Aquella mañana de mediados de noviembre Manuel se levanta a las siete de la mañana, como todos los días. Generalmente no necesita escuchar el despertador porque su inquieta mente hace que se desvele en mitad de la noche y nunca consigue alcanzar el estado de sueño profundo.

Hace frío, el invierno se ha presentado sin avisar y de la noche a la mañana las calles de Madrid se han cubierto de una fina escarcha que presagia que el invierno será duro.

Acicalado, con unos pantalones azules de pana, un jersey blanco de lana con codilleras marrones y unas deportivas verdes, va hecho un pincel. Tiene estilo y cualquier cosa le queda bien, en especial los gorritos y las bufandas de colores chillones. Le gusta arreglarse y disfruta cuando los demás le dicen Manolo, pero qué guapo estás.

Como de costumbre, cogerá el metro en Nuevos Ministerios y se dirigirá al centro de la ciudad, donde se encuentra su empresa, una firma sueca de consultoría económica.

La empresa está pasando por apuros económicos y hace apenas dos meses un severo expediente de regulación de empleo ha puesto en la calle a más de cien trabajadores. A Manuel le han asegurado que su puesto de trabajo no correrá peligro y él se lo ha creído. Tiene un cargo de gran responsabilidad y parte del engranaje de la compañía en España depende de él.

Desde hace tres años, todas las mañanas se cruza en la boca del metro con una señora que pide. Es menuda, viste con harapos y una gran bufanda sucia y desgastada alrededor del cuello. De todos modos, sus ojos transmiten felicidad y candor y siempre le dedica una sonrisa. Ese día, no obstante, le mira con cara triste, algo que sorprende a Manuel, acostumbrado a la mirada amable de la que él, en su interior, ha bautizado como la Dama de Blanco.

Enfrente de él, en el número 28 de la calle Severo Ochoa se levanta el edificio de su consultoría, un rascacielos acristalado de veinte plantas. Será un día más de prisas, café barato de máquina, su compañera impertinente comiéndole la cabeza con historias sin sustancia y su jefe sueco llamándole desde Estocolmo en un español que apenas entiende pero que se empeña en hablar por hacerse el interesante. La imagen de la Dama de Blanco, no obstante, no se le quita de la cabeza.

La ciudad se le antojaba distante; demasiados coches, demasiada gente, mucho ruido, el Sol de las diez de la mañana que le deslumbra y provoca que le lloren los ojos, el estómago vacío y la mente difusa.

Como suele hacer cuando quiere relajarse o matar el tiempo, empieza a hablar en mitad de la calle consigo mismo en voz alta, en diferentes idiomas para no aburrirse y cambiando a veces el tono de voz, una especie de versión amable de la niña de El Exorcista, y eso que arameo no habla –de momento-.

Lógicamente, la gente le mira pensando que es un loco más que han soltado del manicomio. En tiempos de crisis ya se sabe. Opta entonces por una de sus ideas recurrentes, poner el móvil en silencio, colocárselo en la oreja como si estuviese hablando con alguien y seguir sus conversaciones con sus yoes. Al menos, de ese modo, si la gente le mira será porque es escandalosamente bello y no porque está para encerrar (a pesar de la mala vida, conserva una mirada totalmente perturbadora y enigmática, unos ojos verde oscuro rodeados de unas pestañas rizadísimas y una sonrisa encantadora).

Cabizbajo, tiene los ojos perdidos en el horizonte; está enfrente del lago del parque del Retiro pero no ve nada. Sentado en un banco, con las manos en los bolsillos, no entiende lo que ha pasado.

En menos de cinco minutos le han obligado a abandonar su empresa de toda la vida, mandado a un guarda de seguridad para que no tenga la tentación de meter en un disco duro o un pincho información privilegiada y acompañado a la puerta tras la frase de la secretaria Manuel, dentro de una semana recibirás el finiquito. Ni siquiera se ha reunido con su superior ni le ha llamado de Estocolmo el director de la empresa, quien en el pasado siempre le ha asegurado ser imprescindible.

