El aire olía a sangre y a cenizas. El sol de mediodía calentaba con fuerza la coraza de su armadura y podía notar el sudor empapando el acolchado que lo protegía. El campo de batalla estaba preparado. «Esos salvajes no volverán a cruzar las fronteras de nuestro reino y la paz reinará por siempre jamás», esas habían sido las palabras de su padre y como príncipe del imperio era su deber hacer que se cumplieran.

Las legiones de soldados y levas ciudadanas se extendían a su alrededor. Dispuestas a lo largo de un campamento compuesto de cientos de tiendas y pabellones de blanco marfil y encordados color cobre, los colores de su patria. El hedor a excrementos de caballo se  mezclaba con el olor a sudor y a sangre. Habían tenido ya varias escaramuzas con los salvajes en los lindes de los bosques antes de llegar allí y muchos de sus hombres mostraban heridas con vendajes manchados de sangre.

Inspeccionó con paso calmado, una a una, todas las tiendas y fogatas que cubrían el campamento. Hombres disfrutando de comida caliente y cerveza fría mientras algunos de los soldados a los que les había tocado recoger limpiaban los platos de estaño y las jarras de madera cerca de los enormes troncos que se habían dispuesto en círculo alrededor de la hoguera. Las tonadas populares y las chanzas se repetían a medida que se desplazaba hacia el norte del campamento. Llegó a las enormes estacas que habían clavado en el suelo. Acarició la madera áspera y ruda con la mano enfundada en un guante de cuero tachonado; sus astas estaban apuntando hacia sus enemigos, como si estuvieran señalando su fin cada vez más cercano.

Habían luchado duro para llegar allí. Habían tenido que atravesar la zona más septentrional de su reino para hacer frente a la amenaza de los pueblos salvajes, a los que un largo invierno y una primavera seca les había empujado a saquear las aldeas del noreste que, espoleados por el hambre y la desesperación, habían asaltado, asesinando a hombres, mujeres y niños. Waldir lo sabía, pero también había visto las aldeas destrozadas, los cuerpos mutilados y los enjambres de moscas alimentándose de los restos. Podía imaginar a los niños asesinados y las mujeres forzadas por los enemigos en un ataque de furia y barbarie injustificadas. Unos actos que no admitían perdón alguno.

La campaña, de más de seis meses, les había llevado de pueblo en pueblo y de caserío en caserío siguiendo el rastro de sus enemigos a través de las tierras devastadas. Tardaron semanas en quemar en grandes pilas funerarias los restos de los campesinos muertos, curando a los pocos que habían logrado sobrevivir a la masacre escondiéndose en las montañas.

Las enseñanzas de la diosa decían que el odio solo engendraba destrucción pero, en esos momentos, odio era lo único que ocupaba la mente y el corazón de Waldir. Había visto demasiado, había sufrido demasiado viendo a su propio pueblo masacrado sin sentido. Por fin estaban cerca de acabar con los odiados salvajes y dar así paz a los vivos y justicia a los muertos. La campaña les había llevado hasta las afueras de la capital de los salvajes, situada en los márgenes de un espeso bosque custodiado por infranqueables montañas de pizarra y cuya muralla de defensa estaba formada por árboles enormes, deformados de tal forma que parecían obedecer la oscura voluntad de sus pobladores. Estos grandes árboles se erguían como altas torres de vigía, el mayor de ellos tallado en una espiral de madera blanca en el centro del poblado formando un torreón de defensa del tamaño de un palacio.

No alcanzaba a comprender como podía seguir el árbol vivo tras albergar todo un edificio en sus entrañas, sin rama alguna hasta su alta copa. Pero si eso era todo lo que podían hacer esos salvajes y sus rituales impíos…

Una voz lo sacó de sus pensamientos. Kyral, el Gran Maestre de los caballeros y hombre de confianza de su padre, de voz fuerte y recia, le sorprendió al llegar con varios fardos de  pergaminos en las manos.

—Señor —dijo sin levantar la vista de los planos garabateados—. Debemos acabar de planificar el ataque a la ciudad. Por Pax,  que no será fácil acabar con esta guerra.

—No es una guerra —contestó Waldir mirando de nuevo hacia los lindes del bosque—. Es nuestro deber Kyral; a los perros rabiosos que han enloquecido hay que sacrificarlos.

