LOS TOROS DEL CIELO
1
Martes, 24 de noviembre de 2009
Leo Giménez salió de la ducha tiritando de frío. A pesar de haber enchufado un pequeño calefactor el frío reinante en el cuarto de baño, tan obsoleto como el resto del pequeño piso de estudiantes que compartía con Óscar y Martina, era más intenso, si cabía, tras el amanecer.
Secó su piel empapada con una toalla de playa, frotándola con fuerza para ver si así entraba antes en calor y acto seguido se vistió con un horripilante pijama de franela que su madre había insistido en comprarle y obligado a meter entre las prendas de su equipaje cuando, aprovechando la festividad de Todos Santos, había volado hasta El Hierro para visitar a su familia.
– Ahora puede que la temperatura en Madrid todavía sea soportable- le había explicado su madre-. Pero el invierno en Madrid es mucho más frío y desapacible que en el archipiélago.
– Ya lo sé, mamá. Pero no creo que vaya a ser tan riguroso como para ponerme este adefesio.
– Tú hazme caso, Leo. No tardará mucho en llegar el día en que lo necesites.
Y el muchacho, viendo que no iba a lograr nada discutiendo con ella terminó por meter el dichoso pijama de cuadros rojos y negros en la maleta mientras pensaba donarlo a alguna casa de caridad una vez estuviera de nuevo en la capital.
Tres semanas más tarde agradecía poder contar un una prenda de abrigo para luchar contra la molesta gelidez del piso.
El testarudo muchacho, que cumpliría veintidós años a finales de enero, no había pisado nunca la capital en pleno invierno.
Los documentos para matricularse los había descargado de internet y de idéntico modo había localizado el piso de estudiantes. Por tanto jamás había experimentado en primera persona el contraste entre las temperaturas constantes durante todo el año que disfrutaba en “las Islas Afortunadas”, alteradas sólo cuando hasta ellas llegaba una ola de calor africana, fenómeno más propio de la época estival y que afectaba en mayor medida a las islas orientales.
– Buenos días –saludó Martina desde la puerta de la cocina-. ¿Estás preparando café?
– Sí –respondió displicente a una pregunta tan estúpida como obvia porque lo había visto enchufando la cafetera eléctrica. Ni siquiera se volvió para mirarla a la cara mientras respondía.
– ¡Genial! Me ducho en dos minutos y desayunamos juntos.
Leo movió la cabeza en señal de aprobación. Cuando miró hacia la puerta Martina ya había desaparecido.
– ¿Qué narices fumará esta chica para estar siempre tan alegre a las siete de la mañana? –farfulló mientras iba en busca de las tazas para el café.
Sus compañeros de piso y él mismo formaban un grupo heterogéneo en varios sentidos.
Martina, la mayor de los tres, era natural de Calamocha, un municipio distante de Teruel capital sólo setenta kilómetros, por lo que estaba más familiarizada con las temperaturas extremadas del centro peninsular. Estudiaba segundo año del grado de bioquímicas, implantado el año anterior.
La cualidad más destacable de la muchacha era, además de su culo, perfecto y respingón, que poseía un cerebro tan extraordinario que no necesitaba dedicar muchas horas al estudio para aprobar con nota. Licenciada en enfermería, la de bioquímicas era su segunda carrera universitaria.
Óscar, por el contrario, venía de La Estrada, un hermoso pueblo gallego pontevedrese limítrofe con A Coruña y separado de esta provincia por el río Ulla. El lugar de origen de Óscar era famoso por ser un encantador lugar repleto de casas rurales típicas, pensadas para que los foráneos pudieran disfrutar de intensas jornadas con la flora y fauna de la zona.
Su compañero de piso sabía de frío, aunque no tan extremado, y de lluvia constante debido al clima atlántico dominante en el noroeste peninsular. Aquel año estudiaba último curso de la licenciatura de óptica y optometría, lo que significaba que a final de junio ya estaría en posesión del título de licenciado en una carrera que Leo jamás hubiera cursado ni aunque le pagaran los estudios. En su opinión los ojos, sobre todo los de algunas mujeres, eran algo hermoso para contemplar, no para diseccionar.
Leo era el más joven de los tres y el más novato en la facultad. Terminaba de comenzar el grado de arqueología; lo que implicaba que todavía se le antojara muy lejano el momento de su graduación.
Los tres estudiaban en la Complutense de Madrid y los tres compartían aquel cuchitril destartalado de dos habitaciones, comedor, cocina y un solo cuarto de baño que debían de usar por turnos; pero era lo más económico y cercano a la facultad que habían podido encontrar.