Su cabeza comienza a divagar. Hace muchos años que no acepta estar bien consigo mismo; si un día se levanta de buen humor, busca inmediatamente una excusa para boicotear esa felicidad, no se permite ni un segundo de paz interior y ha institucionalizado la tristeza y la preocupación constante como su estado natural. De hecho, suele enfadarse cuando alguien le dice que es alegre, divertido e ingenioso y que tiene la capacidad de encender los corazones ajenos con amor y cariño.

Cualquier persona pagaría por tener ese don, el don de la alegría, del sentido del humor, de la empatía. Él lo tiene, pero lucha por aniquilarlo y reemplazarlo por el dudosísimo don de la introspección y el desasosiego, considerando que los demás le tendrán una mayor estima viéndole siempre destrozado por preocupaciones trascendentales. En este sentido, el pasado siempre se le ha antojado un lugar al que volver. Curioso pensamiento. Tiene la sensación de que no ha estructurado bien su mente en la adolescencia.

Recuerda los recreos en el colegio -solo, escondido en la capilla del sótano de la escuela mirando el reloj para que pasaran los 30 minutos de descanso.- Recuerda las primeras noches de discoteca, apartado en un lugar de la sala, con la música destrozándole el tímpano y observando a las chicas que le gustan pero que jamás se acercarán a él, en especial porque los cabecillas de la clase ya las han adoctrinado sobre su persona. Hablar con Manuel está prohibido, dicen. Recuerda las tardes charlando con su profesor de física, Jorge, a quien asegura no entender los juegos de sus compañeros de clase y a quien pide información inusual para un adolescente. Eso le hace optar por la introspección, aunque quien realmente le conoce sabe que es un payaso, un niño índigo, como le han definido en alguna ocasión. Admite que su sentido del humor, valleinclanesco y negro, no es apto para todo el mundo. Any problem?

Tras un rato indeterminado en el banco, se pone a pasear. A su edad, sin ahorros, en un país en el que el paro supera el 20%, es consciente de que el futuro no será fácil. En una esquina del lago, a escasos metros del Palacio de Cristal, una mujer echa las cartas. Se parece muchísimo a la Dama de Blanco.

Está sentada en una silla cubierta con telas de inspiración árabe. Lleva unos guantes grises por los que sobresalen sus dedos, una falda azul chillón y un jersey de lana gruesa con girones deshilachados. A pesar del frío, no lleva medias ni calcetines, solamente unas zapatillas de andar por casa. El conjunto es desastroso, pero mantiene una mirada tranquila, feliz. Hace una señal con la mano a Manuel para que se acerque. Manuel, a regañadientes, se dirige hacia ella.

 

       “Vuela alto, no dejes que te contaminen. Tienes un don, mi querido Manuel, sabes que eres especial”, dice la señora arremangándose la falda azul a la altura de las rodillas.

       – “¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quién es usted?”, pregunta Manuel justo cuando el gato de la anciana, un ejemplar callejero con los ojos saltones, maúlla fuertemente.

       “Preguntas demasiado”, subraya la anciana. “Eso es bueno, tienes una mente inquieta y ágil como pocas, pero también es tu perdición. Busca en ti, Manuel, porque dentro de ti está la felicidad y la de todos aquellos que te rodean”.

 

De repente, sopla una ráfaga de viento, le flojean las piernas y siente una enorme presión en la cabeza que desaparece a los pocos segundos. Al abrir los ojos, cerrados por esa migraña repentina, ve que la Dama de Blanco ha desaparecido.

La noche ha caído casi sin darse cuenta. No ha comido nada en todo el día, desde que salió de la oficina anda como perdido. Está tirado en el sofá mirando al techo y no puede quitarse de la cabeza la imagen de la pitonisa. De repente, el techo blanco que lleva minutos observando se tiñe de la imagen de la Dama de Blanco.

 

Volverás, volverás y sabrás quién eres, volverás y te reencontrarás con quién fuiste, cuando aún era posible cambiar, cuando aún tenias dentro de ti la fuerza que te caracterizaba, cuando quienes te rodeaban confiaban en ti por lo que eres y no por lo que tienes, cuando el cariño era el leitmotiv de tu vida.

 

Cierra los ojos y empieza a reírse de sí mismo. Se me va la cabeza, un día de estos realmente voy a quedar tarumba con tantas gilipolleces, piensa. Y en ese momento le viene a la cabeza la imagen de Mónica, su amor de la adolescencia. Hace semanas que no se masturba y le cuesta recordar la última vez que se ha acostado con una mujer.

