¿Puede una persona… “normal” asesinar a otra?

Estoy plenamente convencida de que si en un momento determinado de nuestras vidas coinciden las circunstancias externas y los condicionantes internos necesarios cualquier persona puede llegar a asesinar.

Cuántas veces en los últimos meses me he hecho este planteamiento sin encontrar algún razonamiento que descartase tal monstruosidad. Y cuanto más indagaba, en un intento desesperado por descartar dicha posibilidad, más dudas e interrogantes surgían de nuevo estremeciendo mi fuero interno, baldío y yermo desde mi niñez.

Durante todo ese tiempo he vivido sin plantearme mi vida como tal, una vida exitosa en lo laboral, pero totalmente fracasada en lo personal. Los que me adulaban, me admiraban o envidiaban no sabían el melancólico trasfondo que se perpetuaba en lo más hondo de mí.

Valorando mi existencia no puedo por menos que reconocer que ha transcurrido entre tonalidades grisáceas, opacas a veces, inexpresivas siempre.

Durante cincuenta y cuatro años he caminado errante por la vida que me tocó vivir, por aquella vida cansina y tediosa que mis padres ya se encargaron de encauzar hacia lo que ellos entendieron que debía ser mi destino, ¡como si el destino de alguien pudiera gobernarse! Pero aún así, entre unos y otros lograron canalizar cuál debía ser mi comportamiento, mi actitud, mis estudios, mis creencias y sentimientos.

¿Se puede vivir sin amor? Yo lo hice durante cincuenta y cuatro años, al menos en lo que se refería a un amor compartido y mutuo. En ese tiempo jamás conocí el amor verdadero, ni la pasión arrebatadora, ni la caricia de un hombre, ¡nada!

¡Durante cincuenta y cuatro años!

Un día aquella hiriente y cansina rutina, en la que me había acomodado, me abandonó inesperadamente.

Un día el destino forzó mi realidad, me transfiguró, rescatando de entre el hastío mis sentimientos puros e instintivos, soterrados a los demás y a mí misma; explosionando el amor, latente en mi interior durante aquel eterno periodo; convulsionando mis estabilizadas normas morales, encorsetadas desde la infancia; y sobre todo, desenterrando la violencia y la muerte que todo ser humano lleva en lo más recóndito de su ser.

Y a pesar de que el caos, quizás anhelado durante tanto tiempo en mi subconsciente, penetró en mi vida con un ímpetu desatado, no me arrepiento de nada de lo que sucedió.

Mi historia, mi vida en realidad, comenzó a finales de un septiembre, pocos días después de haber cumplido cincuenta y cinco años…

1

Yo comencé a vivir cuando él llegó.

Él llegó en el epílogo de mi vida, cuando el olor de los nardos inundaba la espléndida mansión que había alquilado; cuando el viento del poniente dominaba las brumosas noches, haciendo olvidar el verano que agonizaba, y la tonalidad de las aguas turquíes cedían el terreno a matices verdosos, pardos casi, como el color de mis ojos.

Llegó como suelen suceder estas cosas, cuando menos lo esperaba, mientras tomaba ese café solo que se había convertido en el perpetuo y único acompañante de mis atardecidas; mientras escribía, o al menos lo intentaba, algunas líneas para la última novela en la que me había enfrascado; mientras miraba al infinito del horizonte, allá por donde se ponía el sol, cansino y calmo en su lento discurrir, como toda mi existencia.

Lo había visto otras veces por allí, pero nunca antes había reparado en él, hasta que sus irisados ojos negros se clavaron en los míos y ya no fui capaz de apartarlos. Ni el café, ni la línea del horizonte, ni la música ambiental que sonaba en la terraza del local, ni siquiera las escasas palabras que ese día conseguí enlazar, nada logró que mi mirar escapara de la de aquel hombre, mucho más joven que yo.

Él llegó en el albor de mi senectud, cuando pensaba que ya nadie lograría abrir mi corazón, cerrado desde la adolescencia; cuando por primera vez me enamoré perdidamente de Luis, un chico del norte espigado y moreno que trabajaba en la finca de mis tíos, hasta que mi prima Vera me lo arrebató y me dejó sumida en un profundo estado de melancolía.

Marco llegó y con él ese amor que creía imposible sentir.

Aún, en estas circunstancias, me gusta recordar la tarde que le conocí:

—¿Gloria? ¿Gloria Brull? —elevé la mirada de la libreta que siempre me acompañaba— He leído todas sus novelas. ¿Le molesto? —fue cuando me prendí de su fuliginoso mirar, tan oscuro como su cabello ensortijado.

