Domingo 15 de julio de 1212. Campamento cristiano.

Anochece en el campamento. La jornada ha sido dura. Los amagos de los almohades para forzar un encuentro a campo abierto habían obligado a estar sobre las armas. La caballería ligera dispuesta por la ladera del cerro cortando el paso, los ballesteros asaetando mucho y bien para tenerlos a raya. Pero lo peor había sido el terrible y constante sonido de los tambores africanos en la lejanía que aún resonaba en sus cabezas, atormentándoles los nervios. Aquí y allá se preparan algunas fogatas en las que se reunirán grupos de soldados para ingerir los últimos alimentos del día y encender los hachones que darán un mínimo de luz al campamento y acompañarán a los centinelas en la ronda nocturna.

Ya en la tienda, Rodrigo, tumbado sobre una fina estera de esparto, envuelto con el manto de lana y los ojos fijos en la negra bóveda que conforma el lienzo de cáñamo del refugio a oscuras no puede evitar que se le agolpen preguntas e inquietudes debido a lo que ha vivido los últimos días en campaña. Unos días que se le antojaban siglos. Pero la excitación y el ansia de gloria se impondrían y ayudarían a desterrar sus temores -más bien a emplazarlos-. ¡Porque al fin mañana habría batalla!

Cerró los ojos e intentó imaginar cómo sería: los ejércitos al pleno, engalanados, uno frente a otro batiéndose en las verdes navas que se extienden entre los dos cerros que cristianos y musulmanes dominan respectivamente, con un sol radiante y una fresca brisa. Y, después, los caballeros cargando y rompiendo la vanguardia enemiga, y él, con sus camaradas acudiendo detrás a la carrera, luchando por Madrid, que nunca tendrá que vivir otro asedio. Peleando por Castilla y por su rey, junto a los valientes caballeros de las órdenes militares y con los demás reinos cristianos de la Península, por fin hermanados. Pero, sobre todo, combatiría por su padre y su abuelo, muertos por los infieles.

¡Qué hermoso sería al cabo! Se acabaron las tediosas marchas por polvorientas cañadas. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campamento y emprender nuevamente la marcha cada día. Ya no habría más escaramuzas en los caminos, entre colinas, arroyos y bosques. No más tensas esperas… Ahora sería el todo por el todo ante los ojos de Dios.

Quiso dormir para estar descansado, pero estaba demasiado nervioso. Afuera se oían pasos aislados, el tintineo metálico de armas y quincalla, alguna voz de las patrullas que recorrían el campamento vigilando que estuviera todo sereno y los centinelas en sus puestos y alerta -no sería la primera vez que un campamento ha sido atacado en plena noche porque un centinela dormitaba-, los rebuznos espaciados de las acémilas -varios de los concejos, entre ellos el de Madrid, estaban acampados cerca del lugar donde se había situado el muladar- y el chirrido de un grillo que provocó las maledicencias de algún compañero al que incomodaba el sueño, sin embargo, a él le traía gratos recuerdos de su mocedad, allá en la sierra, en un tiempo no tan lejano pero que ahora parecía remotísimo.

En la tienda los sonidos se reducían a ronquidos espontáneos -excepto el de García Núñez, hijo del alguacil don Nuño, que era permanente-, alguna tos, carraspeo o regüeldo, y cuerpos cambiando de postura.

Todos parecían dormir menos él. 

Desvelado por sus emociones y por los ruidos nocturnos, se puso a pensar en sus seres queridos. La mirada de su madre en el momento de su partida, sus ojos opacos, profundamente tristes, donde ya no quedaban lágrimas que ser derramadas y sólo cabía resignación. Pensó en su padre del que no tenía apenas memoria. ¡Cómo le gustaría que pudiera verlo en aquel instante, allá donde esté, tan cerca del momento de la venganza! Sí, por fin su alma podría descansar en paz. Pensó también en su abuelo, recordaba como, siendo niño, le llevó un cuartillo de vino cuando este se había puesto sus viejas ropas de soldado y ocupaba un puesto en las murallas para defender la ciudad, como tantos otros antiguos milicianos y todo villano con edad para portar armas, durante el asedio de 1197, justo la última vez que le vería con vida. Aunque era un recuerdo difuso, pues sólo contaba con cinco años, siempre conservó en su memoria esa mirada serena y la mano posándose en su cabeza y alborotándole el cabello. 

-Buen chico -le dijo-. Tranquilo, no pasarán. Vete a casa con tu madre. 

