La niebla de los años venideros

La niebla de los años venideros

Felipe Alonso

13/10/2014

La niebla de los años venideros

 

El sueño se interrumpe en la madrugada del viernes veinticuatro de marzo de 2000. Busco a Ingrid con la mano, pero el vacío de esta cama en la que pasó tantas noches me recuerda que ya no existe, que nunca llegó a pertenecerme; ni siquiera cuando usurpé la identidad de Martin Täuber.

Permanezco inmóvil; escucho el silencio de piedra y arce mientras una colosal jaqueca florece dentro de mi cráneo. La casa es una cripta fría.

Cuando el dolor roza lo insoportable, me levanto. El armario del cuarto de baño está bien provisto de analgésicos. En el espejo encuentro un Post-It escrito con rotulador negro:

Está muerta.

Asúmelo, joder.

Estoy en ello.

Arranco el Post-It y dudo un momento con la mano sobre un frasco de cápsulas rojas y negras. ¿Qué son? Las aparto y me trago dos Nolotil. En el salón, Baboso levanta la cabeza, me mira, prosigue con su sueño.

Doy asco. Barba de quince días, bolsas bajo los ojos, palidez cadavérica… También estoy echando barriga.

—Necesitas unas vacaciones —le digo a mi reflejo.

Oh, este chico sí que tiene gracia. ¡Vacaciones! Me fui de vacaciones en 1973 y todavía no he regresado.

Refresco mis párpados hinchados. La costumbre me conduce hasta el estudio. Arrojo a la papelera el Post-It arrugado, pero hay otro sobre la portada del cuaderno azul.

Trabaja, cabrón

Una cuartilla infestada de insectos borrosos cubre la primera página. No reconozco mi propia letra hasta que me pongo las gafas.

La Idea

Intermitencias azules a través de la lluvia. Un letrero azul, con letras blancas: POLICÍA, ACCIDENTE. Alec aflojó la presión del pie sobre el acelerador y cambió a una marcha más corta. Media vuelta al control del volumen redujo la somnífera charla de una tertulia política a un murmullo casi inaudible. Los hipnóticos destellos color cobalto recortaban una silueta humana que movía los brazos. Alec redujo todavía más la velocidad y aparcó en el arcén. Bajó la ventanilla y un joven soldado rubio, cubierto con un empapado poncho verde y el reglamentario casco de kevlar, le saludó.

—Tendrá que dar la vuelta y tomar un desvío. Uno de nuestros camiones ha volcado y la carretera está cortada.

—¿Cortada?

—Completamente.

—Soy médico. ¿Hay heridos?

—No, gracias a Dios.

—¿Puedo echar una mano?

—Gracias, pero no es necesario. Es el camión de las municiones y no podemos permitir que se acerque a él. No tendría por qué pasar nada, pero…

—Me hago cargo, gracias… ¿Tardarán mucho en despejar la carretera?

—En vacío ese camión pesa unas siete mil libras. Antes de moverlo tenemos que vaciarlo y recoger todo lo que se ha caído de la caja. No creo que nos lleve menos de tres horas.

Alec miró la esfera luminosa de su reloj. Eran las cinco y diez. No tenía la más mínima oportunidad de llegar a Nottingham antes del anochecer, pero si decidía esperar a que los valientes soldados de Su Majestad despejasen la carretera llegaría MUY TARDE a su cita con Kia, y ése era un lujo que no podía permitirse después de lo sucedido en la despedida de soltero de Tony. Ella le había dejado muy claro que estaba en período de prueba y que no iba a tolerarle ningún otro desliz. Si quería salvar su relación, tendría que llegar a Nottingham antes de las siete y veinte, con un ENORME y CARÍSIMO ramo de flores y una sonrisa propia del gato de Chesire.

—Gracias —dijo Alec. El soldado se tocó la visera del casco a modo de despedida.

—A su servicio. Lamento las molestias que le hemos ocasionado.

Con aquella condenada lluvia, la maniobra requirió casi dos minutos. Formaba una

En este punto comencé a sospechar que la maldita narración no iba por buen camino. Algo fallaba. Fue una suerte darme cuenta tan pronto; a veces tardo un par de capítulos. Incluso en una ocasión escribí doscientas páginas de basura que luego tuve que arrojar a la papelera, tapándome la nariz con la mano libre.