Antes de responder al anuncio que Leo había pegado en una de las farolas de la avenida Séneca eran tres perfectos desconocidos. Sin embargo, dos meses después podían presumir de mantener una estrecha relación de compañerismo.
Óscar entró en la pequeña cocina bostezando y con la abundante mata de cabello rubio enmarañado.
– Buenos días, Leo. ¿Has hecho café para todos? – añadió olisqueando el aire como un perro de presa.
– No era mi intención. Pero empiezo a pensar que nadie más parece estar hoy por la labor.
– Si tanto te cabrea, yo me ocuparé mañana de prepararlo.
– No estoy cabreado. Estoy congelado.
– ¡Ay, amigo! Cuesta acostumbrarse ¿verdad?
– Bastante.
– Piénsalo de este modo. En verano, mientras los madrileños se derritan de calor, tú estarás en la gloria.
– Un pobre consuelo, pero si no hay más remedio, me conformaré con ese pensamiento hasta la primavera.
– Y harás bien. Voy a prepararme unas tostadas con margarina vegetal. ¿Te preparo unas a ti también, Leo?
– Sí, gracias.
– Mientras se hacen las mías iré a descargar la vejiga.
– Olvídalo. Está Martina.
– ¡Mierda! ¿Sabes si lleva mucho rato?
– Dos minutos –respondió tras mirar el reloj de la cocina, tan grande y cuadrado como ruidoso-. No creo que tarde mucho en salir –añadió.
– ¿Cómo lo sabes?
– Iba a ducharse.
– Ya. De todos modos le daré un toque de atención.
Mientras escuchaba a sus compañeros dialogar a gritos a través de la puerta cerrada del cuarto de baño se felicitó a sí mismo por haber tomado la decisión de madrugar.
Una hora más tarde caminaba por los pasillos de la facultad de geografía e historia de la Complutense de Madrid esquivando en su camino a las decenas de alumnos que, como él, se dirigían a sus respectivas aulas.
La primera clase de la mañana era Introducción a la Arqueología, impartida por Eva, una mujer menuda y enjuta de mediana edad. Demasiado recta para su gusto y que, contradictoriamente, esta cualidad era la causante de que la catedrática fuera una excelente profesora que no disimulaba su pasión por la asignatura que impartía.
Lo había demostrado cuando, el primer día de clase, se presentó en el aula ataviada con un sombrero y un látigo al estilo Indiana Jones, provocando la hilaridad de los alumnos presentes. Después de quitarse el sombrero y lanzar ambos objetos al rincón más próximo a su mesa se había dirigido a un aula entregada para decirles que, por desgracia, la Arqueología de campo no era tan emocionante como pudieran haberles hecho creer las películas de este personaje.
Muy al contrario, la mujer había insistido mucho en que era una disciplina muy solitaria, en la cual se verían obligados a convivir con el frío y la lluvia en invierno, al calor y los mosquitos en verano y a enfrentarse con más de un detractor a quien le desagradaría sobremanera el hecho de que un grupo de desconocidos escarbaran en el pasado de su historia y deseosos de perderlos de vista cuanto antes de las calles de su ciudad o del terreno heredado de sus parientes más cercanos.
Una de las primeras cosas que les había inculcado Eva hasta la saciedad era que las leyes de reciente creación respaldaban y beneficiaban a la Arqueología hasta el punto de que, ante cualquier proyecto de derribo o construcción que implicara una horadación de tierra, el lugar escogido debía ser inspeccionado primero por arqueólogos expertos y, en el supuesto de que hallaran cualquier vestigio de una ocupación anterior, las obras estarían obligadas a paralizarse hasta el término de la prospección.
Más de un proyecto arquitectónico se había ido al traste gracias a la ley de protección de yacimientos arqueológicos imperante en todo el país.
También había aprendido Leo, en el largo mes y medio de curso que llevaba, que la Arqueología era una ciencia autónoma complementaria de la Historia Antigua, lo que la convertía en una disciplina independiente cuya pretensión no era otra que la de realizar un completo estudio histórico analizando todas las manifestaciones materiales, incluyendo aquellas que carecían de valor artístico.
A diario Eva hacía mucho hincapié en que todo buen arqueólogo debía hacer siempre uso del método científico aplicado a la resolución de problemas verificables. Por tanto, el conocimiento debía de ser siempre objetivo y convertirse en verdad científica, aunque en el mejor de los casos dicha verdad no pudiera ser infalible.