El capitán, sujetando los planos con cuidado, levantó la mirada con una mezcla de asombro y compasión. —Lo que han hecho en las aldeas del norte ha sido terrible, pero no debemos olvidar que son un ejército de hombres armados y dispuestos a todo por sobrevivir. Es una fortaleza erigida de forma estratégica y hemos perdido a tres exploradores en una semana en el bosque que la rodea.

—Son una jauría de salvajes sedientos de sangre que no merecen piedad. Los ajusticiaremos al precio que haga falta, Kyral, puedes estar seguro de ello —escupió Waldir con desprecio.

—¡Pero sin una estrategia adecuada podríamos vernos obligados a luchar durante muchos días, sino meses! Los muros de su ciudad son fuertes y no disponemos más que de tres balistas y una catapulta para hacerles frente…

—No es cuestión de número Kyral, es una cuestión de fuerza. Por desgracia, esta vez la moral solo puede irnos en contra. Asegúrate que las hermanas de Pax atienden las necesidades de los soldados e inspiran la fuerza de la diosa en esta empresa. Si es menester, que se utilice el pabellón central para organizar la ceremonia por los caídos.

—Pero señor, el cómo enfrentaremos la situación es de suma importancia. Estamos hablando de un asedio, no de una escaramuza contra salvajes huyendo. Estamos tratando con fuerzas cuyo número y recursos desconocemos; las leyendas hablan sobre engendros del bosque que sirven a la voluntad de sus druidas —apuntó Kyral con voz sombría.

—Esas leyendas no son más que cuentos para niños Kyral y vos, como Gran Maestre de la Orden de los Protectores de Pax, defensores del reino y guardianes de los textos sagrados, deberíais saberlo.

—Aun así deberíamos planificar bien el ataque o nos veremos rechazados con facilidad por los muros de árboles y las flechas. Contando con que no hayan construido ninguna máquina de defensa o tengan dispuestas ollas con aceite hirviendo a lo largo de la muralla.

—Aunque así fuera no sabrían usarlas, son salvajes —escupió Waldir—. De todos modos volvamos a la tienda, debemos discutir el ataque seriamente. Quizás tengáis razón y planteen un desafío mayor de lo que esperamos.

Entraron en el pabellón del general, adornado con guirnaldas de oro y varias cintas de seda roja decorando la suave tela blanca, y se acercaron a una pequeña mesa de roble en medio de la estancia. Varias alfombras cubrían el suelo y un enorme jergón de paja con sábanas de lino blanco yacía con las pesadas mantas de lana desordenadas al fondo de la sala. Esperaron a que diera comienzo la reunión de oficiales repasando de nuevo los mapas.

Al poco entraron los representantes de las grandes casas, junto a varios de los Maestres, enfundados también en sus corazas relucientes, con los tabardos níveos bordados con la hoz de oro, símbolo de Pax y se quitaron los yelmos al unísono.

—Bien caballeros —dijo Waldir con voz profunda—. ¿Cómo podemos echar abajo sus defensas y penetrar en sus muros para acabar con esos malditos bastardos?

—Hay dos opciones que veo factibles, Su Excelencia— dijo un hombre bajo de aspecto recio y con las pesadas hombreras metálicas que lo atestiguaban como Juez de la orden—. Una sería el ataque frontal, para lo cual deberíamos confiar en que la única catapulta que sigue en pie eche abajo las puertas con la celeridad suficiente, mientras usamos escaleras para asaltar los muros de ambos flancos. En mi opinión eso sería demasiado arriesgado, conociendo la puntería de esos salvajes y la habilidad de nuestro maestro artillero, incapaz de acertar con un melón a la ladera de una montaña.

Varias risas siguieron a su comentario. La expresión de Waldir tomó un tono rojizo, las arrugas de su frente se ensancharon y dio un fuerte puñetazo en la mesa que la hizo trastabillar peligrosamente.

—Esto es la guerra, no un concurso de ocurrencias Maestre Harold. ¡Y si nuestro artillero es incapaz ponedlo a limpiar los establos y disponeos vos en su puesto si creéis que podéis hacerlo mejor! —gritó Waldir sombrío—. ¡Estos salvajes han arrasado el norte de mis tierras! ¡Masacrando a mi pueblo y sangrando a mi patria como nunca antes se había visto desde los tiempos de la anarquía! ¡Es una cuestión de honor sentenciar a muerte hasta el último de esos pieles sucias y asegurarnos de que su raza maldita no vuelve a amenazar a ningún ciudadano del imperio!