Suspiro, me rasco la nuca. La cuestión frívola, el último manuscrito inédito de Herbert Klein, se publicó en mayo del año pasado. Llevo desde entonces intentando componer un relato potable, pero me distraigo de continuo; soy incapaz de acabar una narración. Tengo una carpeta llena de cuentos inconclusos; algunos abarcan varias páginas, otros sólo un párrafo. Empiezo a escribir, me desanimo, abandono ese proyecto y comienzo otro. No es que la historia escape a mi control. Cuando eso sucede, hay que dejarla reposar durante un tiempo en el fondo de un cajón y volver a ella más adelante, con la cabeza despejada. Mi problema estriba en la imposibilidad de rematar un texto, como si estuviese tullido o me hubiesen mutilado la mente.

Desde la muerte de Ingrid soy incapaz de concluir nada. Pero no puedo rendirme con este proyecto. Quizá sea mi última oportunidad de volver a escribir. Otras veces me ha tocado pelear con argumentos rebeldes, de los que se niegan a avanzar, y vencí.

Aunque de eso hace toda una vida.

Aparto la cuartilla y leo las primeras líneas del cuaderno.

Kia mira la esfera luminosa de su Swatch. El vidrio se ha roto con la caída, pero el segundero sigue en marcha. Dios bendiga a la industria relojera suiza.

Una narración busca su propio camino, burlándose del escritor que trata de encarrilarla. Cuando esto sucede no tiene sentido luchar; a fin y al cabo el narrador no decide qué novela va a escribir; la obra escoge al autor a través del cual aspira a materializarse. Este oficio no es muy diferente al de médium. Hacia 1797 ó 1798, Samuel Taylor Coleridge soñó con un poema. Al despertarse, podía recordar sin dificultad doscientos o trescientos versos y se puso de inmediato a transcribirlos, pero le interrumpieron hacia el verso cincuenta y cuatro y jamás pudo terminar su Kublai Khan. Robert Louis Stevenson escribió El Extraño Caso del Dr. Jeckill y Míster Hyde casi de un tirón. Con una jarra de café y un frasco de anfetas, Phillip K. Dick podía hilar una novela en una sola noche. Yo mismo redacté el borrador definitivo de El río de piedra en cinco agotadoras jornadas. Cuando hice una primera lectura del manuscrito no pude reconocer mi contribución.

No obstante, el escritor ha de tomar precauciones contra el libertinaje narrativo. A menudo una escena que puede resolverse con una frase se prolonga párrafo tras párrafo. Eso hay que evitarlo. Yo peco de adjetivar en exceso, es mi marca de fábrica, así pues mi principal objetivo cuando abordo una corrección son los adjetivos superfluos. Todo escritor que se precie busca la sustantivación perfecta: dar con el sustantivo adecuado a cada momento, un nombre dotado de tanta fuerza que haga innecesarios los adjetivos.

Hay muchas formas de devolver la vitalidad a una narración postrada. Un relato mediocre puede revalorizarse mediante un recurso tan simple como cambiar la voz que cuenta la historia, a menudo más importante que el relato mismo.

Kia mira la esfera luminosa de su Swatch.

La tercera persona distingue a un narrador ajeno a la acción; impersonal, omnisciente, pedante. Me repatean los narradores presuntuosos casi tanto como los escritores listillos que, parapetados tras la primera persona, ocultan información relevante al lector.

Miro la esfera luminosa de mi Swatch.

La primera persona es un arma de doble filo: Acorta la distancia entre el lector y la historia, le permite identificarse con el narrador, pero reduce el campo visual, limita el relato a una única perspectiva. Sólo vemos lo que el protagonista ve, sólo sabemos lo que el protagonista nos cuenta, pero lo que el protagonista ve puede no existir, lo que nos cuenta no tiene por qué ser verdad. Jonathan Swift jamás conoció a los liliputienses, nunca estuvo en Laputa. Daniel Defoé no vivió parte de su vida en una isla desierta. Uno de los mayores inconvenientes de la narración en primera persona son esos lectores poco despiertos que de forma inmediata le atribuyen la categoría de testimonio.

Todo se reduce a encontrar la voz apropiada. Lo que contamos no tiene por qué ser verdad, pero sí verosímil; debe respetar el protocolo del relato. Se reconoce a los malos escritores porque rompen las reglas que ellos mismos han establecido, nos mienten, emplean los trucos sucios del oficio, como apoyar todo el peso dramático de una narración anoréxica en un giro argumental inesperado, en un cuestionable golpe de efecto condenado al fracaso. Y no hay nada más venenoso para la literatura que la mentira. En el arte no se puede mentir. No lo digo yo, lo dijo Antón Chéjov. Y el camarada Chéjov sabía de lo que hablaba.

Es imposible conservar la fidelidad de un lector al que hemos mentido.

Lo mismo sucede con las personas.