—No —respondí, casi sin haber escuchado el inicio de su conversación. Me extrañó que me reconociera, sobre todo porque si bajaba al centro solía hacerlo oculta tras unas enormes gafas negras y una discreta pamela.

Me pidió permiso y se sentó frente a mí.

—Nunca pensé que pudiera encontrarla por aquí —yo le miraba sin poder apartar la vista de sus ojos, como víctima de un maravilloso hechizo—. ¿De vacaciones?

Resulta, cuando menos, insólito la de veces que me había burlado y había calificado como un síntoma de inmadurez o de ñoño el flechazo de amor que amigas o conocidas decían haber sentido hacia un hombre justo en el momento de conocerlo. Y, sin embargo, allí estaba yo frente a un desconocido, posiblemente un admirador más que me adulaba por mi extensa obra literaria; encandilada por su físico y masculinidad, embelesada por un extraño halo indefinible y arrebatador. Fue fugaz y vertiginoso, pero por un instante sentí un vuelco inesperado y brutal en mis entrañas, como si mi ser se volviese del revés, dejándome sin respiración, bloqueada y aturdida en el razonamiento. Le escuchaba en la lejanía de mi limbo.

—¿Está de vacaciones? —me repitió.

Tardé en responder abstraída por aquella nueva sensación.

—No. No, hace poco me trasladé a vivir a esta localidad.

—No me diga. Hace unos meses leí en una entrevista que seguía viviendo en su Valladolid natal, en la casa de sus padres, donde además había nacido, creo recordar.

—Sí, pero aquella etapa terminó… —lo dije con un cierto amargor, que él captó.

—Bueno… —quiso cambiar de tema— ¡Estoy sentado nada más y nada menos que delante de Gloria Brull y aún no le pedido un autógrafo!

Le sonreí, mientras abría mi libreta por el final.

—Cómo te llamas.

—Marco Izábal —empecé a escribir—. Cuando se lo enseñe a mis amigos… Tengo muchos que también son admiradores suyos —se lo entregué y él lo leyó en voz alta: “Un atardecer, un encuentro, una cálida conversación con Marco Izábal. Gloria Brull” —parecía emocionado—. ¿Suele venir mucho por aquí?

—Últimamente sí —le contesté esgrimiendo una sonrisa.

—Me encanta la novela histórica, sobre todo la que usted hace. Hagamos un trato, mañana me traigo los libros que tengo sobre usted y me los firma a cambio de un café. ¿Le parece?

Tardé un breve instante en responder.

—Me parece.

Al día siguiente por la tarde, Marco volvió. Dos cafés y el comentario de mis exitosos libros sirvieron como excusa para que mantuviéramos una conversación que se extendió hasta que el sol se ahogó tras aquella línea lejana e infinita que diariamente cautivaba mi atención y tanto distraía mis pensamientos.

Todo lo demás fue dulce y pausado.

Seguí acudiendo a mi inalterable cita vespertina, a la misma cafetería de siempre, y él no dejó de faltar a una sola de ellas. Charlábamos de todo y de nada, con la risa siempre recorriendo sus labios, y nuestras miradas engarzadas en el transcurrir de los días que volaron en el calendario de las dos últimas semanas de septiembre.

Si él se retrasaba más de lo habitual, con la mirada impaciente recorría el bulevar perpendicular a la terraza, o escudriñaba el paseo marítimo, ya sin apenas veraneantes, situado enfrente, hasta donde la vista me alcanzaba, nerviosa como una colegiala, temerosa de lo peor. Hasta que él aparecía de improviso, al girar la cabeza, al elevar la mirada, mientras me atendía el camarero… Surgía de la nada, como el haz de sol que se filtra poderoso entre las nubes, como una idílica aparición con tintes bucólicos, como la llegada de un semidiós griego que bajara del Olimpo en su carro de oro tirado por líricos hipogrifos.

La aparición fortuita de Marco Izábal hizo olvidar mi triste estancia en Valladolid y romper con toda una vida, que se había tornado insulsa, vacía e insoportable en los últimos años.

2

Toda mi existencia anterior a la entrada en mi vida de Marco Izábal se resume con escasas palabras.

Crecí sin la compañía de hermanos; el único que tuve murió en la posguerra civil, víctima de la mala situación alimenticia del país y de una pulmonía.