Atrás quedan esos tiempos de juventud en los que un Manolito de 15 años, el Manolito de ricitos de oro y piel de melocotón, ahora ajada por la mala vida y las preocupaciones, se escondía con Mónica en casa de su abuela.

Vamos a jugar al 1,2,3 decían a la abuela que, ingenua, no sabía que una Mónica emulando a Mayra ponía las tetas encima de un Manolo que imitaba a Bigote Arrocet, pero desnudo y sudoroso, con su miembro erecto dispuesto a descubrir las entrañas de su amiga, que se dejaba hacer. Sexo de portal, sexo de tarde de verano, sexo de miradas cruzadas, de risitas tontas, de cosquilleos de alcoba, que olía a mandarina y sabía a canela.

Descubrir el sexo con Mónica fue uno de los momentos más reveladores de su pubertad. De domingo a viernes soñaba con que llegase la tarde del sábado para volver a casa de la abuela de Mónica y encerrarse en ese cuarto, cercano al desván, para explorar el cuerpo de su amiga.

No tenía pechos, sino dos cazuelitas, como dos pequeños perolos sonrosados, una especie de queso de tetilla gallego siempre erizado. ¿Qué habría sido de Mónica? Le gustaría tanto saber de ella, simplemente verla, aunque fuese desde fuera, ella sentada en una cafetería y él, como Clint Eastwood en Los puentes de Madison, en el interior de un coche una tarde lluviosa. ¡Qué cursi que era en el fondo!, pensó Manuel.

Volviendo al pasado 22h

 

Adormecido por la tensión de la jornada, le pica el pecho, se mete la mano por debajo de la camisa para rascarse y algo le sorprende. Su torso está extremadamente suave, como el de un niño, cuando él se caracteriza por un pecho peludo y consistente. Sin abrir los ojos, baja la mano hacia abajo, camino del calzoncillo. La mete por debajo. Pero, ¿qué coño?…..

 

       “Manuel, ven a la cocina que ya está la comida en la mesa, que sea la última vez que te lo tengo que decir que me tienes harta”.

       “Hijo, haz caso a tu madre que ya sabes cómo es”.

Temeroso, abre los ojos. Delante de él, un Telefunken grande como un armario: “Mañana se esperan cielos parcialmente nubosos en toda España y temperaturas en ligero descenso”, dice Mariano Medina. Encima del televisor, fotos de su primera comunión y de la boda de sus padres. A la derecha, una mesa para comer con cuatro sillas alrededor y un tapete de encaje blanco de esos que hacen las abuelas. A la izquierda, un pequeño pasillo lleva a la cocina, desde la que sus padres hablan en voz alta y por enésima vez le chillan para que vaya a cenar.

Pero, ¿qué coño?

 

Primer encuentro con sus padres 22.30h

Aún faltan cinco años para que abandonen esa casa del barrio de Lavapiés para trasladarse a un dúplex en el extrarradio de la ciudad. Con el paso del tiempo, ha olvidado la mayor parte de los detalles de ese inmueble, situado justo enfrente del Centro Dramático Nacional, con la ventana del comedor dando justo a la Plaza de Lavapiés, siempre en ebullición y con el trasiego constante de visitantes y lugareños.

Es una parte de Madrid que en la pubertad le fascinaba; como un pequeño Camden Town, lleno de inmigrantes, con una combinación de olores, fragancias exóticas, voces en varios idiomas y un ambiente de permisividad y respeto por la diversidad fascinante.

Al levantarse del sofá, sus manos le tiemblan, se observa como si estuviera viendo un espectro. Se encamina hacia el pasillo, estrecho y alargado, con cuadros pintados por su tía Kety a la izquierda (siempre había odiado esos lienzos y pensaba que su tía mejor estaría fregando suelos que metida a aprendiz de Picasso) y máscaras reunidas en los viajes por el mundo de sus padres a la derecha.

Las paredes, blancas, son de gotelé, ya desgastado por el paso de los años. ¡Qué demodé se había quedado el gotelé, Dios mío! Unos tres metros después del salón se encuentra la cocina, desde donde sale un olor maravilloso de uno de los guisos de su madre. A hurtadillas, llega al umbral de la puerta de la cocina sin que le vean sus padres. Su madre está de espaldas echando unas zanahorias a una cazuela que tiene puesta al fuego y se dispone a hacer la masa de unas albóndigas.