Todos excepto Kyral dieron inconscientemente un paso atrás. Este, en cambio, observó con seriedad a su príncipe y habló con voz taciturna. —Hay una opción mi señor, pero no os va a gustar.

—No tientes mi paciencia Kyral, sois el Gran Maestre de la orden y portaestandarte del sagrado imperio, pero no oses jugar conmigo.

—Me refiero a utilizar a los más capacitados para asaltar la fortaleza y abrir las puertas desde dentro, mi señor —respondió Kyral, fijando su mirada en el príncipe.

—¿Y quién sería capaz de tal proeza con el blasón blanco y dorado reluciendo en el pecho y una coraza de acero templado los brazales y las grebas repiqueteando contra el escudo y la espada? ¿O acaso insinuáis que sea uno de los campesinos de las levas quien se infiltre en la ciudad enemiga? —Waldir estaba intrigado y alzó una ceja suspicaz—. ¿Es acaso lo que creo que estáis proponiendo?

—Ya disponéis de levas de ciudadanos en vuestras filas, Milord. Solo propongo contratar a los mercenarios adecuados —respondió Kyral con voz pausada.

—Esos bastardos ni siquiera siguen las directrices de Pax. Mi padre los tolera, pero, ¿no esperaréis que apruebe la presencia de herejes en mi ejército? Nadie que atente de forma tan directa contra los preceptos de Pax debería vivir en el reino. Se ganan la vida matando, Kyral.

—Si no es eso, quizás podríamos enviar un mensaje al emperador y solicitar más provisiones, comunicar que nos dispondremos a asediar la ciudad durante varios meses y que confiaremos en que la brujería de los salvajes no les proporcione alimento. Seguro que al emperador no le molestará prescindir otros seis meses de la mayoría de jueces y protectores del reino. Por no mencionar la innumerable cantidad de familias que siguen esperando a que vuelvan sus familiares de la guerra sin saber aun si están vivos o muertos. O tal vez podríamos intentar asaltar la ciudad sin la maquinaria de asedio necesaria, mi señor —prosiguió Kyral con la mirada fija en el príncipe—. Lo cual provocaría bajas importantes y no aseguraría el éxito de la misión. Por último, está la opción que os propongo, el Gremio de Asesinos.

Waldir inspiró profundamente. Conocía bien esa compañía mercenaria. Esos mercenarios habían renunciado a las enseñanzas de Pax que promulgaban la no violencia y el amor fraternal. Además, se decía que rendían culto a Mortis, diosa de la muerte. Como si su herejía no fuera suficiente su grupo era conocido entre el pueblo como la Secta de Mortis y se les atribuían muchos de los asesinatos que investigaban los jueces de la orden.

—No incluiré a esos asesinos en mis filas. ¡Por Pax! Debería arrestarles por herejía y sólo la Diosa sabe cuántos asesinatos—. Waldir empezó a caminar por la tienda con paso nervioso mientras pensaba en las repercusiones de sudecisión.

—Entonces puedo ir redactando la carta a Su Excelencia pidiendo refuerzos, rezaré a Pax para que proteja las vidas de los artilleros y la seguridad de la lenta maquinaria de guerra por los senderos de montaña del norte milord, especialmente ahora que llegarán las nevadas —comentó Kyral desbordando cinismo por los cuatro costados—. Estoy seguro de que vuestro padre encontrará razonable invertir lo poco que queda de la guarnición de Protectores de Pax y los caballeros encargados de proteger a la dinastía real en esta empresa, al fin y al cabo, ¿qué son varios meses más de guerra para el reino de la Diosa de la Paz y el Amor?

—¡Maldita sea, Kyral! ¡No te burles de mí! Ya sé que las otras opciones no son muy halagüeñas, ¡pero estoy dispuesto a sacrificar a quien haga falta para limpiar la faz de la tierra de esos perros sarnosos! —respondió con contundencia.

—Pero no estáis dispuesto a permitir que contrate al Gremio de Asesinos para que abran las puertas  y nos permitan asaltar la capital de los salvajes sin apenas bajas.

— ¡Por Pax y su manto de plata! ¡Son herejes!

— Y vos no sois una hermana de Pax mi señor, sois un príncipe y un guerrero —respondió Kyral con voz profunda y seria.

