CARTA DE AMOR EN CASA RABINA

CARTA DE AMOR EN CASA RABINA

Podría decirles que la idea se me ocurrió mientras, por ejemplo, me tomaba tranquilamente una taza de achicoria en el patio de mi casa, disfrutando del amoroso arrullo de las flores de la buganvilla. Pero en tal caso estaría faltando a la verdad, y no es esa la mejor manera de comenzar esta curiosa historia. En realidad, fue el Celestino quien un día, mientras charlábamos de nuestras cosas en su huerta de hortalizas rodantes, me soltó el tema. Alguien tendría que contar todo esto, Pepín, me dijo el viejo zorrillo. Y tenía razón el hombre. No crean, la historia en sí es muy interesante, tanto como aburrida es la vida de un vendedor de seguros. No trato con esto de ofender a nadie. Habrá, no lo dudo, vendedores de seguros con una vida personal interesantísima; pero ése no era mi caso.

Supongo que habrán deducido que mi profesión es ésa: vendedor de seguros… o lo fue, al menos. Pero en mi caso particular, que la profesión con la que me procuraba el sustento fuera el paradigma del aburrimiento es tan solo una anécdota redundante. Ya era un tipo gris mucho antes de ejercer ninguna profesión. Los primeros años de mi vida, como le ocurre a todo el mundo, se me hicieron eternos, pero a diferencia de la mayoría, los años pasaban ante mis narices sin que apenas reparase en ellos, como el niño que observa pasar un tren desde el andén y lo único que se le ocurre es saludar con la mano, con lagañas en los ojos, dos velas de mocos y cara de pasmao. Supongo que pensaba que la Vida (sí, así: con mayúsculas) era algo que sólo le sucedía al resto del mundo. No tenía ninguna consciencia de que los días, meses y años que se iban consumiendo muy bien pudieran pertenecerme, y no me preguntaba siquiera qué podía hacer con ellos, cómo usarlos o en qué gastármelos.

Una vez, ya en el instituto, recuerdo cómo un profesor de filosofía, don Eladio, comentaba, al hilo de alguna de aquellas lecciones magistrales que tanto se estilaban entonces, que a veces tenía la sensación de que llegaba tarde a todas partes. Por supuesto, fue una reflexión filosófica, no se refería a su falta de puntualidad ni nada por el estilo, de hecho, era ésa la virtud de don Eladio que más nos sacaba de quicio. No recuerdo de qué estaba hablando exactamente aquel día, no sé si explicaba los presocráticos o la sofística, el estoicismo o la escolástica —por aquel entonces las explicaciones de los profesores eran como un rumor lejano que nada tenían que ver conmigo, siempre ocupado observando el ir y venir de las musarañas—. Como digo, no sé con qué ilustre filósofo andaría enmarañado don Eladio aquella vez, pero lo que sí recuerdo perfectamente es que cuando dijo aquello de llegar tarde a los sitios captó inmediatamente mi atención. Y es que ésa había sido una sensación que siempre me había acosado: cuando por fin me hice más consciente de mí mismo, se acabó la primera etapa de la EGB; cuando conseguí, a duras penas, acabar el instituto, el paro asolaba toda la provincia; cuando por fin reuní fuerzas para entrarle a un chica, ya se me había adelantado otro… Podría hacer un extenso listado con sentencias como éstas que tanto me preocupaban por aquel entonces. Podrán entender ustedes que no era el ser humano más positivo del mundo… Más bien todo lo contrario.

Supongo que se preguntarán, en virtud de las pocas líneas expuestas hasta el momento, cuánto de interesante puede ser una historia contada por un individuo como yo; es más, no querrán ni imaginar a qué llamaré yo “historia interesante”. Es una buena pregunta, desde luego, sobre todo si prescindimos de la ficción. Estarán ustedes conmigo en que hay historias muy interesantes narradas por señores como Lope de vega, H.G. Wells o Julio Verne de los que no sabemos (al menos yo) cuánto de aburridas fueron sus vidas. Historias basadas, como no, en la palmaria y portentosa creatividad de sus autores, esa esquiva cualidad que nunca parece pertenecerle a uno. Pero como digo, no es este mi caso. Aunque distraído, defecto que se atribuye con alguna frecuencia a genios y artistas, nunca anduve sobrado de inventiva. En este sentido estoy con ustedes: con estos precedentes, la historia no promete gran cosa. No obstante, les aseguro que la historia tiene su interés —si les sirve de algo la palabra de uno que se ha ganado la vida asegurando—. Y es que no se trata de ninguna creación literaria, ni tampoco de las memorias de mi insulsa vida…, al menos no de mi vida antes de morir. La historia que les relataré trata sobre mi muerte, o para ser más preciso, sobre la vida que tuve tras morir, o sobre mis experiencias de cuando me vi obligado a ejercer de muerto, o sobre mi existencia en otro plano de la realidad, o tal vez en otra dimensión, o incluso en otro planeta…, en fin, exprésenlo como quieran. El asunto es que la historia que les voy a relatar comienza el día de mi fallecimiento.