Mi padre, Octavio Brull, trabajaba en la Gobernación de Valladolid. Siempre fue un hombre de derechas y totalmente adepto al régimen del general Francisco Franco. Era tan autoritario y estricto como el régimen para el que trabajaba. Su calvicie intentaba distraerla con un bigote fino, a la moda de la época. Nunca fue especialmente cariñoso conmigo, y rara era la ocasión que no ensalzaba a Fernando, mi hermano, sobre todo si alguien me elogiaba por cualquier circunstancia. Su pérdida fue un golpe muy duro para todos, pero especialmente para mi padre, que tenía puesta tantas expectativas sobre él… A mí, en cambio, siempre me consideró la niñita endeble y poco agraciada, de la que no esperaba demasiado.

El consuelo y el cariño tuve que buscarlos en mi madre, Esperanza Senáchega, aunque su amor y solidaridad solía regalarla, más que a su hija, a los desconocidos que acudían a la parroquia donde mi madre colaboraba desmedidamente. Fue la madre Carmen la que me hizo sentir querida.

La madre Carmen era de la orden del Amor de Dios, al que pertenecía el colegio femenino privado al que asistía. Era una monja de edad avanzada, rechoncha y con las mejillas siempre encendidas, como si estuviese avergonzada constantemente; hablaba y trataba a todas con dulzura, aunque conmigo mantenía una especial relación, quizás porque sabía de las bromas y las burlas que tenía que soportar por parte de mis compañeras, a causa de mi rostro poco agraciado y mi excesiva delgadez.

Todos los domingos, mis padres acudían a misa, no tanto por convicciones religiosas, sino por necesidad social y política; en aquella época de cruzada cristiana, estaba pésimamente visto el no asistir a la iglesia con las mejores galas, no rezar el rosario o comulgar. La no participación en la vivencia católica te hacía caminar por un sendero muy peligroso.

A pesar de ello, eran realmente estrictos en las normas morales por las que nos regíamos. Unas normas que, de alguna forma, gobernarían mis intenciones, impulsos y decisiones futuras.

3

Es muy difícil triunfar y, sobre todo, vivir del mundo de las letras.

Yo lo conseguí. Nunca pude imaginarme que al finalizar la carrera de Filosofía y Letras podría dedicarme a ello. Lo cierto es que siempre me atrajo el escribir. Tal vez era la única forma de evadirme del fracaso de mis relaciones sociales, huir de mis amoríos fallidos o fugarme del asfixiante ambiente familiar, que subyugaba mis esfuerzos por adaptarme al mundo que se abría cada mañana al traspasar las puertas de mi casa.

He sido, o me han hecho, solitaria, retraída, sosa, gris en definitiva. Mientras las chicas y chicos de la Facultad se citaban al finalizar las clases para charlar amigablemente, yo permanecía en la biblioteca, rodeada de mis libros, buceando en sus autores, reconfortándome en sus lecturas. Cualquier intento por acomodarme en aquel estilo de vida rápidamente era abortado por la inoportuna intervención de mis padres o por mi escasa habilidad social, que solía hacerme quedar como una auténtica mema ante los demás, esto me provocaba tal desazón interna que alejaba la posibilidad de futuros intentos de acercamiento a los grupos de jóvenes que me rodeaban.

Aquella situación comenzó lentamente a difuminarse cuando obtuve un discreto premio literario por un libro de relatos que fui escribiendo a lo largo de los años. Lo concebí como la confirmación de que podía lograr algo, que no era estúpida ni vacía, que podía trasmitir y conectarme con el exterior a través de la palabra escrita.

Tres años después logré el que sería el primer premio importante de mi carrera, no sólo ya por el prestigio que suponía su consecución, sino también por su importante recompensa económica; fue con una novela de carácter histórico, “Tiempos de gloria”, ambientada en la sociedad feudal española. Por entonces yo tenía veintisiete años y era tan virgen en el sexo y en la vida como la protagonista de mi novela.

El dinero obtenido y el deseo por escapar del ahogo de mi ambiente me llevó a tomar una importante decisión: marchar a Madrid e independizarme de mis padres, que se negaron, me amenazaron con desheredarme y me hicieron saber que para ellos desde ese instante dejaban de tener hija.

Fue mi bautismo de fuego y resultó vital.

Aquello supuso la entrada de un aire fresco y renovador en mi vida, la descarga del peso que lastraba cada una de mis decisiones.

Me fui a vivir a un pequeño apartamento con tan sólo una habitación, un salón comedor y un aseo; suficiente para colmar mis ansias de libertad y nuevas perspectivas de futuro ilusionante.