¡Qué guapa es!, piensa Manuel. Lleva un vestido de rayas por encima de la rodilla, estilo ye-ye, y un delantal con corazoncitos. Su melena, rizada y larga, muy de bailaora de flamenco, le cae sobre los hombros. Su padre está sentado en la mesa, con cara de malas pulgas porque tiene hambre y están esperando a Manuel.

 

       “Hola”, dice Manuel.

       “Anda, pesado, siéntate que tu padre está ya que no puede más”.

       “¡Qué guapa estás!”.

       “Te encanta hacer siempre lo mismo”, comenta su madre riéndose. “¡Hipócrita y fariseo!”, añade. Es una de sus muletillas preferidas. “¡Cómo te gusta cambiar de conversación cuando ves que no tienes razón! Venga Manolo, haz el favor y vamos a cenar”.

       “¿Qué tal el trabajo, papá?”, pregunta a su padre cogiéndole la mano y acariciándole, algo que sorprende a Daniel, quien no está muy acostumbrado a las muestras de cariño por parte de su  hijo.

       “Bien, hijo, ya sabes, como siempre. ¿Estás bien?”.

       “Sí, creo que sí”, asegura Manuel, que observa cómo su madre sirve la cena y, resuelta, se quita el delantal, se atusa el cabello y se sienta con ellos.

La quiere tanto, Dios mío, pero tanto. No puede dejar de observarla, de analizar sus manos sirviendo las albóndigas, las muecas de complicidad que comparte con su padre, sus ojos chispeantes que le dicen “te amo” en cualquier cosa que hace. Hasta su tono de voz –siempre había dicho que su madre chillaba en vez de hablar- en ese momento le parece embriagador.

Ha sacrificado toda su vida por él y su hermano Bruno y Manuel siempre ha sentido que no le ha dicho te quiero el número de veces que se lo merece, que no la ha abrazado lo suficiente, que no se ha emocionado con ella. Con 45 años, al menos la edad con la que se ha levantado esa mañana, el tiempo se desliza por las manos a una velocidad de vértigo. Tantos proyectos que quedarán en el tintero porque un día ella no estará, porque un día él querrá llamarla para contarle sus paranoias y escuchar un Manolo, cariño, flusflus a esa obsesión y no podrá hacerlo. Porque los años, inevitablemente, pasan. Porque la vida no es eterna.

Y su padre, Daniel, erudito, con dos carreras, idiomas, viajado, cultivado, pero siempre necesitado de amor, un cariño que Manuel, en su introspección, no ha sabido darle. Tantas noches le observaba viendo las noticias en el sofá y se sentía tentado de acercarse por detrás y darle un abrazo de esos de oso amoroso, de esos abrazos que saben a mazapán, dulces y golosos. Pero nunca lo había hecho.

 

Despertar en casa 08 h

No duerme nada en toda la noche. Le pica todo el cuerpo; la cama, de 80 y con sábanas ásperas, le resulta incomodísima acostumbrado al colchón de matrimonio y viscolástica de última generación al que está acostumbrado. Los ronquidos de su padre en la habitación de al lado, más parecidos al traqueteo de una locomotora en mitad del Oeste que otra cosa, tampoco han ayudado mucho a que concilie el sueño. Se despierta cada cinco segundos, moviéndose de un lado a otro de la cama y tocándose sin parar. Sus piernas, sus manos, sus pies, su cara imberbe, su pelo rizado y abundante, a lo Shirley Temple. Es una especie de espejismo.

 

 

                           En el colegio, shock primer día de clase 09 h

Todo pasa por la mente de Manuel, observando lo que ve atónito…

 

Volver a clase cuando se ha superado la barrera de los 45 años no deja de ser una experiencia pintoresca. Por un lado, me siento como Carmen Morales en alguna escena de Al salir de clase.

Menopaúsica perdida, Carmen seguía viviendo con sus padres, el 90% de sus frases empezaban con un Hala, tía, vestía con minifaldas imposibles que desvelaban piernas columna, gordas y con retención de líquidos, y su carpeta estaba forrada con fotos de George Michael con los vaqueros ceñidos y de Michael J.Fox.