Leo entró en el aula dos minutos tarde y con el mayor sigilo posible tomó asiento en la última fila, pues Eva era muy estricta en cuanto a los retrasos, aunque éstos fueran de sólo unos minutos, y en el respeto al resto de los compañeros.
Por fortuna para él, el aula permanecía en penumbra y todas las miradas, incluida la de la profesora, estaban fijas en la diapositiva que mostraba el corte transversal de una estratigrafía. En la imagen podían diferenciarse los diferentes estratos con los componentes edafológicos de cada uno de ellos perfectamente señalizados.
– Hoy tocan diapositivas –susurró una voz a su oído. Al volverse distinguió sin problemas las facciones de Elsa Jara, alumna de segundo curso que repetía asignatura por haberla suspendido el año anterior.
– ¡Menudo alivio! –replicó de igual modo.
Proveniente de un asiento situado dos filas delante de ellos les llegó un sonido que demandaba silencio en el aula y ambos muchachos obedecieron de inmediato, pues lo último que pretendía Leo era atraer la atención de la profesora y del resto de la clase.
2
Miércoles, 25 de noviembre de 2009
Josué tardó más de la cuenta en llegar al chalet. A pesar de seguir al pie de la letra las instrucciones de aquel maldito trasto había terminado por perderse al escoger, en una de las cientos de bifurcaciones, un entrador erróneo que, en lugar de llevarlo directamente hasta Alpedrete, donde lo aguardaba un equipo formado por tres miembros de la Policía Nacional de Madrid y una patrulla de la Guardia Civil, lo había conducido hasta Torrelodones, otra lujosa urbanización situada a quince kilómetros de su lugar de destino.
Después de tantos años viviendo y trabajando en Madrid, continuaba extraviándose por los caminos de la sierra madrileña, por muy bien señalizados que éstos estuvieran.
El inspector jefe de la UCIC, la Unidad Central de Inteligencia Criminal, detuvo su viejo C3 entre el Nissan Terrano de la Benemérita y un flamante Peugeot 508 azul metalizado.
Supuso que éste último se trataba del auto del dueño del lujoso chalet de una sola planta y rodeado por un vasto jardín en el que pudo apreciar, aún antes de salir del coche, una gran variedad de plantas, una enorme piscina de forma ovalada a la izquierda de la vivienda y una casita trastero adosada a la piscina.
Lo primero que hizo Josué nada más salir del coche, no sin antes abrigarse hasta las orejas, fue acercarse a la piscina para apreciar cualquier detalle que pudiera habérsele escapado a los demás, pese a que a primera vista nada parecía estar fuera de lugar. Una gruesa lona negra perfectamente colocada y bien sujeta a unos fuertes clavos la cubría por completo.
A pesar de ello, el inspector Garrigues se arrodilló en el borde de la piscina y comenzó a desenganchar uno de los cordeles para asegurarse de que allí dentro lo único que había era el agua de mantenimiento.
– Ahí no hay nada ni nadie, inspector –escuchó decir tras de sí -. Es lo primero que hemos comprobado.
– Sí –respondió mientras se ponía en pie -. Imagino que mirar ahí dentro es lo primero que han hecho todos al llegar.
– Más o menos – añadió el oficial de la Policía Nacional al tiempo que le tendía la mano-. ¿A qué se ha debido su retraso?
– Me he perdido –alegó Josué mientras ambos estrechaban las manos.
– ¿No tiene un GPS instalado en ese cacharro? –inquirió mientras señalaba con la cabeza el pequeño vehículo que destacaba junto al Peugeot.
– Sí. Tengo GPS y la maldita costumbre de no hacerle el más mínimo caso cuando me habla. Por muy sugerente que sea su voz.
– Suele ocurrir.
– ¿Y usted es…?
– Disculpe, inspector. Mario Cifuentes, subcomisario de la central de Puerta del Hierro. Yo soy quien le ha llamado.
– ¿Puerta de Hierro?
– Estamos de guardia hoy.
– Entiendo. ¿Es usted quién está al mando?
– No, inspector. Es usted –dijo tendiéndole una hoja de papel con las órdenes.
Josué miró de nuevo hacia la fachada de la vivienda mientras se metía el folio en un bolsillo de la cazadora sin mirarlo siquiera. ¿Para qué? Sabía de sobra lo que había escrito en él.
– Póngame al corriente, por favor –pidió al tiempo que comenzaba a caminar hacia la puerta principal.