No me fue fácil el comienzo, abatida por la ruptura de relaciones con mis padres, martilleada por no honrarles, asustada por la inocencia de mi inmadurez ante la ley de la calle del Madrid de los setenta.

Pero a todo se acostumbra una, el resto lo hizo el paso del tiempo, que arrinconó mis prejuicios y pesadumbres en la piel de mi memoria.


Buceo con melancolía entre los recuerdos, entre las fotografías que adornan las paredes y muebles de mi apartamento, entre los recortes de prensa, amarilleados por el transcurrir del tiempo, que anuncian mis logros literarios.

Una copa de tinto me acompaña, una más. En ella se mezcla el vino y las lágrimas calladas que resbalan silenciosas.

La medicación que debo ingerir cada día nada en el agua del váter.

He decidido no volverla a tomar. Creo que ha sido la responsable de que aumente de peso, de los temblores y la rigidez que siento, del decaimiento físico que me provoca. No volveré a tomarla.

Una copa más. Apenas queda nada en la botella.

Me he acomodado a esta forma de huir.

Huyo.

Huyo de mí, sin tener claro el porqué. O tal vez sí.

4

Mi padre falleció.

Tras su muerte, mi madre entró en un proceso de decaimiento y receso.

Poco después una apoplejía le dejó postrada en una cama, sin habla ni visión. Mi educación y principios morales me impidieron internarla o dejarla al cuidado de alguien.

Alquilé mi apartamento y regresé a la casa de mis padres en Valladolid, dispuesta a cuidar de mi madre hasta el final de sus días.

En cierto modo, deseaba redimir el daño que les causé con mi marcha a Madrid, hacía entonces veintitrés años.

A pesar del éxito que tenían mis novelas seguía tan sola como siempre. Todas las felicitaciones y aduladores se dirigían a la escritora y a su trabajo, jamás a la mujer que la sustentaba.

A pesar de haber aprendido a adaptarme a las situaciones sociales y al contacto con el sexo masculino, me sentía torpe, indecisa y nerviosa ante la presencia de un hombre, sobre todo si éste me atraía.

Los años transcurrían junto a mi madre. Los días se hacían años y los años infinito. Y, entretanto, perdía la ilusión por escribir, ésa que nunca me había abandonando.

En esos cuatro años que llevaba con mi madre sólo logré finalizar un par de novelas, con escaso éxito, por cierto. Fueron, tal vez, las novelas más sombrías y tristes de cuantas escribí; quizás en ellas plasmé el estado de ánimo melancólico que me dominaba. Las presiones de mi editora me obligaron a comenzar otra, pero lo cierto es que no surgía en mí nada creativo, sólo me martilleaba la idea de la muerte.

Una noche comenzó mi verdadera pesadilla, la pesadilla que me ha perseguido hasta hoy en día. Sucedió pocos meses antes de que mi madre falleciera. Me desperté gritando enloquecida y bañada en sudor. No recordaba nada. Cuando logré calmarme comprobé que mis manos estaban manchadas de sangre, igual que las sábanas. En el suelo, cerca de la mesilla de noche, había una copa de vino rota. En un principio pensé que me había cortado con los cristales.

Ojalá aquélla hubiera sido la causa.


Siento decirlo pero fue lo que sentí: la muerte de mi madre conllevó mi liberación.

Tras solventar el desagradable papeleo burocrático que siempre implica una muerte, volví a mi apartamento madrileño, volví a la vida.

Atrás dejé el olor a antiguo, el tic—tac cadencioso y monótono del carillón que marcaba las horas interminables en el enorme salón, las visitas de amistades morbosas regocijándose en la decadencia de la vejez… Dejé atrás la penumbra monacal de las habitaciones, el ambiente denso que se palpaba en cada rincón, entre los muebles de ébano, ese maldito olor que mi piel había aprehendido.

Dejé de beber, al menos de manera compulsiva.

La vista desde mi ático, allá en el Madrid de los Austrias, me reconfortaba; de modo que a las dos semanas de haber regresado volví de nuevo a escribir, lo hice ilusionada, con deseos renovados y así continué durante varias semanas, hasta que una noche tuve… la pesadilla.

Fue la primera vez que al despertar sobresaltada recordé algo: eran imágenes difusas, que apenas lograba distinguirlas con nitidez, semejantes a cuando regresas a la conciencia tras haber perdido el conocimiento. Veía sangre por todos lados, escuchaba risas, insultos y un desagradable olor que inundaba aquel lugar. Y, por encima de todo, desperté presa del terror, un terror que nunca antes había sentido.