Evocó después otro fantasma, Mauricio, que durante los últimos años había sido como un padre para él. Pensó en su amigo Khalîl, ahora fugitivo y, aunque no quería imaginarlo pero se le había pasado por la cabeza, quien sabe si el odio y el despecho le hubieran llevado a alistarse con los almohades. Pensó en Walîd, y en Nâdya. Y, por último, en la muchacha de ojos pardos que conoció el día de su partida y, a pesar de no saber ni su nombre, había evocado cada noche hasta el punto de jurarse a sí mismo hacerla suya cuando regresara victorioso de la guerra.

Con esas idílicas ensoñaciones se dormiría, aunque su sueño fue corto, extraño, poblado de imágenes inquietantes, de escenas de lo que había vivido y de rostros que ya no están. Pero lo que no fue corto era el camino que le trajo aquí. Ciertamente, había sido un largo camino.

CAPÍTULO 1.  DOS MUCHACHOS

Madrid. Año 1202.

Dos niños corrían por las Vistillas armados por dos vulgares ramas que ellos imaginaban las más afiladas tizonas. Cuando el más bajo pero más veloz le daba alcance, el otro presto se revolvió para plantarle cara. Tras cruzar aceros apenas un par de veces una vara quebróse, arrojó su oponente la propia para igualar fuerzas y, después de un impetuoso forcejeo, los dos rodaron cuesta abajo hasta el borde del arroyo. Se pusieron en pie sacudiéndose los hierbajos y se miraron a los ojos desafiantes. Al cabo de un instante estallaron en carcajadas. Mas el momento de complicidad de los amigos fue irrumpido violentamente por una pedrada que pasó zumbando el oído de Rodrigo y se estrelló en el rostro de Khalîl, dando con él de nuevo en el suelo.

Se volvió Rodrigo aterrorizado y vio a unas varas a tres muchachos. En el medio el más alto, y visiblemente más mayor, sonreía orgulloso de su hazaña mientras sus vasallos le vitoreaban.

-¿Por qué has hecho eso? -preguntó Rodrigo.

-Es moro -respondió lacónico.

Rodrigo se volvió y se agachó junto a Khalîl. Estaba tendido de costado cubriéndose el rostro con la mano. Tenía un feo corte en la mejilla izquierda y sangraba bastante.

-¿Estás bien sadîq? -inquirió tranquilo Rodrigo.

-Sí…, creo -respondió, enrojecidas sus mejillas más por la vergüenza que por la sangre. A continuación, volvió su cara y mirándole a los ojos le dijo:

-No lo hagas.

Sin responder el muchacho se irguió y caminó en dirección a sus atacantes. Los dos pequeños, con la cara tiznada de suciedad, las vestiduras harapientas y los pies casi descalzos, habían estado burlándose del herido y de su amigo, aludiendo a su estrecha relación y cuestionando la pureza de la sangre de este.

Rodrigo se detuvo a escasos pasos de los tres.

-Eres un hideputa -le escupió. 

Eso eran palabras mayores incluso para chiquillos de su edad. A los vasallos se les borró la sonrisa de la cara y, el reyezuelo, seguro de su superioridad física y haciendo un alarde de su sobrevalorado ingenio, respondiole si no sería él mismo quien tuviera una madre que yace con moros y cristianos a juzgar el vínculo fraternal que parecía tener con el infiel.

-Además, debería romperte el cráneo a ti también por tratar con esa escoria.

-¿Por qué la consideras más escoria que esos dos que traes contigo?

-Vas a ver… -empezó a decir uno de los basurillas.

El líder con un seco movimiento del brazo le detuvo.

-Mi padre dice que son nuestros enemigos. Sólo esperan la llegada de los suyos para degollarnos como a perros -dijo.

-Los almohades son tan enemigos suyos como nuestros -sentenció.

Dicho esto, completó la distancia que les separaba.

El muchacho mayor, dio dos pasos hacia atrás y mandó a sus esbirros contra Rodrigo. Su gesto triunfal se esfumó pronto. Con una habilidad y rapidez propia de su mocedad, pero con una fuerza y rabia impropia de la misma, se deshizo de los desdichados siervos. El grandullón ahora dudaba, pero aún así le atacó. Rodrigo esquivó ese primer golpe ciego inclinándose y le asestó un codazo en los riñones al tiempo que le trababa con un pie haciéndole perder el equilibrio. Arrodillado y dolorido, intentó rehacerse avergonzado y lleno de cólera pero, apenas inició un nuevo ataque, una piedra se estrelló contra su sien y, tras tambalearse unos pasos, cayó en el arroyo.