– Un matrimonio de sexagenarios. Él era un importante cardiólogo de La Paz, jubilado desde hacía unos meses.
– No ha disfrutado mucho que digamos de su merecido descanso – rezongó -. ¿Y su esposa?
– Jefa de dermatología en el mismo hospital. Se jubilaba dentro de dos meses.
Josué chasqueó la lengua.
– ¿Alguna idea sobre el móvil?
– Posiblemente el robo. Sin embargo…
– El matrimonio debía de conocer a su asesino… o asesinos – terminó la frase el inspector.
El subcomisario Cifuentes lo miró asombrado.
– ¿Cómo ha llegado tan rápido a esa conclusión?
– Esta urbanización posee una seguridad infranqueable. La alarma de la vivienda –dijo señalándola con el índice- está conectada a la comisaría más próxima las veinticuatro horas del día. Y las ventanas, además de fuertes rejas de forja que impiden tanto la entrada como la salida por ellas, tienen doble acristalamiento y son abatibles. Ah, y la puerta está blindada.
– Caray, quienes me hablaron de usted no mentían.
– ¿Y por qué motivo iban a hacerlo? –replicó mientras entraban en la vivienda.
Juntos recorrieron la única planta del chalet. Josué calculó que el amplio salón comedor debía de medir unos treinta metros. La chimenea estaba apagada y uno de los ventanales tenía acceso directo a un gran porche desde el que podía accederse a la piscina a través de la puerta de cristal más próxima a la ventana.
La cocina también era amplia y muy luminosa. Estaba dotada de tres amplios ventanales tan seguros como todos los demás de la casa. Tres dormitorios, decorados todos con tonos pastel, y dos baños completos, uno de ellos incorporado en dormitorio principal, completaban las dependencias de la vivienda en la que era más que evidente el caos propio de un robo. Lo que no estaba fuera de su sitio o desperdigado por el suelo sin ningún miramiento aparecía hecho añicos sobre el lustroso pavimento de gres.
Guardias civiles y policías se afanaban en recoger muestras de fibras y en recopilar toda clase de huellas de los pomos de las puertas y el resto de superficies susceptibles de contener improntas.
Los cadáveres todavía aguardaban en el salón a que el juez de guardia, que aún no había llegado, diera la orden de trasladarlos al anatómico forense para que les fuera practicada la autopsia.
Josué se arrodilló en la alfombra extremando el cuidado para no contaminar la escena y levantó la sábana ensangrentada que cubría uno de los dos cuerpos.
Resultó ser el de la mujer. La habían degollado con tanta fuerza que el corte dejaba al descubierto varios tendones, los músculos desgarrados y la carótida destrozada. La sangre que bordeaba la herida comenzaba ya a coagularse.
– Sí que se han dado prisa en denunciar el asesinato –observó.
– La señora que venía a ayudar en las labores domésticas ha llegado a las nueve –respondió la oficial de la Benemérita que lucía en su pecho la galleta de sargento, a quien Josué había ignorado, a pesar de haber permanecido todo el tiempo junto a él -. Ella los ha encontrado.
– ¿Y no ha visto nada sospechoso mientras llegaba? ¿Un coche, una moto o… cualquier otro vehículo que circulara en dirección contraria?
– Varios –replicó la suboficial-. Muchos de los residentes trabajan en grandes superficies y oficinas. A partir de las nueve hay un trasiego continuado de vehículos en dirección a la capital.
– ¿Alguna cámara de seguridad?
Esta vez fue el subcomisario quien respondió.
– Ninguna próxima a este chalet.
– Lleven a la asistenta a la comisaría, Cifuentes. Interróguenla porque tal vez esté ocultando información relevante para el caso.
– ¿No cree que de ser así resultaría demasiado obvio, inspector?
– Es posible – respondió mientras examinaba a conciencia el cadáver del hombre, también degollado-. Pero no olvide la navaja de Ockham.
– A veces la explicación más sencilla suele ser la correcta.
– Exacto.
– Ya ha visto a la pobre mujer, inspector. Está en shok.
– Si no ha sido ella, tal vez pueda darnos alguna pista que se nos ha pasado por alto.
Cifuentes hizo un gesto de disgusto, pero no contradijo al inspector jefe de la UCIC.
– Voy a dar las órdenes oportunas.
– Dígales también que mañana quiero el informe del interrogatorio sobre mi mesa, por favor.
El subcomisario, después de asentir con un gesto, se encaminó hacia la cocina, dejando que Josué recabara toda la información que ambos cadáveres estuvieran dispuestos a arrojar. Apenas tres minutos más tarde se reunió de nuevo con el inspector.