El Relato

Kia mira la esfera luminosa de su Swatch. El vidrio se ha roto con la caída, pero el segundero sigue en marcha. Dios bendiga a la industria relojera suiza. Las manecillas señalan las cinco y cuarenta y dos minutos. Afuera, el sol debe de estar iniciando su lento declive sobre el horizonte. Pronto vendrán a por ella. Buen momento para recapitular. ¿Cómo se ha metido en este lío?

Dosificar la información no es mentir; ayuda a mantener la intriga y nos permite mantener el rumbo mientras establecemos el ritmo narrativo. Cada relato tiene el suyo propio. Si un escritor encuentra el ritmo y la voz apropiadas para su historia, ya tiene medio trabajo hecho. ¿Cómo ha acabado Kia desamparada y con el reloj roto?

El Relato

Reúne los recuerdos de aquella noche funesta. La lluvia, la maldita lluvia que hizo derrapar aquel convoy militar, bloqueando la carretera. Eso no fue culpa de nadie por debajo de Dios, y ¿quién le pediría cuentas a Él? No fue culpa del amable cabo de infantería de Su Majestad que les informó de la situación y les recomendó dar la vuelta y tomar un desvío. Sobre la mano de Tony, el hermano de Alec, esa mano que atiborró el Ford Escort de piezas de desguace recae gran parte de la responsabilidad. Sí, es posible. Fue el nombre de Tony, seguido de una docena de acepciones vulgares del macho cabrío, el que Alec pronunció cuando la caja de cambios del Ford comenzó a carraspear y gemir. No hay duda de que Tony convirtió el pequeño coche azul en una trampa.

Alec se peleó durante casi una hora con un ajado mapa del año 64 en el que no figuraban ni la mitad de las carreteras que conocía. ¿Por qué en la guantera del coche no había un puto mapa actualizado? ¿A quién podía responsabilizar de eso? En aquel momento, la caja de cambios todavía no se había convertido en un problema. Gemía y cacareaba cuando Alec pasaba de la tercera a la cuarta, disuadiéndoles de intentar siquiera meter la quinta con un rugido de gran depredador africano, pero eso no suponía mayor inconveniente. Podían hacer el resto del trayecto sin recurrir a ella.

—Quizá el piñón de la quinta ha perdido algunos dientes y por eso no engrana —dijo Alec. Kia se ahorró la molestia de confesar que sus nociones de lo que eran un piñón y un engranaje no alcanzaban a desentrañar el funcionamiento de un automóvil, el más diabólicamente complicado de los artefactos. Jamás entendería la naturalidad con la cual los hombres hablaban de centímetros cúbicos, volantes de inercia, carburadores, transmisión, par máximo, torsión y demás términos incomprensibles.

Por supuesto, Kia no necesitaba profundos conocimientos de mecánica para darse cuenta de que la situación iba tomando peor cariz por momentos. Presintió el peligro cuando la caja de cambios protestó en una reducción de cuarta a tercera. No obstante, la alarmó todavía más la exasperada maldición de Alec.

—No pasa nada, morena —intentó tranquilizarla, al notar su inquietud, creyendo cumplir así con su deber de macho alfa. Pero Kia sabía que sí pasaba algo. En pocos minutos se habían quedado con sólo tres marchas. ¿Qué cabía esperar, si la caja de cambios seguía desintegrándose? ¿Acabarían sentados dentro de un vehículo inútil, abandonados en mitad de la campiña inglesa?

No fue necesario esperar a que el piñón de la cuarta velocidad siguiese el mismo camino que los de la quinta y la tercera. Si a Alec se le pasó por la cabeza la idea de arriesgarse a hacer el resto del viaje marcha atrás, no lo dijo en voz alta y Kia aventuró una sugerencia, a riesgo de herir su frágil orgullo masculino y abocarlos a una aventura en medio de la nada y bajo aquel aguacero.

—Deberíamos buscar una estación de servicio.

El ego de Alec debía de hallarse bajo mínimos históricos, porque tomó el primer desvío en que una señal oxidada anunciaba la proximidad de una gasolinera.

Así pues, ya tiene la respuesta. Fue ella misma la que, con su desafortunada sugerencia, desencadenó la catástrofe.

Una vez descartado el texto inconcluso, reciclé el material original. La noche lluviosa, la carretera cortada y el desvío sobrevivieron a la poda. Cambié la figura del narrador, mantuve la tercera persona y planteé la acción en dos planos: en tiempo presente, Kia espera en la oscuridad un destino siniestro; en pretérito, recuerda los acontecimientos que la condujeron a su situación de desamparo. No es un mal principio. Puede mejorarse, pero no es del todo malo.