Me saltaré los trágicos acontecimientos que provocaron mi muerte, entre otras cosas porque carecen de todo interés literario; incluso de todo interés, a secas. Como ya les he insinuado, no la echo de menos… a mi vida, me refiero. La recuerdo como un lienzo a medio bosquejar, con apenas unas líneas garabateadas, una vida casi vacía y aun así pesada, sin más dimensión que la línea recta, ni más propósito que la subsistencia. Los días se sucedían sin saber muy bien qué hacer con ellos, incapaz de salir de la interminable secuencia de trabajar, comer y dormir. Lo peor era que desde que sonaba el despertador hasta que me acostaba me veía obligado a soportar la pesada carga que yo mismo suponía para mí mismo. Sí, señores, así de claro lo digo. Supongo que el verdadero problema radicaba en esta última cuestión. Habrá personas que se sientan plenamente realizadas con menos de lo que yo tenía, no lo dudo. Sí, quizás mi problema residía en eso, en un enfoque inadecuado de la existencia, o en una total falta de perspectiva, o en cierta debilidad de mi autoestima, o en la necesidad de reinventar mi agotado yo espiritual, o en otra de esas zarandajas de índole pseudofreudiana de la que tanto abusan algunos psicólogos. También influía la soledad, claro; siendo egoísta, me hubiera venido muy bien alguien que me hubiese ayudado a cargar con mi penosa vida. Lo dicho, no la echo de menos. Así que comenzaré mi relato contando mis primeros pasos por el trasmundo, aunque en aquellos momentos iniciales, eso que me estaba sucediendo (me refiero a lo de morirme), era poco más que una inquietante sospecha.

Comenzaré con una descripción geográfica de lo que me encontré: Desperté en un lugar donde no había nada de todo aquello que, un cristiano no practicante como yo, pudiera esperar del cielo. No vi a san Pedro por ningún lado, ni había blancas nubes algodonosas por las que caminar, ni bellos querubines celestiales revoloteando por todas partes, ni deslumbrantes arcángeles de lánguida mirada tocando la lira. Tampoco me encontré oscuras cavernas con fuegos infernales e individuos cornudos sustentados sobre retorcidas patas caprinas. Quizás fuera por todo esto por lo que no entendía bien qué me estaba sucediendo. En lugar de todo ello, y de buenas a primeras, me vi en la nada… No en la nada rigurosa, material, de la que nos hablan los físicos y los filósofos, sino en la nada “práctica” de alguien acostumbrado a las comodidades del siglo veintiuno. El asunto es que me encontré caminando por un sendero, y aunque acababa de tomar consciencia de ello, supuse, no sabría decir por qué, que llevaba mucho tiempo haciéndolo. Dunas, polvo, arena y más dunas. Eso era todo. Una enorme extensión de terreno yermo se prolongaba ante mis ojos. Confuso, me quedé un rato allí plantado, con los brazos lacios como dos colgajos sin vida. Volví cansinamente la mirada hacia el sendero que, como digo, debía llevar ya un buen rato recorriendo (o al menos debía haberlo estado haciendo mi cuerpo completamente vacío de mí), y el panorama no era mucho más alentador. El polvoriento camino partía en dos todo lo que me rodeaba, para luego perderse por ambos extremos, donde las dunas se confundían con la tupida mortaja de nubes que colmaba todo el firmamento. Pero no podía hacer otra cosa que seguirlo, después de todo era la única pista que animaba mis pasos. Tenía que andar con mucho tiento, ya que en un descuido podría llegar a pensar que en lugar de ir, volvía. Y es que no había modo de orientarse en aquel lugar. El sol andaba perdido tras el denso velo blancuzco y no daba señales de vida. Ni siquiera podía contar con mis propias huellas, porque éstas se desvanecían en cuanto me daba la vuelta. Había incluso llegado a acariciar la idea de volverme, de desandar el camino. Pero, ¿cómo saber qué es mejor? No, no. Había que seguir adelante.