El silencio se adueñó de la tienda, la tensión podía cortarse con un cuchillo y el ambiente empezó a cargarse con el acre olor a sudor y a cuero curtido, avivado por el sol del mediodía cayendo a plomo sobre el pabellón. El caminar de Waldir no cesaba y siguió dando vueltas por la sala pensando y murmurando para sí mismo, removiendo con sus pesadas botas las gruesas pieles que cubrían el suelo.  Tras largos minutos levantó la mirada y observó el rostro de cada uno de los Maestres y nobles del imperio llegando finalmente al del Gran Maestre. Hasta que al fin, derrotado, asintió en silencio.

—Está bien Kyral. Llamad a esos asesinos y que nos digan cómo podrán entrar en la fortaleza y abrir sus puertas para el asalto final. Y no olvides preguntar su precio —contesto Waldir entre dientes.

Kyral escuchó las órdenes sin mostrar emoción alguna, asintió y salió de la tienda sin mediar palabra. En su interior se debatía una intensa lucha y sin embargo no podía dejar que ningún rastro de culpa o remordimiento cruzara su rostro. Había hecho lo que debía. El consejo era correcto, y aun así seguía sintiéndose culpable. Tras cerrar los puños con fuerza reflexionó de nuevo. Contratarlos era un pago pequeño para conseguir asaltar la ciudad y otorgar justicia a su hermana. La orden nunca habría declarado culpable al noble sin la denuncia de su esposa y sabía, muy a su pesar, que esta nunca llegaría. Era todo lo que podía hacer sin implicar a la sagrada orden, hacer justicia y mantener sus votos intactos. Solo faltaba confirmar el contrato para asesinar al que seguiría siendo su cuñado por poco tiempo.

—Golpeaste a mi hermana por última vez —dijo apretando los dientes en un siseo—. ¡Juro que será la última vez que le pones la mano encima!

Kyral cruzó rápidamente el campamento hacia la tienda más apartada del borde occidental.  Allí se encontraban unas pocas tiendas desperdigadas que ofrecían un aspecto tétrico y desolado; hasta el mismo aire parecía enrarecido en ese extremo del campamento. Los establos no quedaban lejos y los efluvios de las caballerizas llegaban hasta allí invadiendo el aire. El sol calentaba con fuerza y el sudor empezó a resbalar por la frente de Kyral, mientras que notaba un sudor frio como el hielo recorriendo su espalda enfundada en la coraza. Decidió acelerar el paso y observó alrededor para asegurarse de que nadie le prestaba atención antes de introducirse en la tienda de campaña.

La pequeña tienda ofrecía un aspecto sencillo. Un jergón de paja, una panoplia con la cota de cuero endurecido y el tabardo del imperio colgados y la lanza y la espada apoyadas al lado de la mesa. Pero, tras un primer examen, se podían descubrir varios detalles que traicionaban el estatus del soldado que la ocupaba. Había varios tinteros con lo que debían ser tintas de diferentes colores, diez dagas en un cinto de cuero colgando del estante, escritos en pergamino guardados minuciosamente en el petate que estaba junto a la entrada. Sin duda se trataba de un miembro del gremio. Ese era su contacto, debía confirmar la decisión del príncipe para que enviara el mensaje que pondría en marcha a la compañía mercenaria. El cuerpo al completo de la Secta de Mortis pensó Kyral, recordando amargamente cómo los llamaba el pueblo llano.

Vyrkas había conseguido los papeles que lo atestiguaban como heraldo de la familia Ausfal. Kyral no llegó a saber cómo consiguió que el patriarca de los Portya, un hombre vanidoso y ávido de poder por lo que recordaba, concediera ese favor a la compañía mercenaria. Lo que tampoco sabía era que los sellos y el anillo familiar que atestiguaban al mercenario como miembro de la nobleza fue el pago por saldar las deudas que los Portya contrajeron con una famosa compañía comercial. Un desgraciado incendio que redujo la casa familiar a cenizas acabó con la familia acreedora, los registros de sus propiedades y las deudas de los nobles de un solo plumazo.

Cuando se diera a conocer su participación en la contienda bajaría la moral entre las tropas y el miedo y las supersticiones llenarían de susurros y rumores el campamento. Confiaba en que la Suma Sanadora de Pax no se opusiera de forma directa o empezarían el asalto con un ejército dividido. De nuevo miró a su cinturón y recordó porqué estaba allí. Debían ajusticiar a los salvajes y a su vez aprovecharía para ajusticiar al malnacido que se casó con su hermana. Cuando los mercenarios contactaron con él no se lo podía creer. En un principio había pensado en buscarlos al preparar la campaña pero descartó la idea al pensar que lo rechazarían o quizás atenazado por la culpa. Eran asesinos, no caballeros al servicio de Pax y aunque se decía que aceptaban esos trabajos no confiaba en que estuvieran dispuestos a seguir la disciplina militar del ejército.