No recuerdo qué motivó esta historia. Cualquier cosa puede inspirarte: un sueño, como a Coleridge; una canción, un recuerdo, el pasaje de un libro, un comentario en la cola del supermercado… Tal vez comencé a hilar este cuento en la sala de espera del dentista o lo rastreé en los titulares de un periódico. Ignoro cómo empecé y tampoco importa. Detesto a los lectores que se empecinan en analizar las influencias de cada frase y cada signo de puntuación. Me recuerdan a esos cabrones que destripan las películas desvelando cómo se ha rodado tal o cual plano, qué filtros se han utilizado o cómo el director de fotografía ha iluminado una escena. La mayoría de los críticos literarios entran en esta categoría de destripadores. Son carroñeros que, salvo alguna honrosa excepción, no han escrito en toda su vida una sola palabra publicable fuera del púlpito conquistado en la prensa especializada; lo cual no les impide impartir lecciones acerca de qué se debe escribir mientras proclaman a gritos la muerte de la novela.

El Relato

En cuanto vio la primera casa del pueblo, Kia sintió un inmediato desasosiego. Los bloques de cemento desnudo, sucio, las tejas cubiertas de musgo y las angostas ventanas acentuaron esa primera impresión. El pueblo era gris, árido y solitario como un camposanto. Filtradas por la lluvia, las casas tenían una apariencia fantasmal. A medida que se adentraban en aquel siniestro villorrio, se hacía más evidente que allí no podía vivir nadie. Todos los cristales estaban rotos y la mayoría de las puertas habían desaparecido o colgaban, lánguidas, de uno sólo de sus goznes. Cuando no se apoyaban contra la fachada del edificio que antaño habían cerrado, o habían sido abandonadas frente al umbral. Si alguna vez aquellas paredes enmohecidas habían conocido la pintura, ya no quedaba rastro de ella. Las superficies de madera, cuarteadas y carcomidas, presentaban el color ceniciento resultado de muchos años a la intemperie y, a juzgar por los botes que daba el Ford, nadie se había molestado en parchear los baches de la calle desde, por lo menos, la última glaciación.

No vieron ninguna señal de vida. No había gente en las aceras, luces encendidas, coches aparcados, setos podados, ni ropa olvidada en los tendederos. La caja de cambios del Ford agonizaba. Avanzaron en primera, a punta de gas, atentos a cualquier cambio en el desolado paisaje.

—¿Aquello es una luz? —preguntó Kia, esperanzada. Un poco más adelante, donde la carretera trazaba una curva cerrada, un edificio aparecía silueteado por un leve resplandor amarillo.

—Lo es —confirmó Alec—. Parece que sí vive alguien en este pueblo fantasma.

Kia hubiese preferido no escuchar esas dos últimas palabras.

Atravesaron el diluvio en dirección a la luz, con los limpiaparabrisas funcionando a pleno rendimiento. A las últimas luces del atardecer, Kia creyó ver un campanario por encima de los tejados ruinosos, pero no habría podido asegurarlo. La hilera de viviendas vacías, todas idénticas, con las ventanas y puertas rotas, le hizo pensar en un desfile de cráneos pelados. Apartó la vista. Alec detuvo el coche junto al local iluminado.

—¿Ves algo? —preguntó. Ella limpió el vaho de su ventanilla. La luz procedía de una solitaria bombilla colgada en la galería de una construcción de planta baja. También reptaba por entre las láminas de las persianas una claridad opiácea. De la fachada colgaba un letrero luminoso de Coca-Cola, apagado y roto. Los vidrios de las ventanas estaban astillados y los fragmentos se mantenían unidos por medio de cinta adhesiva, cuando no habían sido sustituidos por trozos de plástico. Eso era bueno. Había alguien que reparaba los desperfectos y se preocupaba de que el edificio fuese habitable.

Sin embargo, Kia sintió frío en la boca del estómago.

—No me gusta —dijo.

—¿Por qué no?

¿Cómo explicarlo? Aquel edificio le provocaba un nudo en los intestinos. No apreció movimiento alguno, no había sombras aleteando en las ventanas o cortando el quicio de la puerta.

—No creo que tengan recambios de automóvil aquí.

—Pero quizá tengan teléfono —dijo Alec—. Eso me basta.

Apagó el motor y ella estuvo a punto de suplicarle que lo encendiese de nuevo, que el Ford merecía otra oportunidad; pero ese impulso carecía de otra justificación que no fuese su propio miedo irracional.

—¿Vienes? —preguntó él.

¿Entrar en aquel edificio que le erizaba el vello de los brazos? Nunca, ni hablar, jamás, no en esta vida.