Rodrigo miró hacia Khalîl. Estaba en pie y una sonrisa de agradecimiento se dibujaba en su rostro. Rodrigo sacó al vulgar Goliat del arroyo para evitar que se ahogara y volvió con su amigo. Ya juntos, de vuelta a la morería, vieron como los otros dos chicos huían como alma que lleva el diablo olvidando su particular vasallaje.

Episodios como el vivido entre los dos muchachos empezaban a ser cada vez más comunes. Y es que, Madrid, a comienzos del nuevo siglo, era un hervidero.

La villa había sido fundada por los moros apenas siglo y medio desde la invasión de estos en los tiempos, según los antiguos cronicones, del desgraciado rey godo don Rodrigo. En un primer momento, Madrid no pasó de ser un pequeño bastión que defendía la ruta que desde Toledo se dirigía al norte atravesando el paso de Somosierra. Erigida sobre una colina que servía de protección por poniente, la cual descendía hasta un río, Guadarrama según la parla agarena, o también llamado Manzanares. Sin embargo, ni su cauce era tan elevado como para constituir una gran defensa natural, ni su agua imprescindible para el abastecimiento del alcázar y la medina. La mejor defensa de la villa era su posición elevada y estar flanqueada por dos barrancos, al norte y al sur, así como su riqueza en aguas por la existencia de multitud de arroyos y cauces subterráneos. Retornando a sus orígenes, alrededor de la fortaleza comenzó a constituirse una pequeña medina, que ya desde tiempos lejanos estuvo a punto de caer en manos cristianas cuando fue asediada por Ramiro II. Sin embargo, no fue hasta los tiempos del buen rey Alfonso VI, apodado el Bravo, cuando como consecuencia de la conquista de Toledo, Madrid pasó a manos castellanas. A partir de entonces, la llegada de cristianos del norte provocó el paulatino crecimiento de la aldea, que ya contaba con algún arrabal, así como el cambio de poderes, pues los musulmanes que permanecieron pasaron en su gran mayoría a ocupar la colina que se hallaba al otro lado del barranco y arroyo de San Pedro, al arrabal de campesinos del cerro de las Vistillas que desde ese momento daría origen a la morería. Ahora el poder y los cargos públicos serían ejercidos por los cristianos, repobladores del norte o mozárabes. Estos últimos, los arabizados, provenían en gran parte de Toledo o de otras aldeas próximas a Madrid en tiempos de la invasión. Algunos incluso alardeaban remontando sus orígenes a una antigua población visigoda que decían se erigió en las orillas del arroyo de San Pedro. 

A lo largo del duodécimo siglo Madrid vivió un período más calmado, de cierto esplendor pues la villa no cesó de crecer, ampliándose su muralla, desarrollándose la industria y el comercio, al tiempo que la amenaza almorávide iba menguando. El buen hacer de los mudéjares en los trabajos agrícolas o constructivos, así como de los judíos en los asuntos comerciales -amén de estar protegidos directamente por el rey-, hizo imperar un cierto clima de buena convivencia entre los madrileños sin importar su religión. Además, la amenaza creciente era la de Segovia, que se expandía cruzando los montes Carpetanos y, descendiendo por el Guadarrama, iba conformando un territorio en el margen occidental de su cauce y, por el este de las tierras madrileñas, se apropiaba de otras que lindaban con el arzobispado de Toledo. Esta irrupción segoviana en el entorno de la que será nuevo alfoz de villa y tierra, provocará mayor unión en los vecinos de Madrid. 

No obstante, este clima de relativa concordia se verá enturbiado con la aparición de los almohades, que amenazan seriamente la ciudad tras su victoria en Alarcos y sus posteriores campañas. La amenaza de los radicales provocará el recelo en los cristianos hacia los andalusíes. Por ser correligionarios cada mudéjar, sea libre, siervo o cautivo, se torna sospechoso de espionaje o, simplemente, de ver con buenos ojos la conquista para mejorar su situación, y hacían recordar las palabras que se le atribuían a un emir de Al-Ándalus, en tiempos de la invasión almorávide, que venían a decir que prefería ser camellero en Marruecos que porquero en Castilla. Allegados a este punto sin retorno se pone de relieve la intolerancia y el racismo, más promovido desde el púlpito que desde la realidad. Las diferencias que siempre ha habido entre etnias y religiones son las habituales de desconfianza y rechazo hacia lo que es distinto y de preeminencia social e intelectual que son comunes en la condición humana. Sin embargo, ahora el miedo al enemigo y la radicalización del mensaje cristiano hacen ver ese enemigo también en casa, donde efectivamente los habrá que prefieran ser invadidos, sobre todo los siervos peor tratados y los cautivos, pero para los mudéjares madrileños los almohades también suponen una amenaza aunque compartan la misma religión. Un hombre tiene que trabajar y comer antes que rezar. Y los almohades hacían la guerra para someter e imponer su credo y su moral. En realidad, la religión no es importante. Lo es Dios y la manera de adorarle. Los campesinos o artesanos, ya sean cristianos o musulmanes, comparten un mismo modo de vida y rezan a un mismo Dios. Reyes y califas rezan, defienden y predican su religión, pero el verdadero dios por el que mueven sus actos es el poder y la riqueza. Y arrastran a los hombres tras de sí.