Varias noches después volví a tener el mismo sueño. Sabía que a veces nuestros sueños se repetían o tenían un mismo patrón, de modo que no le di mayor importancia y continué con mi apacible vida. Todo se habría reducido a una pesadilla reiterativa de no haber sido porque una noche, tras haber acabado de escribir de madrugada, entré en el baño para cepillarme los dientes antes de acostarme. Estaba agotada, pero feliz por haber tenido unas horas de “inspiración”, que pude aprovechar. El aseo estaba en penumbra, se iluminaba con la luz procedente del pasillo. Me incliné sobre el lavabo para escupir el agua que servía para enjuagarme la boca; al incorporarme me miré instintivamente en el espejo, que reflejó el rostro difuso de una mujer, que no era yo…

—…Sentí un vuelco en el corazón y un miedo atroz.

—Tal vez fuese tu propio reflejo, pero al estar el baño casi a oscuras… Además, me acabas de decir que estabas agotada. ¿Cuántos días llevabas maldurmiendo?

—Varios —contesté con cierta desgana.

—Como si lo viera. Te conozco Gloria y sé que como te enganches al trabajo no te para nadie.

Semanas después de aquel incidente llamé a Marina Magal, mi editora; en realidad, Marina trabajaba en una editorial como redactora, fue la primera que años atrás apostó por mí. Después de casi veinte años de relación laboral se había convertido en mi mejor y, quizás, única amiga, a pesar de que yo le sacaba trece años de diferencia. Marina continuó hablando:

—Eso se cura con un par de días de descanso.

Vete al teatro, al cine… O mejor aún, este sábado nos vamos a cenar las dos, luego iremos a un bar de copas que han abierto recientemente. Quién sabe…, a lo mejor encontramos a ese hombre que llevamos buscando tantos años —se rió mostrando una pícara mirada.

—No ha sido sólo una vez —le interrumpí con tono decaído.

—Qué no ha sido una sola vez —dijo aún sonriendo.

—La imagen de esa mujer me persigue… He vuelto a verla reflejada en todos los espejos de la casa, en diferentes días y a distintas horas —nerviosa me restregaba las manos una contra la otra—. He quitado todos los espejos del apartamento —agaché la cabeza algo abochornada de mi comportamiento. Marina, que estaba levantada, se acercó hasta mí y comenzó a acariciarme el pelo—. Sus labios entreabiertos parecen querer hablar… Y sus ojos…, esos ojos silencian tanta amargura, tanto temor, tanta desesperanza… ¡Dios mío, parecen mis ojos! —unas lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas —Marina no dijo nada, se limitó a secármelas con sus manos.

Cuando me tranquilicé me preguntó:

—Gloria, ¿te tomas la medicación?

La verdad, no me esperaba aquella pregunta.

—Sí —le mentí, pero lo cierto es que llevaba tres meses sin tomarla. El alcohol y el pesimismo por la situación en la que me encontraba viviendo con mi madre me hicieron tirarlas. Hacía dos años que me medicaba a raíz de unos cuadros agudos de ansiedad que sufrí repentinamente. Para superarlo, Marina me presentó a un psiquiatra amigo suyo y me acompañó a su consulta—. Pero… he estado bebiendo algo —tuve que reconocerle; me sabía mal mentir en su totalidad a quien era mi único apoyo.

—Gloria —lo dijo en tono de reproche—, sabes que no puedes mezclar esos fármacos con alcohol —suspiró; su cara expresó cierto descontento—. Ahí tienes la explicación de tu… problema con los espejos —se levantó con la impetuosidad que le caracterizaba y cambió radicalmente de tema—. Bueno, y qué tal llevas el trabajo —se fue a la cocina.

Yo también me levanté y salí a la amplia terraza de mi ático, cuajada de plantas y pequeños arbustos, que cuidaba con mimo; una brisa fresca me despertó del letargo en el que estaba sumida. Marina llegó con una copa de tinto, que yo miré con apetencia.

—Lo siento, debo requisártelo —me sonrió mientras bebía un sorbo; yo le devolví la sonrisa.

Marina era cuanto me quedaba, lo único tal vez sincero que había tenido en mi adultez. A veces me preguntaba cómo una mujer de su estilo podía ser amiga mía. Era todo lo contrario a mí: ambiciosa, con carácter, segura de sí misma, simpática, extrovertida y con una personalidad arrolladora.