—Esperaré en el coche. Haces la llamada y vuelves, ¿no? —agregó, nerviosa. Por un segundo, tuvo la certeza de que, si dejaba a Alec entrar en aquel siniestro bar, nunca más volvería a verle.

—Hago la llamada y vuelvo —prometió él. Kia deseó creerle. Aquel lugar era peligroso. No podía quitarse la idea de la cabeza. Cuanto menos tiempo permaneciese sola en el coche, mejor—. ¿Quieres que te traiga un té o un refresco, si tienen?

—No. Haz la llamada y vuelve aquí disparado.

Él asintió, se subió el cuello de la chaqueta y abrió la puerta del coche.

—Hasta ahora —dijo.

Corrió bajo la lluvia, buscó refugio bajo el alero del bar y saludó a Kia antes de entrar.

Ella encendió la radio y un tumulto de estática atronó los altavoces. Exploró toda la banda de frecuencias sin encontrar una emisora. Ni una voz, ni una melodía, ni el menor rastro de vida en el dial. Sintió el impulso de correr en pos de Alec, pero le imaginó burlándose de su miedo infantil y se contuvo. Encendió un pitillo. La bendita nicotina obró su magia secular, aunque aquel silencio seguía inquietándola. Revolvió las casetes de la guantera y descubrió que Tony había aprovisionado el coche con música de gasolinera, la más vil y degenerada de todas las artes. Encontró entre aquella inmundicia una cinta de Supertramp. Rebobinó la cara A y puso el volumen al máximo.

Es lo mejor que he escrito en los últimos cinco meses. Ahora hay que terminarlo, pero, dado que sé por dónde quiero llevar la historia, ya no me apasiona. El fuego creador se ha enfriado.

Me froto el puente de la nariz. Desde un tablón de corcho, los retratos de Kia y Alec me miran con gesto severo, abandonados a su suerte desde hace una semana. Soy un dibujante regular. He dedicado años a depurar mi técnica. Dibujé a Kia y Alec antes de escribir una sola palabra acerca de ellos. Kia es una muchacha con un cuarto de sangre asiática; bonita, pero nada espectacular, una chica normal, no una supermodelo. Alec me recuerda demasiado al joven Alec Guinnes, pero al intentar algunas variaciones sólo conseguí desfigurarlo, así que respeté el parecido. Coloqué sus retratos en el panel de corcho donde sujeto mis mapas, esquemas y notas. Estoy orgulloso del retrato de Kia. Debería enmarcarlo.

Lo que me atrae del oficio de escritor es el reto de visualizar un escenario, caracterizar a unos personajes, trazar un conflicto y conducirlo hacia su resolución. Plasmar todo eso en una página es la parte más ingrata y monótona del negocio ―y sin embargo la más importante, ya que no puedo imprimir el contenido de mi cerebro―. Por eso reescribo sobre la marcha todos mis relatos, que con frecuencia no se parecen en nada al borrador definitivo.

En los últimos ocho años, me he limitado a revisar y corregir los manuscritos que permanecieron inéditos en vida de Ingrid, custodiados en la bóveda acorazada de cierto banco ginebrino. No he creado nada nuevo. Tengo cinco cajones llenos de páginas truncadas, argumentos de novelas que nunca escribiré y bibliografía que no voy a necesitar. Cada vez que los editores piden una novela, Deirdre me envía un manuscrito, yo lo corrijo y reviso el estilo y la concordancia. Remito el borrador definitivo al señor Varenne, que se lo hace llegar a la agencia literaria Niedeck Linder. Pero el último manuscrito inédito se publicó hace casi un año. La caja de seguridad que lo contenía ya sólo encierra un puñado de genuino aire suizo.

lo único que haces es mantener fresco un cadáver

Corregir viejos textos y empezar una novela de cero son cosas muy distintas. Si no logro volver a escribir, entonces mi tiempo se ha terminado e Ingrid, definitivamente, se llevó con ella todo lo sustantivo.

Me asalta una vieja idea: Un novelista siempre escribe una y otra vez el mismo libro, que es su vida, y cuando consiga una obra maestra estará todo contado y ya sólo podrá esperar la muerte. Quizá por eso no consigo acabar un relato. A un nivel inconsciente tengo miedo de lograrlo, y morir.