Kyral recordó el día en que la secta se puso en contacto con él, cuando estaba en el mercado ultimando los detalles sobre las provisiones para la campaña.

Una mujer joven y atractiva le solicitó ayuda. Con lágrimas en los ojos le pidió que persiguiera al ladrón que se había llevado su collar. Tras un vistazo vio un hombre corriendo y sin pensarlo dos veces fue tras él. Tras una larga persecución llegó a un callejón donde dio alcance al farsante, pero este se esfumó saltando por una de las ventanas del edificio colindante. Al volver para entregar el collar robado, arrancado de las garras de aquel ladrón, la mujer le entregó una carta en agradecimiento.

En ese momento, plantado en aquella tienda, pensaba en si todo lo hacían tan jodidamente rebuscado, todo aquel montaje sólo para ofrecerle una carta donde citarse de nuevo con la mujer. Era bella, de eso no cabía duda, y dio por supuesto que se trataba más de una cita de placer que de negocios. Pero cuando asistió a la taberna tuvieron una conversación muy distinta a la esperada. Allí le dijeron que podían ayudarse mutuamente. Kyral tenía un problema con el bastardo de su cuñado, suponía que no les fue difícil descubrir que las visitas de las sanadoras de Pax a su domicilio eran más frecuentes de lo habitual, y más de una vez su hermana aparecía en público con marcas en la cara y en los brazos. Le ofrecieron justicia a cambio de que convenciera al príncipe para que les contratara cuando llegara el asalto a la capital bárbara.

En un primer momento montó en cólera, se levantó de la mesa y se fue airado como un caballero debía hacer ante tal situación. Y entonces ocurrió, la última paliza fue más dura que las demás. Cuando recibió la noticia que la Suma Sanadora en persona había visitado la casa de su hermana fue directamente a la taberna donde vio por última vez a la mujer del gremio.

Allí estaba esperándole, sin duda se lo habrían dicho. Sabían que no podría tolerarlo por más tiempo y, al fin y al cabo, no era una traición, sólo era adecuar las cosas para que los mercenarios pudieran atacar a sus enemigos. Maldita sea, pensó Kyral para sí, si no se hubiera tratado de un miembro de la corte… Pero sabía que todas las acusaciones contra él caerían en saco roto y pondría en entredicho su lealtad a la corona y sus votos a Pax. Si la experiencia le había enseñado algo era que el enemigo de su enemigo era su amigo.

Despertó de sus recuerdos cuando una voz seseante le habló desde su espalda.

—Parece que tenemos trato entonces. —Un hombre enclenque, alto y delgado, vestido con unos pantalones ajustados y una camisa negra con cordones de cuero le observaba apoyado en uno de los soportes de la tienda.

Kyral fue hacia él, le tomó por el pescuezo y lo alzó varios centímetros del suelo. Su corpulencia y su fuerza templada en la batalla fueron como un torbellino en medio de la sala.

—Como vuelva a enterarme que habéis estado espiando a mí, al príncipe, o cualquier reunión entre los Maestres yo mismo os degollaré por traidor. ¡Maldito bastardo!

El asesino, no falto de recursos, se llevó la mano a la oreja y pinchó con un alfiler labrado la mano que lo sujetaba con fuerza contra el pilar central de la tienda. Apenas pudiendo respirar esperó a que el veneno hiciera efecto y aflojara su presa.

Kyral notó cómo se le entumecía la mano tras aquel pinchazo; soltó al hombre y se llevó la mano al pecho frotándosela con la otra para recuperar la sensibilidad perdida. ¿Cómo te atreves a atacarme? —dijo con un grito de furia contenida.

—No os preocupéis Gran Maestre, recuperaréis la sensibilidad de la mano en pocos minutos. En cuanto al espionaje, disculpadme, pero las paredes de la tienda son tan finas que es difícil no oírlo. No volverá a suceder, os lo aseguro. Y por favor, hacedme conocer cualquier otra condición razonable antes de cerrar nuestro acuerdo.

—No sé cómo me he dejado engañar por vuestra maldita organización. Debería echaros ahora mismo del campamento y ver cómo los salvajes se alimentan de vuestra carne. ¡Maldito hereje!