—Qué tal el trabajo —volvió a retomar el asunto—. No quisiera tener que volver a enfrentarme con el gilipollas de Raúl Gaínza —mi estancia en Valladolid para cuidar de mi madre fue la peor época de mi vida como escritora; entregué dos novelas con un considerable retraso respecto a lo que tenía pactado con la editorial; Marina, en varias ocasiones tuvo que defenderme frente a los ataques de Raúl Gaínza, uno de los consejeros de Redacción.

Marina cambiaba con frecuencia de look. Por aquellas fechas llevaba el cabello corto y teñido de negro, que hacía juego con el color de sus ojos, expresivos y almendrados. Un pequeño lunar natural, semejante al que se pintaba Marilyn Monroe, le daba un toque muy sensual a sus labios carnosos y perfectamente perfilados. Su elegancia y estilo al vestir terminaba por atraer a los hombres tanto como yo hubiera deseado para mí.

—Debo confesarte algo —me miró temiéndose algo—. Al regresar a Madrid retomé con ánimo la nueva novela, he adelantado bastante, pero llevo un mes, coincidiendo con… lo de los espejos, que he vuelto a bloquearme. No soy capaz de hilvanar tres frases seguidas y las ideas se me escapan, como si tuviera un agujero en el cerebro por donde se perdieran.

—¡No me jodas, Gloria! —comentó con cierto enfado; bebió de un trago lo que tenía en la copa y fue a servirse más—. Te lo digo en serio —la escuché decir desde la cocina—, esta vez no tendré argumentos para defenderte —regresó de nuevo a la terraza—. Quizás podría retrasar algo la entrega con cualquier excusa, pero no más de un mes —bebió de su copa con avidez—. Ya sabes que en la editorial no están nada contentos con tus dos últimos trabajos. Las críticas literarias fueron penosas y tus ventas han ido decreciendo —volvió a beber—. Esta vez quieren algo bueno, algo con lo que ganar el dinero que han perdido contigo.

—Tranquilízate, aún hay tiempo. Me dijiste que hasta diciembre no tenía que entregarla.

—Como muy tarde. En cuanto la entregues la corregirán y la presentarás a un certamen literario —la miré sorprendida—. Creía habértelo dicho. Quieren que te presentes a algún certamen importante y que lo ganes. Es la mejor manera de lanzar la novela al mercado sin necesidad de invertir demasiado en su promoción.

—Tengo que presentarme a concurso quiera o no y, además… ganar —comenté con sarcasmo.

—No te preocupes, se tocarán algunos hilos para recordar a quien corresponda que te presentas, etcétera, etcétera —bebió un sorbo de su copa—. Escribe algo bueno, Gloria. ¡Tienes que ganar ese certamen como sea! —volvió a beber—. Si no lo haces… creo que éste será el último trabajo que te publiquen —se acabó la copa.

—¡Fantástico! —exclamé herida—. Pues sabes lo que te digo, que por mi parte también es la última novela que me editan esos imbéciles. Me marcharé a otra editorial.

—Ten cuidado, Gloria. Tus dos últimas novelas no han sido del agrado de nadie. Ya sabes cómo funciona este mundillo, y hay algunos gilipollas empeñados en demostrar que estás acabada —intentó beber pero su copa estaba muerta, como yo. Se marchó al salón.

Marina, a pesar de su éxito entre los hombres, no era mujer de pareja estable. Tan sólo una vez tuvo una relación que duró poco más de un año; en su balanza particular la libertad primaba por encima de cualquier otra cosa. Yo, en cambio, siempre soñé con tener una persona con la que compartir el resto de mi vida. Era otro de los numerosos puntos en el que nos diferenciábamos.

Volvió con un cigarro encendido.

—Si ganas el certamen la novela se presentará al público a principios de abril del año que viene, algunas semanas antes del Día del Libro.

—¿Y si no gano?

—Estoy convencida de que ganarás.

—¿Y si no gano? —insistí.

Dio una calada antes de responder.

—Harán una tirada ridícula y apenas invertirán en su promoción.

Durante un rato callamos.

A pesar de las notables diferencias entre Marina y yo, allí estábamos las dos, juntas en aquella fresca noche abrileña, bajo el estrellado cielo de Madrid; silenciosas, mirando las luces de las calles y de los edificios, escuchando el murmullo de la ciudad, compartiendo una amistad difícil de comprender.

—Creo que estoy acabada —dije rompiendo el silencio.

—¡Qué coño estás diciendo! ¡No digas más gilipolleces! Te gusta compadecerte y que te compadezcan, eso es todo.