Bostezo, busco el tabaco. Revuelvo los cajones. El panel de corcho atrae de nuevo mi atención: Al lado de los retratos de Alec y Kia hay un mosaico de Post-It, cada uno de los cuales ostenta una nota de mi puño y letra. Me levanto y despego uno al azar.

pechos de sidra

Me siento de nuevo ante el escritorio, cierro los ojos y saboreo el sudor avinagrado que corría entre los pechos de Ingrid cuando hacíamos el amor; esos pechos con gusto a manzanas de sidra. Paladeo su saliva, tanteo con la lengua sus gruesos pezones parduscos, achico uno por uno todos los poros de su piel aceitunada. Tengo una erección. Abro los ojos y miro su retrato, en el ángulo de mi mesa: sonriente, viva. Brigit está sentada en su regazo.

Ingrid.

Toda historia que se precie gira en torno a una mujer.

Mi historia, todas mis historias, giran en torno a Ingrid Schultze.

Mi mujer.

No.

Respeto para el camarada Chéjov.

La mujer de Martin Täuber.

Ella es, en cierto modo, la responsable de todo.

Seguro que tengo tabaco en alguna parte. Vuelvo a registrar los cajones. Encuentro un paquete arrugado de Gauloises bajo una agenda del año 87. Contiene tres pitillos un poco torcidos. Me pongo uno entre los labios y busco sin éxito el encendedor. Mierda.

Ingrid me mira desde el portarretratos. Acaricio su cara con un dedo. Tendrá veintisiete o veintiocho años en esta foto. Intacta su belleza sefardita. Rizada melena negra, cara triangular, como una mantis, ojos verde mantis, de mirada torcida y viciosa; carnosos labios oscuros, largos dedos de blancas uñas. Se interponen muchos años entre ella y la decadencia, la ruina, la muerte.

Ingrid Täuber-Schultze.

La Mujer.

¿Por qué nos gustan tanto las mujeres morenas?

Yo sé por qué nos gustan.

La madre de Ingrid se llamaba Eleni Benveniste y era de Salónica, donde vivían otros cincuenta y cinco mil judíos hasta 1943, cuando los nazis comenzaron a llenar trenes en dirección a Auschwitz. El cementerio judío fue expoliado y con el mármol de las lápidas construyeron una piscina para los oficiales alemanes. Al final de la Segunda Guerra Mundial, apenas mil quinientos judíos regresaron de Polonia. La madre de Ingrid se marchó mucho antes de que su ciudad natal cayese bajo la bota del Tercer Reich. Estaba prometida con Mordehay Schultze, un abogado judío-alemán, nacionalizado suizo, que en 1941 le pagó el viaje a Ginebra.

Ingrid, la única hija del matrimonio, nació en 1950 y se reveló muy pronto como una ginebrina atípica. Jamás asumió la rectitud moral y la sobriedad calvinista de sus convecinos. Antes incluso de padecer su primera menstruación, ya coleccionaba rumores alusivos a su promiscuidad. Decían que había dejado de ser virgen a los once años con un hombre casado de Saint-Gervais. Decían que no tenía suficiente con una sola verga. Aseguraban que había abortado tres hijos de otros tantos amantes, que se prostituía, que no le hacía ascos al sexo anal, las delicias sáficas o la pedofilia… En la Ginebra de finales de los 60, algunas personas iban al cine, otras escuchaban la radio y el resto se dedicaba a propagar rumores acerca de Ingrid Schultze.

¿Qué habría sido de nuestras vidas si nunca nos hubiésemos conocido?

Yo tenía cinco años. Ella casi siete. Nuestras madres se detuvieron un momento a intercambiar saludos frente al escaparate de Frette. Ingrid vestía un traje azul marino, llevaba un gorro de paja con una cinta negra y era la niña más bonita del mundo. No podía dejar de mirarla. Admiré su piel olivácea, me recreé en sus ojos de gata y sus negros bucles. Ella me echó un vistazo, arrugó el labio superior y su fría indiferencia me hirió de muerte.

Ya no pude alejarla jamás de mi pensamiento. Perseguía su recuerdo por las calles de Ginebra, la buscaba en todas las niñas morenas que se cruzaban en mi camino, le atribuía las más elevadas virtudes y desesperaba de hacerme algún día digno de ella. Alguna vez creí verla por el rabillo del ojo al doblar una esquina, o a través de las lunas de nuestro coche, caminando en la acera opuesta. Perdí el apetito. Me pasaba los días sin despegar los labios y las noches soñando con ella. Mis padres no sospechaban la razón de mi comportamiento. Mi pediatra me recetó vitaminas.

No tuve noticias de mi amada durante algún tiempo. Resignado a una vida de soledad y sufrimiento, cierta tarde de otoño arrastraba mi miserable vida fuera del cine Alhambra cuando oí a mamá chasquear la lengua en señal de desaprobación.

