pregunto si puedo acompañarlo. Al inicio no entiende y se pone nervioso, pero luego le manifiesto que no tengo ninguna pretensión al respecto y empieza a ceder, como cuando un niño cede a la risa sobre el llanto. Dejo mi maleta roja a su lado y sobre ella echo mi chaqueta. El amarillo quemado de mi camiseta le hace contraste a mi oscuro pantalón. Me lanzo a la espiral de la vida y esta me recibe con sonrisas. Jamás había estado de este lado de la moneda en que soy yo quien dibujo las mariposas dentro del esófago de nadie. Los dedos de mis manos dibujan líneas moradas por el espacio y esquivo hábilmente los vientos que caminan atentos al acontecimiento.

Entre la cascada en que me convierto me asomo y veo a Jorge, le digo que esta vez soy yo quien le dedica un instante, un momento de vida, y me mando a la corriente de seres. Una serpiente que atraviesa los bordes me sirve de soporte y la acaricio. Descubro una pausa en medio del flujo, una roca arrastrada por la corriente hace fuerza por contenerse unos momentos, luego sigue su camino. El túnel ahora me es algo más cercano. Por unos momentos no soy simplemente un viandante de este tracto, sino parte de este. El túnel de tapete rojo. El túnel de regalos. El túnel diverso. El túnel sin tiempo. Para cerrar, la melodía y mi danza coinciden y, junto a una exhalación, me volteo con una sonrisa de oreja a oreja. Estoy sudando y no tengo idea de qué significa la palabra “medida”. Me acerco a Jorge. Le agradezco. Me agradece. Ambos vemos más allá del iris. Me da un último regalo: una pequeña nube clásica que me acompañará unos momentos mientras me despido del bello túnel.

Me deslizo flotando a la salida de aquel lugar de tránsito, de paso no más. Ya no hay luz al final del camino y cuando el aire bogotano vuelve a tocarme, la nube se disuelve en mi hombro. He aumentado mi estatura 2 centímetros y mis pies y manos son antenas. El regalo de esta tarde ha sido la caricia más sutil, el vaso de agua más refrescante. Esperando el bus floto, en el bus floto, en el puente floto, y llego a mi casa flotando. Soy nube y me acuesto en mi nube a soñar la noche una vez más.

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