—No Marina, no —suspiré—. Llevo bastante tiempo mal, muy mal. Nadie lo sabe, claro…, pero siento como si todo mi mundo, mis cimientos, comenzaran a resquebrajarse. Nunca antes había sentido algo similar.

—Venga, Gloria. Eso son los efectos de la menopausia, que aún te duran —comentó con sorna.

—Ojalá fuera eso —un silencio volvió a inundarrnos—. Los últimos meses antes de morir mi madre, iba los domingos a misa sólo por el qué dirán de los que nos conocían; comulgaba por costumbre; rezaba sin devoción… Todo lo hacía como una autómata, casi sin conciencia, porque sí, porque durante toda mi vida había estado haciendo lo mismo y la rutina se había apoderado de mis actos, incluso de los espirituales —volví a callar; Marina tampoco dijo nada, esperó a que continuase—. Creo que atravieso por una crisis de identidad. Me planteo el sentido de mis convicciones morales.

—¿Te había dicho alguna vez que esas convicciones están hoy en día desfasadas?

—Siempre que nos vemos.

Las dos reímos. Luego continué:

—No es sólo lo moral —hice una breve pausa—. A nivel personal me sucede algo similar. Me siento vacía, fracasada, sin rumbo…

Marina me interrumpió.

—¡Fracasada dices! Ojalá todas hubiésemos fracasado como tú.

—No me refiero al nivel laboral. Me refiero como persona. Mírame, soy un auténtico desastre. Estoy a punto de cumplir cincuenta y cinco y sigo siendo tan sosa y pazguata como cuando era una adolescente. Mi torpeza en las relaciones con los demás es digna de estudio —volví a callar—. Y como mujer… Aún me ruborizo y me aturullo si un hombre que me atrae se dirige a mí.

—Eso le pasa a cualquiera. Yo también me pongo nerviosa cuando me gusta un tío.

Mentía por solidarizarse conmigo, pero no le dije nada.

—Nunca me ha besado un hombre. Soy virgen en el concepto literal de la palabra —lo dije avergonzada y con cierto desprecio hacia mí misma; era a la primera persona que le confesaba aquello.

—No todo en la vida es sexo.

—Qué fácil es decirlo, tú que lo tienes cuando quieres —no pudo seguir animándome.

—Gloria, diariamente trato con multitud de personas y puedo asegurarte que he conocido a pocas como tú. Eres…, eres especial, tienes una sensibilidad, un… —ahora fui yo quien la interrumpió.

—¿Sabes qué se siente al pasear y ver a las parejas abrazadas, cogidas de la mano, besándose, mirándose con ternura o viendo cómo se susurran al oído?… No, no lo sabes. Es difícil saberlo si no se ha vivido —dejé de mirar a Marina y volví la vista hacia el infinito de Madrid—. Cuando veo esas escenas la envidia me corroe por dentro. Siento odio hacia ellos, hacia el amor que se demuestran, que parecen restregarme en la cara, y deseo con todas mis fuerzas que esa relación se rompa y que nunca jamás vuelvan a conocer el amor, como me ha sucedido a mí. Luego, cuando sigo paseando, cuando dejo de verles, me invade un sentimiento de asco por mi actitud, por haber pensado tal monstruosidad —el silencio entre nosotras duró lo que Marina tardó en encender otro cigarrillo—. Y ahora, Marina, ¿sigues pensando que soy tan sensible, tan especial? —Marina calló y se limitó a aspirar el tabaco—. No tengo fuerzas para continuar. Desde niña he escrito para evadirme del mundo hostil que me rodeaba, para crear personajes que hicieran lo que yo era incapaz de hacer en mi vida… Las protagonistas de mis novelas son femeninas, valientes, arrogantes si es necesario, son seducidas por galanes, ¡son deseadas…! Para mí escribir supone escaparme a bibliotecas, librerías, iglesias, conventos, ayuntamientos, huir de mi tiempo actual para investigar en la época donde quiero situar la trama. Para mí escribir es situarme en un plano superior a los demás. Es tener la posibilidad de crear personas, con un pasado, con un presente… Escribir supone mover los hilos de las vidas de cuantos aparecen en una historia inventada por ti. Tú decides sobre ellos; decides cuándo aparecen, en qué trabajan, el color de su pelo, su personalidad, el destino de sus vidas o cuándo deben morir. Porque al escribir me siento con un poder sólo inigualable al que pueda tener el Creador. ¡Al escribir es como si me convirtiera en Dios!

El silencio nos envolvió de nuevo. Marina lo rompió tras tirar su cigarrillo.