– ¿Sabe si ha habido más asaltos por la zona?
Cifuentes consultó sus notas.
– Tres robos más, sin víctimas, y otros tantos intentos frustrados. La crisis supone la excusa perfecta para los amantes de lo ajeno –se adelantó la agente de la Guardia Civil.
– Exacto. Gracias.
– No las merece. Llevamos dos meses investigando este tipo de delitos por la zona.
– ¿Sólo dos meses? –se extrañó Josué.
– Sí. Tuvimos constancia del primero de ellos a mediados de septiembre.
– ¿En esta urbanización? –insistió el inspector.
– Sí. Todos ellos perpetrados en Alpedrete.
– ¿Ocurre algo, inspector? – quiso saber el subcomisario.
Josué denegó con un gesto.
– No. sólo quería asegurarme. ¿Y éste es el primero en el que hay víctimas?
– Y confiemos que el último –respondió la sargento con un tono que no dejaba lugar a dudas de su frustración.
– Por desgracia eso no depende ni de usted ni de mí, señorita –replicó el inspector jefe de la UCIC mirándola a los ojos por primera vez.
– Pero sí detener a los culpables, inspector –replicó mientras le sostenía la mirada-. Y lo antes posible.
– Por mi parte no quedará – alegó sonriendo-. ¿Mismo modus operandi?
El subcomisario Cifuentes alzó los hombros.
– Si exceptuamos las muertes de hoy, podría decirse que sí. De todas las viviendas sustrajeron joyas y dinero.
– ¿Ordenadores y demás aparatos de electrónica?
Eva, que así se llamaba la suboficial de la Benemérita, denegó con un gesto.
– Nada que no pueda venderse rápido en el mercado negro.
– Parece que saben lo que buscan. ¿Y en todos los domicilios les han abierto la puerta? –añadió extrañado.
Ahora fue Cifuentes quien habló.
– En los otros aprovecharon la ausencia de sus moradores para entrar. Da la impresión de que están bien informados y sobradamente instruidos.
– Sí. Esa es la impresión que da. También que son un mínimo de dos, o no hubiera logrado asesinar a ambos sin que, al menos uno, tuviera tiempo de dar la voz de alarma.
– También cabe la posibilidad de que los golpeara primero en la base del cráneo– observó Eva-. Ante el impedimento de tocar los cuerpos no podemos descartarla.
– Ni tampoco darlo por hecho. Aguardaremos a la autopsia. ¿Y el forense? –añadió Josué mientras escrutaba a las personas de su alrededor.
– Viene con el juez de guardia –explicó Cifuentes.
– No es el procedimiento habitual –observó.
– No. Pero el coche del forense ha sufrido una avería nada más abandonar Madrid y aguarda a que el juez lo recoja.
– No deben de tardar ya mucho –añadió Eva-. Hace media hora que los he avisado.
– Esperemos – apuntó Josué sin disimular una sonrisa divertida.
Apenas había terminado de pronunciar la última palabra cuando hicieron su entrada en el salón comedor dos hombres delgados, altos y similar corte de pelo. A simple vista, la única diferencia entre ellos era el maletín de cuero negro que portaba el de su derecha y que identificó como el forense.
– ¡Parecen los gemelos del Sur! –observó Josué con su habitual socarronería provocando la hilaridad de Eva.
– Buenos días – habló el del maletín-. Siento el retraso –añadió antes de arrodillarse junto a los cadáveres para comenzar con el análisis preliminar.
– ¿Quién de ustedes está al mando? –quiso saber el otro hombre mirando a su alrededor.
– Yo –dijo presentándose a sí mismo mientras estrechaba la mano del juez.
– ¿Qué opina?
– Todavía nada, señoría. Aunque a priori parece un robo con víctimas.
– En tal caso ¿cuál se supone que es el motivo de que lo hayan llamado a usted?
Josué se encogió de hombros.
– Imagino que se debe a que no es el primero que se comete en esta urbanización. O tal vez sea porque necesitan detener a los culpables cuanto antes.
– Sea como sea, estaremos en contacto. Tenga mi tarjeta, inspector –añadió mientras se la entregaba.
– Por supuesto, señoría. Gracias.
Dos horas más tarde el inspector abandonaba el chalet. No sin antes haber dado cuantas órdenes le parecieron oportunas y de haber recopilado todos los datos que a su juicio eran relevantes para iniciar una investigación.
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