CAPÍTULO 2.  UNA VISITA INESPERADA

Una de las cosas que recordaba nítidamente de su niñez era la primera vez que fue con su madre al mercado extramuros en la explanada de la puerta de Guadalajara hacía ya un par de inviernos o tres. Se realizaba una vez por semana o en determinadas festividades o ferias. Allí se daban cita hombres y mujeres de todas las condiciones que se podían diferenciar fácilmente por las vestimentas y los tipos de puestos. Los comerciantes adinerados de telas, plata y especias montaban sus tiendas a resguardo del muro, con la vigilancia de los centinelas de la muralla para evitar robos -a cambio de unas monedas que previamente les deslizaban-, desplegando sus mercancías en recias mesas de madera forradas con lienzo, pieles colgadas a los lados a modo de cortinas para impedir el paso del frío viento, con toldos para resguardarse de la lluvia o el sol, con braseros de hierro o latón para calentarse, vistiendo almejías forradas de piel de cordero con bordados de hilos de oro en bocamangas y cuello, y encima mantos blancos, azules o verdes con resguardo de lana o piel de cabrito. También se distinguían por su clientela, villanos acomodados, altos funcionarios y nobles. Los hombres vestían ricas aljubas y pellizones con forros de armiño, marta o abortón, las mismas pieles finas en sus capas color ámbar, escarlata o violado con cenefas de plata y oro, sujetas con fíbulas repujadas. Las mujeres llevaban pellotes azules y verdes de lampazo con brocados, garnachas de seda con bandas o motivos geométricos y encima mantos de armiño, nutria o cibelina. 

Este comercio de lujo y gentes de calidad contrastaba vivamente con los de menor grey que levantaban sus tenderetes con horcas y estacas, tablas y telas, hasta llegar a los más humildes labradores que extendían sus productos sobre mantas o en tabaques, cestones de caña y sacos de arpillera. Para combatir el frío los más afortunados contaban con anafes, mientras que los pobres -que además ocupaban el lugar que daba a la laguna grande, por tanto la zona más húmeda- tenían que encender fogatas con chasca y hojas secas. Las ropas de estas gentes oscilaban entre pellotes, pellizones, mantos y tabardos de lana forrados con piel de cabra o conejo, de colorido menos vivo -blanco, ocre y colores oscuros-, hasta otros más toscos de paño basto y telas de baja estofa de tonos grises y pardos.  

Rodrigo recorría las tiendas del mercado con su madre, María, y su criada Amina -madre de la familia andalusí que estaba al servicio de la rama paterna de Rodrigo desde hacía una generación-, ambas con cestas donde guardaban los abastos que compraban para la semana. Los puestos de frutas y verduras colorían el mercado con naranjas, limones, espinacas, acelgas, calabazas, alcachofas, cebollas, coles, zanahorias, nabos, lechugas, puerros, apios, cardos, berros, peras, uvas, castañas y nueces. Los carniceros algo más retirados, hacia el camino de Alcalá, mataban, desollaban y esquinaban a los cerdos. A primera hora, el matarife degollaba al animal sobre un banco de madera mientras otros hombres lo sujetaban con cuerdas, un chiquillo arrimaba un cubo para recoger la sangre y una mujer con una cuchara larga la removía para evitar que cuajara. Después, sobre un lecho de retamas o paja de centeno, socarraban al puerco para eliminar el pelaje, raspando la piel con un cuchillo de madera para desprender el pelo quemado. Los hombres abrían el cerdo y las mujeres sacaban las vísceras para llevarlas al principio del arroyo del barranco de Hontanillas donde las limpiaban para luego embutirlas. A Rodrigo el espectáculo le atraía y rechazaba a la vez, su pueril curiosidad le hacía no perderse detalle pero el intenso hedor al que aún no estaba acostumbrado le revolvía las tripas. Esta operación no sólo atraía a chiquillos mirones y perros hambrientos, sino que conllevaba un tráfago constante de actividad. Por un lado estaban los curtidores, que compraban las pieles de éste y otros animales para tratarlas en las tenerías y, posteriormente, acabarían en manos de artesanos que allí mismo erigían sus puestos vendiendo odres, bolsas y albardas, arneses, vainas y aljubas, correas, zapatos y sandalias. Por otra parte, la división del cerdo no cesaba pues lo que quedaba de él se colgaba de una viga en un almacén para que se orease y seguir despiezando al día siguiente. Pero con lo que llevaban de matanza y la del día previo, bastaba para que las mujeres hicieran morcillas y chorizos, o vendieran el mondongo a otros carniceros o a mujeres que lo elaborarían en sus casas. Otros salaban la carne y el tocino. Y aquellos extraían el sebo que se vendía para cocinar o hacer velas y jabón. 