—Oh, hereje… Ahora sí que habéis herido mis sentimientos —dijo el hombre esquivando un torpe empujón del General medio drogado—. Pero vos y yo sabemos que vuestra hermana tuvo suerte. La Suma Sanadora pudo curar sus heridas. Puede que no sea tan afortunada la próxima vez que el heraldo de los Fyrenza llegue borracho a casa.

Kyral se paró en seco. Recordó ver salir a la Suma Sanadora del palacio de los Fyrenza en más de una ocasión tras conocer la noticia. No dejaron que la viera ni una sola vez en toda la semana. Lleno de rabia y de impotencia golpeó la mesa con tanta fuerza que resonó un crujido de madera al astillarse. Los frascos de arcilla resonaron por la mesa y el asesino se apresuró a asegurarlos con las manos.

—Veo que entiende la gravedad de la situación. Por otro lado, el plan de ataque directo es absurdo. Nos necesita para poder acceder a la ciudad. Si no, el asedio podría durar semanas, incluso meses, con el coste que ello supondría para el imperio, privado del grueso de las fuerzas del orden y la paz de la Diosa blanca.

—Es cierto —concedió Kyral—. Hasta el mismo príncipe lo ha reconocido. Así que ya sabéis lo que tenéis que hacer. Llamad a los vuestros y cuando estéis listos tendremos una audiencia con Su Excelencia para ultimar los detalles del asalto.

—Bien mi general. Y recordad que la torre central será nuestra durante todo el asedio. Ningún protector o soldado deberá atacar hasta que seamos nosotros quienes abramos las puertas del templo.

—¿Qué templo? Pregunto extrañado Kyral.

—Bueno, el edificio que se interna en el enorme árbol no es una construcción defensiva. Es más como la sagrada corte de los dirigentes salvajes. Se hacen llamar Druidas, aunque no son más que ancianos renqueantes. Sea como fuere, el torreón, el templo es nuestro hasta que nosotros abramos las puertas.

—¿Qué sucio asunto tenéis con ese maldito edificio? —gruñó Kyral en tono inquisitivo.

—¿Realmente queréis saberlo?

—Sí. Si vais a actuar fuera de mi control directo quiero saber qué vais a hacer y asegurarme que no supondrá una amenaza para el príncipe —terminó Kyral con expresión severa.

—Bueno —dijo el asesino mientras dejaba los potes en la mesa y jugueteaba de nuevo con su aguja labrada, paseándola con agilidad entre sus largos dedos—,digamos que tenemos que matar algunos ancianos renqueantes.

Los días pasaban con lentitud. Los hombres aguardaban como fieras enjauladas en un campamento improvisado de tiendas y hogueras, esperando que se decidiera el día del asalto y buscando formas de pasar las largas horas de guardia. El frío era intenso en aquellas latitudes. La nieve les visitaba cada dos o tres días y las pieles y el vino caliente eran de poca ayuda contra la llovizna y el hielo.

Pero allí estaban, dispuestos a hacer justicia. Eran la fuerza unida de los Protectores y las levas ciudadanas, la voluntad de un reino, el ejército de Pax y sabían que esa era su responsabilidad. Se habían movilizado más de cien unidades de cien hombres cada una. Las diez legiones del imperio compuestas en su mayor parte por las levas del reino habían sido llamadas a las armas para llevar a cabo el ataque a los últimos reductos de los salvajes. Una guerra abierta que había empezado hacía varios meses pero que amenazaba con estallar desde hacía siglos. Durante la unificación de los reinos, hacía ya tanto tiempo, varios pueblos no estuvieron de acuerdo en ponerse bajo el mandato del emperador y aceptar la fuerza de Pax como diosa benefactora. Entre los únicos que sobrevivieron a tal oposición se encontraban los salvajes, un pueblo norteño que seguía creyendo aún en supersticiones y brujería, en los espíritus del bosque como los llamaban ellos. Un conjunto de creencias populares e idólatras que los alejaban de Pax. Eran gente dura, amante de su propia libertad y estructurada en pequeños clanes y aldeas.

Durante la guerra de unificación se exiliaron a los bosques más septentrionales y quedaron relegados a las colinas y tierras menos fértiles y más inhóspitas de todo el continente. Habían protagonizado algunas escaramuzas en los lindes septentrionales y formaban parte de las leyendas más oscuras y los cuentos de terror para asustar a los niños. Hasta que esos terribles cuentos se volvieron realidad. Durante las nevadas del último año decidieron atacar al imperio a una escala que nadie habría osado nunca imaginar, pasaron a cuchillo a la mayoría de asentamientos del norte, saqueando los pueblos y llevándose el ganado, dejando tras de sí campos sembrados de cuerpos sin vida.