—Sólo quiero que sepas que, en muchos sentidos, si no has conocido el amor  sólo tú eres culpable. ¡Mírate! vistes como lo hacía mi abuela. Siempre estás pálida y demacrada… Toma rayos UVA, maquíllate, date otro corte de pelo… ¿Has vuelto a ir a la peluquería desde que te llevé a la mía?

—Sólo una vez —Marina negó lentamente con la cabeza.

—¿Dónde está la ropa que te he regalado? —callé—. Para atraer a los hombres hay que conquistarle primero por la vista. No sabes sacarte partido… Me hablas del poder que sientes al escribir. Deberías encauzar un poquito de ese poder que empleas en tus novelas para usarlo en tus relaciones con los demás, tal vez escribirías peor, pero al menos te sentirías feliz contigo misma.

—Estoy perdiendo ese poder. Últimamente me cuesta trabajo escribir. Cada vez son menos los momentos de inspiración. Noto que se me agotan las ideas, la fuerza que me impulsaba a escribir; y la necesidad de crear, de expresar, me está desapareciendo.

—Son rachas… Recuerdo que hace años, al empezar a editar con nosotros pasaste también una pequeña crisis… ¿Recuerdas la primera vez que quedamos para almorzar mientras hablábamos de la novela en la que estabas trabajando?

—Claro. Fue en el restaurante Moa. Las dos estábamos muy serias.

Hasta que el maitre resbaló”, dijimos a la vez, y nos reímos.

—Te veías incapaz de continuar la novela, “Ave César”, que escribías, situada en la Roma clásica. Me dejaste leer lo que llevabas escrito.

—Hice toda una excepción, porque nunca dejo a nadie una novela hasta que no está totalmente finalizada.

—Lo sé —dijo Marina—. Pero después de mantener contigo varias charlas y encuentros te animaste. Me costó, no creas…; te haces de rogar, pero logré que siguieras con ella. ¡Fue todo un éxito en ventas! —yo sonreí afirmando con la cabeza al recordar aquellos momentos dulces.

—Desde entonces nunca has dejado de ayudarme.

Marina echó su brazo sobre mi hombro y apoyamos nuestras cabezas sin dejar de mirar hacia la ciudad.

—Y nunca dejaré de hacerlo, Gloria. Nunca —una vez más participamos de un silencio cómplice, hasta que la impetuosidad de Marina estalló de nuevo, dejando de apoyar su cabeza contra la mía—.

¡Ya sé qué vamos a hacer! Este viernes por la noche nos marcharemos a mi casa de la costa. Vamos a alquilar una casa para ti. Y allí vivirás hasta que finalices este trabajo —la miré sorprendida.

—Pero…

—Necesitas cambiar radicalmente de aire. Las prisas, los ruidos, el estrés de la ciudad no te dejan concentrar. Tienes que largarte de aquí, y cuanto antes lo hagas mejor. Hazme caso, parece una chorrada —encendió impulsivamente otro cigarrillo, fumaba a todas horas—, pero te ayudará. Vende esto, alquílalo, lo que sea…

—¡Cómo voy a…!

—¡Lo que sea! —me interrumpió ella ahora— Pero tienes que marcharte a otro lugar. La playa, eso es. El cielo luminoso del sur, sus gentes, el mar… ¡Eso, eso te ayudará a renovar las ideas! Acabarás esa novela y volverás a ser número uno en ventas —me miró tras finalizar su exposición—. ¿Qué te parece? Pensarás que estoy loca, pero…

—¡Estás loca!

Nuestras risas se fundieron en una sola.

Ella siguió hablando y hablando sin dejar de mirar a los edificios bellamente iluminados que se alzaban frente a mi ático, gesticulando ostensiblemente con los brazos, haciendo cábalas y planificando un futuro, mi futuro, como si fuera el suyo. En cierto sentido, yo veía por sus ojos, porque Marina para mí era ese lazo de unión íntima con otra persona que todos necesitamos, en la que confías y te apoyas cuando comienzas a derrumbarte; sentía por ella un amor fraternal, un amor sincero y puro. Por eso, al proponerme aquella precipitada decisión no supe cómo reaccionar, simplemente me dejé arrastrar por su naturaleza positiva y arrolladora, por su osado ímpetu aventurero, porque siempre necesité de alguien que tirase, que se arriesgara por mí.

En aquella noche de abril, abrumada por la personalidad de Marina, acepté su propuesta.

En aquel momento no lo supe, pero con ese cambio el destino me haría encontrar lo mejor y lo peor que un ser humano pueda sentir y vivir.

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