Pero no sólo de cerdo se alimentaban los madrileños -aunque ahora era el mejor momento- y podían verse en los puestos de carne colgados de las patas conejos, capones, perdices, avutardas y sisones y en las tarimas piezas de ciervo, cabra y oveja, cecina de morueco o de vaca. También estaban los malolientes establecimientos de pescado, que tenían su mejor época durante el período de cuaresma, y vendían truchas, barbos y jaramagos.

Mientras esperaban su turno y les atendían, a Rodrigo le gustaba acercarse a ver las armas y herramientas, sobre todo al tenducho de Lázaro Román, el herrero de San Andrés, que exponía un haz de espadas apoyado en uno de los postes de madera que sujetaban la estructura y el resto de instrumentos de hierro o acero desplegados en la tarima cubierta de tela o colgados del travesaño donde se anudaba el toldo. Había cuchillos, hoces, azadas, martillos, mazos y almocafres. Junto a él, también vendiendo metales, el cacharrero tenía trébedes, morteros y ollas y calderos de cobre o latón. Los utensilios para cocinar o almacenar productos eran abundantísimos en los puestos de los alfareros, donde gozaban de gran prestigio las ollas y vasijas de Alcorcón, que ofrecían una gran variedad de recipientes y calidades, desde pequeños candiles, tazas y redomas lisas o decoradas con franjas o motivos pintados hasta ataifores, cántaros y tinajas de cerámica vidriada. 

A estas muestras de vida mercantil habría que añadir las voces del gentío y de los comerciantes voceando la calidad y buen precio de sus productos. Unos vendían cera y miel, aceite y manteca otros. Huevos recién puestos gritaban allá, entre el cacareo de gallinas y gorjeo de palomas hacinadas en cajas de madera con respiraderos. Y sal, traída en sacos de las salinas de Espartinas. El bullicio de la gente era constante, algunos villanos hablaban en corros, otros preguntaban por tal o cual producto, o regateaban el precio. Y, para finalizar las transacciones, intercambiaban sus productos mediante trueque o pagaban con monedas, las cuales eran sometidas a balanzas con pesos. Respecto a esto, los fiadores de la villa controlaban que los precios no excedieran lo estipulado y el género fuera bueno, evitando que lo vendieran albarranes -que traían productos de sus villas para intentar venderlos en Madrid sin pagar el impuesto de portazgo- y regatones -que compraban comestibles al por mayor para venderlos clandestinamente-.  Por su parte, los almotacenes comprobaban el correcto funcionamiento de los pesos en las alcobas y el sayón iba recaudando los impuestos reales.

A Rodrigo le fascinaba esa mezcla de ruidos y olores, como el del tintineo de las monedas de oro, plata y cobre. Dinares acuñados en el sur, en las cecas de Córdoba, Sevilla o Marrakech, meajas, dineros, sueldos y maravedíes castellanos, leoneses, aragoneses o francos, e incluso denarios romanos que los labriegos de Carabanchel o Villaverde desenterraban de cuando en cuando con los arados.

Aquella mañana de primavera, una semana después del incidente junto al arroyo de San Pedro, Rodrigo había acompañado también a su madre al mercado, pero le había pedido quedarse un rato más él solo, husmeando. Al mediodía Rodrigo regresaba a casa. Algo le extrañó al traspasar el umbral, ya que no percibía el aroma de los guisos. Cruzó el zaguán y se asomó al patio. Su madre no se encontraba sola, junto a ella estaba un hombre que le resultaba familiar. María estaba sentada en un poyo de piedra junto al muro encalado y a la sombra de un naranjo, frente a ella y de espaldas a Rodrigo, apoyado en el brocal del pozo, estaba Mauricio Gonzálvez, el amigo de su padre muerto en la batalla de Alarcos. 

(…)

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