Tras la movilización del ejército, allí estaban esos hombres. Más de diez mil soldados entre cocineros, herreros, mozos de cuadra y guerreros, sin olvidar la Orden de los Protectores de Pax. Desperdigados en un campamento levantado sobre la tierra helada, con estacas de madera atadas formando una empalizada de pocos kilómetros. Las guardias en las dos torres levantadas al norte y al sur de la empalizada se turnaban a lo largo de los días mientras los Maestres y el príncipe del imperio decidían el curso de la guerra.

Esa era una noche como cualquier otra. Los soldados jugaban a los dados y contaban historias alrededor del fuego, intentando olvidar el intenso frio ingiriendo alcohol de los grandes toneles situados en el centro del campamento, junto a los bancos principales. Los hombres estaban nerviosos, las chanzas en la mesa principal subieron de tono y uno de los soldados, por una discusión estúpida, saltó y se lio a puñetazos con su compañero. Rápidamente los separaron entre una tormenta de insultos, gritos e improperios. Parecían lobos enjaulados ansiosos por lanzarse al ataque.

Kyral estaba de buen humor esa noche. Al final las cosas acabarían bien y el bien triunfaría sobre el mal. Los hombres, aunque tensos, estaban animados y mientras tuvieran cerveza, provisiones y el frío no apretara demasiado, la moral se mantendría alta. Habían muerto ya muchos salvajes; habían exterminado más de tres clanes de las tribus que se habían adentrado en el imperio y había contado menos de una cincuentena de bajas entre sus hombres, hombres valientes dispuestos a luchar por los suyos. Se dispuso a pasar por la torre norte para traer algún pellejo de aguardiente, al fin y al cabo era la más alejada de la hoguera principal y era donde más se notaba el azote del viento helado del noreste.

Mientras se acercaba al torreón de troncos atados con cuerdas le sorprendió el absoluto silencio que allí reinaba. Los ruidos de la hoguera central quedaban atenuados, apenas se oían los gritos de sus compañeros y sin embargo de la guardia de la torre y las hogueras más al norte no se oía nada. Se paseó por las hogueras de las tiendas más septentrionales y no vio a nadie. Habrían ido a dormir esa noche antes de lo normal aunque, como caballero experimentado, desenvainó la espada y se dispuso a subir al torreón.

El torreón era una sencilla estructura de madera de planta cuadrada situada al lado de la empalizada de troncos atados. Tenía un solo piso superior con un plato de bronce colgado para dar la alarma en caso de ataque, y un par de troneras para disparar las flechas junto con una de las dos balistas que habían sobrevivido al viaje y las luchas constantes.

Tras subir las escaleras exteriores llegó con sigilo hasta el piso superior y saltó preparado para encontrarse con los que habían silenciado a sus guardias.

Un suave ronquido le saludó. Los dos guardias estaban durmiendo uno contra el otro en una posición algo embarazosa. Con un fuerte golpe plano de la espada les despertó, golpeándoles los cascos de cuero repujado.

—¡Maldita sea, soldados! ¡¿Qué coño hacéis durmiendo durante la guardia?! —gritó Kyral indignado.

Estos tardaron en reaccionar. Se desperezaron y al ver a su superior, el Gran Maestre y general del ejército ni más ni menos, se levantaron y se cuadraron en formación con movimientos lentos y torpes.

—Se… señor, lo sentimos, señor —balbucearon intentando excusarse.

No era típico de sus hombres dormirse en una guardia. Pero suponía que la relajación y la desidia de esperar al asedio habían hecho más laxa la disciplina de sus guerreros.

Tomó el pellejo con desdén y gritó a sus soldados mientras lo exhibía.

—¡No os merecéis esto! ¡Además, no querría forzar más vuestra suerte si os vuelvo a pillar, esta vez durmiendo la mona! ¡Será mejor que me lleve esto!

Tras lo cual se dio media vuelta. Entonces oyó un leve crujido a sus pies. Una pequeña muñeca hecha con palos apareció bajo su pesada bota. La recogió del suelo y la miró detenidamente. Había visto cosas similares en otro sitio. Entonces lo comprendió. Eran esos malditos salvajes.

—¡Dad la alarma! ¡Nos están atacando! —gritó de golpe, mirando nervioso en todas direcciones.