—¡Qué poca vergüenza! ¡No sé cómo se atreve a salir a la calle!

Le pregunté a quién se refería.

—A esa Ingrid, la judía. ¡Qué poca vergüenza!

Seguí su mirada y un rayo me golpeó. Una beldad morena y de ojos verdes, en la que reconocí a la niña del sombrero de paja, aguardaba a que su acompañante pagase las entradas en taquilla. Ingrid tenía por aquel entonces catorce años, ya revelaba la mujer en la que iba a convertirse y había comenzado su colección de escándalos: tres meses antes la habían sometido a un aborto. Circulaban toda clase de leyendas acerca de la identidad del padre.

Ni siquiera recuerdo quién la acompañaba. No podía apartar la mirada de ella. Cruzó a nuestro lado, tan cerca que rocé con la mano el vuelo de su falda. Creí que me sonreía, aunque lo más probable es que le divirtiese mi expresión embobada.

—Señora Täuber… —dijo, haciendo una finta que pretendía pasar por un saludo—. Martin…

Mi nombre era fuego en su voz aguardentosa. Deseé morir allí mismo y llevarme de esta vida el recuerdo de su olor afrutado, sus ojos verdes, sus negros bucles, pero la muerte no tuvo piedad de mí.

Estaba menos que vivo y peor que muerto.

Estaba enamorado.

Fue en esta misma casa de Crooe, en el valle de Verzasca, Tesino, en la Suiza italiana, donde pasé mi convalecencia tras abandonar el hospital cantonal de Ginebra, un año y seis meses después del Accidente. Mamá e Irene me acompañaban. Aún no estaba en plena forma, pero mi salud mejoraba día a día y sólo en ocasiones volvía a usar las muletas. Tenía suficiente con un bastón. El número de etiquetas y notas repartidas por toda la casa también había disminuido de forma considerable. Un profesor particular supervisaba mis estudios hasta la hora del almuerzo, después hacía los ejercicios de rehabilitación y dedicaba el resto de la tarde a leer o jugar con Irene. Los médicos me recomendaron practicar la natación, así que mamá hizo reparar la piscina e Irene y yo nos pasábamos casi toda la tarde chapoteando. A veces metíamos en la piscina una vieja barquichuela que había en el cobertizo del jardín y nos tendíamos a dormir la siesta en ella, mecidos por la brisa, abrazados como amantes, su húmedo cabello derramado sobre mi pecho.

Ingrid llegó al final de una enervante tarde de agosto. La recibí bajo los cerezos, sentado en una tumbona del jardín, con un libro sobre mi regazo.

Irene, en bikini, montaba guardia a mi lado, marcando con el pie el compás de la música que emitía el transistor. La llegada de Ingrid disparó sus alarmas. Aquel verano le pertenecí casi por entero. Valentine Ledoyen, mamá y ella habían sido las únicas mujeres de mi segunda vida, pero ahora acababa de aparecer en la terraza una princesa del Cantar de los Cantares, una rival. Anna Täuber-Kauffman había traído al enemigo a su propio campo.

Ingrid cautivó mi sentidos desde el primer instante. Llevaba puesto un vestido floreado sin espalda, sandalias y un sombrero de paja que se quitó nada más verme. Mamá aseguró que ya nos conocíamos. Descubierto de nuevo su delicioso perfume a manzanas, intenté incorporarme y ella me vio tan inseguro que sujetó mi brazo. Su mano, de una suavidad indescriptible, estaba caliente y húmeda. Sus ojos verdes como manzanas rebosaban preocupación

Es un placer conocerla, señorita Schultze. ¿Le apetece sentarse?

Ingrid interrogó a mi madre con la mirada y esperó su asentimiento antes de aceptar una hamaca. Mamá se sentó a mi izquierda, en un taburete. Si Ingrid esperaba encontrarse a un enfermo de tez mortecina y aspecto famélico, se llevó un chasco. Yo era la viva imagen de la salud. Estaba bronceado y tenía el cabello más rubio que nunca, los brazos fuertes, el pecho ensanchado por la natación. Me pregunto qué efecto produjo en ella mi mirada de recién nacido, si es que tuvo efecto alguno.

Dieciocho meses antes había muerto y vuelto a la vida. En Crooe viví mi segunda infancia, aprendiéndolo todo de nuevo: a hablar, a leer, a caminar, a comportarme en la mesa; después Historia, Matemáticas y Filosofía. En agosto había progresado tanto que, por un instante, la recuperación completa pareció posible.

Tú e Ingrid ya os conocéis, Martin —dijo mi madre.