Por otro, me siento como importante, es un sentimiento extraño, pero miro hacia atrás, veo todo lo que he hecho y ahora me visualizo en medio de clase y me digo Qué diablos, nunca se termina de aprender. Y, por último, me siento muy mayor, el abuelo del aula. ¿Dónde está el tacataca? Help!

Ahí están todos.

Tengo la sensación de que me encuentro en medio de una piscina, rodeado de mucha gente. Estoy como levitando, elevado por un remolino desde el que veo a mis compañeros, como si estuviera en un púlpito observando a los feligreses.

A la derecha, Adela, amargada y con cara de mal follada. Tiene expresión de señorita Rotenmeyer, con gafas de pasta azul, pelo corto con flequillo que intenta ser moderno que le cae por el lado izquierdo de la cara y mejillas afiladas. No es guapa, parece maestra de pueblo. Con 15 años qué bien estamos todos. ¡Pensar que Adela acabó de puta en el parque del Oeste a mediados de los noventa mendigando sexo con la Veneno!

A su izquierda, Gustavo, el premio Nobel de la clase. Parece anoréxico, aunque quizá mi escasa empatía no lo reconoce y acaba de llegar de las misiones. Enjuto y chupado hasta decir basta, tiene cara de marisabidillo, pero de los aburridos, de los coñazo, de los que levanta la mano en clase 20 veces para hacer preguntas con respuesta evidente pero envueltas en una literatura barata que parece que la está haciendo Lázaro Carreter. Creo que ahora, en 2013, está vendiendo biblias (y consoladores) de puerta a puerta.

Enfrente, Vanesa. ¿Por qué todas las Vanesas son gordas y feas? Recuerdo que cuando iba a clase de verdad, antes de esto que me está sucediendo ahora, soñaba con echar cicuta en su café o ponerle una bomba en el asiento. Han pasado 30 años y sigue enervándome con esa voz de pito y cara de viruela a lo Jordi González. ¿No venden bozales para gafapastas de periferia? Viste como si viviese en el Londres de los setenta, que me parece fabuloso, pero debería tener un poco más de decoro pesando 90 kilos. Es de Parla y seguramente fan de la música bacalao, padres seguidores de la Nieves Herrero en su época de las niñas de Alcácer y se nota que está empachada de paella barata del SEPU con demasiadas grasas saturadas.

Al lado de Vanesa, Pedro, musculoca rasurada de gimnasio de extrarradio cuyo pene depilado seguramente se parecerá a las codornices que venden en algunas carnicerías, todas puestas en fila sin ningún pelo. Se me hace extraño pensar que en los ochenta ya existía ese tipo de espécimen, no sé, pensaba que la gente era más natural, pero está claro que han pasado 30 años y he olvidado algunas cosas. La mente es tan sabia. Puede que Pedro sea un adelantado a su tiempo, quién sabe, el típico que dice gym en vez de gimnasio, ciao en vez de adiós (cuando su nivel de inglés e italiano equivale al mío de hebreo), que habla de vida sana porque va al gimnasio 45 horas diarias pero después se pone hasta el culo de speed y gintonics y que jamás ha entrado en una librería. Bless him! Admito que esos bíceps a punto de estallar son un claro ejemplo del buen momento de la industria del clembuterol en España. ¿Eso es lo de las vacas, no? Me da igual.

Por último, en el estrado, la profesora. ¡Pero qué buena está! Hoy en día, en 2013, seguro que prohibirían que una maestra con esas piernas y esas tetas diera clase. Es lo que echo de menos de los ochenta. En muchos aspectos la sociedad española era primitiva y arcaica, pero en otros nos dejábamos llevar mucho más que en la actualidad.

La profesora se llama Esther y tiene cara de viciosa, una especie de Agatha Lys o Susana Estrada en esas películas del destape, Lo verde empieza en los Pirineos o Alfredo Landa enloqueciendo con las suecas en Benidorm. Tengo entendido (me viene su imagen de hace algunos meses, cuando la vi por la calle con su marido) que dejo el colegio a principios del siglo XXI y que desde entonces se dedica a sus nietos…

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