Los dos soldados empezaron a hacer sonar la alarma cuando de repente un grito resonó claramente en la fría noche, junto con el sonido de tejidos al desgarrarse y el entrechocar de metal contra metal y hueso.

Miró hacia abajo y lo que vio le heló los huesos. Un grupo de moles de carne humanoide cual hombres sobredimensionados, con pelo en el pecho y largas melenas de colores pardos avanzaban a cuatro patas con largas garras y colmillos que sobresalían de sus bocas babeantes. Habían introducido la mayor y más terrorífica de las leyendas en su propio campamento, los Fomore, bestias carnívoras que vagan por los bosques en busca de víctimas para saciar su hambre inhumana. Como tantas otras cosas de los salvajes pensaba que sólo eran cuentos de las viejas para asustar a sus nietos, pero esos malditos engendros estaban sembrando el pánico y la muerte en su campamento.

Tras bajar las escaleras a toda prisa empezó a impartir órdenes a gritos. Tomó uno de los cuernos de caza y empezó a dar estruendosos berridos de alerta y gritar órdenes para formar un muro de lanzas que pudiera contener a esos cinco seres antinaturales. Colmillos de jabalí, zarpas de lobo y patas de osos con una espesa cabellera que se balanceaba hasta el centro de sus musculosas espaldas. La sangre de sus hombres corría por sus músculos desnudos mezclándose con las pinturas de guerra y de sus bocas salía el fétido aliento de la muerte.

Con la presteza que da la disciplina y la experiencia militar se formó una unidad de lanceros con Kyral a la cabeza y arremetieron contra el grupo de moles en el centro del campamento. El Gran Maestre esgrimía la espada de la Orden de los Protectores, un metro y medio de filo acerado con los votos grabados en runas de oro a lo largo de su hoja. Las lanzas centellearon manchadas de sangre y la primera bestia que se abalanzó contra el Gran Maestre murió atravesada por varias astas, no sin antes soltar un zarpazo al pecho de Kyral que le abrió la coraza y lo dejó tirado en el suelo como un monigote de paja derrumbado. Tras la arremetida de los soldados las otras cuatro moles se dispersaron mientras los hombres ayudaban a su general a ponerse en pie. El acero templado de la coraza repujada con filigranas de cobre había parado la mayor parte del golpe, pero aun así cuatro surcos de sangre se habían abierto a través del metal tiñendo la lana del acolchado de rojo carmesí.

—Milord, deberíais ir a la Suma Sanadora para que curara vuestras heridas —advirtió uno de los caballeros mientras le ayudaban a ponerse en pie.

—¡Y vos a vuestra madre a que os limpiara los mocos! —respondió Kyral, resoplando por el esfuerzo—. Tenemos una batalla que ganar y no estoy dispuesto a dejaros solos en esto. ¡Rápido! Formad dos unidades más, una por el sur y la otra hacia el este. Se están dispersando y solo Pax sabe qué es lo que pretenden con este ataque. ¡Malditos bastardos hijos de una cabra enferma!

Los gritos de Kyral surgieron efecto y al poco, dos unidades más de lanceros con sus armaduras de cuero tachonado y sus tabardos níveos formaban liderados por los Protectores de Pax para perseguir a las bestias que galopaban desenfrenadas por el campamento. Varias tiendas fueron arrasadas por un torbellino de garras y carne, matando a los soldados que no habían tenido tiempo de reaccionar.

Dos de las moles llegaron a las mesas situadas más al sur. Los hombres formaron un círculo defensivo y entonces Kyral observó el campo de batalla en busca de alguna ventaja táctica.

Estaban en espacio abierto, en el centro del campamento y debían utilizar un arma que les fuera útil para matar esos engendros.

—Sacad de la cama a los malditos artilleros, es hora que demuestren que no son tan inútiles como andan diciendo —gritó Kyral a los caballeros que lo flanqueaban mientras formaban un muro de escudos.

Los hombres que hace pocos minutos estaba bebiendo en los enormes bancos se habían subido a las mesas y contraatacaban las dentelladas de las bestias que pugnaban por subir. Como lobos rabiosos aullándole a un árbol arremetían contra ellos, arrancando trozos de madera como si fuera papel y lanzando dentelladas amenazadoras. Los soldados, saliendo de las tiendas que quedaban en pie, habían tomado las antorchas de la hoguera del centro del campamento y las espadas que llevaban al cinto y sin más protección que su valor y sus camisas de lana se sumaron para contener la furia asesina de esas bestias medio hombres medio animales.

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