Fue antes del Accidente, ¿verdad? —pregunté a Ingrid—. Lo siento, pero no recuerdo nada anterior al Accidente.

Lo sé —dijo ella, y oí por vez primera su sensual voz aguardentosa—. Me lo han contado. Yo en cambio, me acuerdo muy bien de ti.

Sorprendí una nube de tristeza en la mirada de mi madre.

Erais amigos… Buenos amigos… —dijo. Irene se colocó detrás mío y depositó una mano en mi hombro, reclamando su posesión. Le acaricié los dedos—. Compartisteis cosas muy íntimas.

Con el rostro ardiendo y un hilo de voz casi imperceptible, Ingrid dijo:

Martin, tú y yo… tú y yo fuimos… amantes, antes del Accidente, ¿entiendes?

Las uñas de Irene se clavaron en mi hombro. Busqué la mirada de mamá, pero ella me evitó, así que volví a Ingrid.

Creí que ya tenía novia… —dije, recordando la virginal palidez de Valentine Ledoyen.

La tenías… —confirmó mi madre—. Y además hiciste el amor con Ingrid. Nosotros no lo sabíamos.

Como cada vez que descubría algo nuevo acerca de mi perdida infancia, fui incapaz de reconocerme en aquel Martin ya desaparecido. Pensaba en él como en un forastero cuyo puesto había usurpado, y al que tenía crecientes motivos para detestar cuanto mejor le conocía. ¿Salir con dos chicas a la vez? ¿Engañar a Valentine? ¿Qué clase de canalla haría algo así?.

¿Es que nos veíamos a escondidas? —pregunté. Un niño pone en apuros a la gente con su inocencia. Mamá enrojeció e Ingrid apartó la mirada. Al fin, incómoda y atropellándose, mamá me dio una explicación.

Salías con Valentine —dijo—. Ella era… tu novia… Pero también tuviste un… par de… deslices… con Ingrid… No lo sabíamos porque no nos lo contaste… Supongo que para no herir a Valentine.

Aquello tenía sentido: Valentine era maravillosa y jamás le haría daño a sabiendas. Cuando comprendí que ella ya tendría conocimiento de lo sucedido con Ingrid y que eso la haría sufrir, me invadió la angustia. Prefería perder un brazo antes que hacerle daño a Valentine.

¡Pobre Valentine…! —exclamé—. ¿Ella lo sabe?

Sí, lo sabe.

Entonces estará muy enfadada conmigo —dije, entristecido—. ¿Puedo llamarla para pedirle perdón?

Luego la llamarás, cariño, no te preocupes.

Mamá trajo refrescos y se llevó a Irene al otro extremo del jardín, desde donde consagró la tarde a lanzarnos miradas asesinas. En cuanto dispusimos de esa relativa intimidad, Ingrid relató cómo empezó «lo nuestro». Así lo expresó, con un tono de voz que sólo puede transcribirse entre comillas.

En aquella ocasión no me resigné a morir de amor por las esquinas. Ya no era un niño de cinco años, sino un aguerrido hombrecito de doce decidido a conquistar a Ingrid. Averigüé su dirección y le envié flores. Ella las rechazó. Declinó mis invitaciones a merendar. Le regalé mil chucherías que me fueron devueltas sin abrir. Desesperado, le remití una empalagosa elegía en la que lamentaba su desdén. Ella corrigió la ortografía y el estilo, además de añadir algunas hirientes glosas acerca de mi caligrafía y mi métrica atropellada. Esto último fue el colmo, pues yo creía tener una letra preciosa y estaba seguro de que el poema era muy bonito. Escribí una réplica apasionada y recibí, a vuelta de correo, una antología de poetas alemanes. Devoré aquel librito, memoricé cada verso, perpetré rimas imperdonables tratando de ponerme a la altura de sus autores y, una enciclopedia de ripios más tarde, me encontré leyendo unos versos de los que apenas osaba confesarme responsable.

Alas al viento,

alas al viento,

¡ojalá tuviera alas

con las que peinar el viento!

Viento en las alas,

viento en las alas,

¡ojalá tuviera viento

que peinar con mis alas!

No me atreví a cambiar ni una coma. Había logrado poner por escrito el clamor de mi corazón lacerado. Pasé a limpio aquellas dos sencillas estrofas sin lema ni título. «En verdad todo ángel es terrible», me lamenté en la solapa del sobre antes de arrojarlo al buzón. Tras dos semanas de silencio, cuando ya había descartado mis últimas ilusiones, una llamada telefónica me devolvió la esperanza.

—Vale, me rindo —imposible no reconocer aquella voz—. ¿De dónde lo has copiado?

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