Después de un buen rato me quedaban ya pocas dudas de que había pasado a mejor vida, aunque dada mi situación la expresión en sí me pareció demasiado optimista. Ayudó a tomar consciencia de ello el hecho de que, mientras caminaba por aquel desierto, comenzaron a asaltarme numerosos fogonazos de luz que me revelaban imágenes inconexas; una, y otra, y otra más, hasta conseguir, fragmento a fragmento, componer en mi memoria un recuerdo que tenía ya poco de sorprendente: un breve cortometraje sobre mi funeral. Pero esto en particular lo voy a narrar más adelante. De momento me ceñiré a mi primer paseo por aquel extraño camino. En aquella surrealista situación, no dejaba de pensar en la poca consideración que estaban teniendo conmigo. ¡Que me he muerto, coño! ¿Cómo no ponen a alguien para recibir a los recién llegados? ¿Alguien que les cuente de qué va todo esto, que les tranquilice, que les atienda? Menos mal que al menos no hacía calor. Ni frío. No me abrasaría, ni me congelaría; ni tampoco me mojaría ya que todas aquellas extrañas nubes no barruntaban agua. Un triste consuelo para el cabreo que llevaba encima. Pero había una cosa más que me inquietaba sobremanera: ¿Dónde estaban los demás muertos… o, si quieren, las almas, o los espíritus, o los entes, o las esencias, o las psiques…? No esperaba que aquello fuese una feria, pero jamás hubiera pensado que ese camino iba a estar así de abandonado. Después de todo, ¿cuánta gente muere todos los días en el mundo?

De cuando en cuando me parecía oír el agudo silbido de alguna ráfaga de viento. Era eso lo único que parecía moverse en aquel lugar. Ni siquiera yo mismo parecía que me moviera. Andaba y andaba por un paisaje imperturbable, en el que para nada se manifestaba el avance de mis pasos. Al final, después de no sabría decir cuánto tiempo, ocurrió algo que hizo que desechara tal idea: allá en el horizonte apareció la inconfundible silueta de un pueblo.

Aligeré el paso y, aunque a un ritmo lento y a ratos desesperante, al menos ahora sí percibía mi avance. Me costó algún tiempo, pero al fin llegué a lo que parecía el lindero de aquel pueblo; un pueblo curiosamente familiar. Nada más pisar el asfalto me percaté de que, no muy lejos, había un señor que me miraba desde la sombra de una bonita marquesina (bueno, en un día soleado aquella marquesina hubiera arrojado sombra). Apenas tardé un minuto en estar a su altura. Estaba sentado del revés en una silla de madera, con los brazos apoyados en el respaldo. Lucía una boina negra, pantalones de pana, camisa de cuadros y una rebeca verde limón. Lucía un gastado alzacuello, cosa que me llamó mucho la atención.

—¿Despistado? —me preguntó el viejo.

—Más bien jodido —respondí bruscamente. Se iba a enterar éste. Estaba a punto de iniciar una buena retahíla de los insultos más soeces que ya se me agolpaban en la punta de la lengua cuando habló de nuevo el anciano.

—Pues como todos —había soltado aquella frase encogiéndose de hombros. Luego, añadió—: ¿No te vas a cambiar?

Fue entonces cuando me miré. Lo cierto era que aún vestía aquel esperpéntico traje negro. En algún rinconcito de mi memoria recordaba, o me parecía recordar, a un par de individuos malhumorados, vestidos de blanco, despotricando sobre el partido del sábado mientras disfrazaban mi cadáver de muerto.

—¿Por qué? —pregunté sin entender.

—Chaval, es que tienes una pinta de muerto que das pena.

¿Qué tengo pinta de muerto? ¿Este tipo qué se ha creído?, fue lo que pensé, claro.

—Ya veo que se cree usted muy gracioso, pero no sé si se habrá dado cuenta de una cosa: ¡Me acabo de morir, coño!

—Ya lo sé, hombre, era solo una broma —dijo sonriente el cura que, luego supe, se llama don Rogelio—. Sólo quería que iniciaras tu andadura por Casa Rabina con una sonrisa.

 

UNO

 

Después de encontrarme a don Rogelio en la marquesina, en los arrabales de aquel pueblo… ¿fantasma?, y después del breve arrebato que sufrí ante sus comentarios, me fui poco a poco tranquilizando. Lo cierto es que don Rogelio es un señor muy tranquilo, de cara amable y mirada apacible, de esa clase de persona a la que es muy difícil sacar de quicio, con reacciones siempre pacíficas y sonrientes. Me rogó que me calmara, suavemente, paternalmente. Comenzó a explicarme que no tenía de qué preocuparme, que había llegado a un lugar en el que sería acogido, querido y atendido en todas mi necesidades. Un rincón maravilloso, decía, un lugar de situación espacial y temporal ignota y remota; un pueblo llamado Casa Rabina. Me pidió que le siguiera, que tenía que presentarme ante sus feligreses y, como tampoco tenía más remedio, así lo hice.

Ya les dije que el pueblo me había resultado familiar antes incluso de llegar a él, ya desde el interminable sendero polvoriento, cuando lo único que se apreciaba era su perfil recortado contra las nubes. Aquella sensación persistía a medida que me iba adentrando en sus calles, entre sus humildes casas, observando sus fachadas, sus calzadas y aceras, sus esquinas, sus rincones. Es más, aquella primera impresión fue en aumento hasta convertirse en un pálpito urgente que buscaba explicaciones en mi memoria: una barbería con un rótulo a medio caer, un bar que hacía esquina con una tienda de ultramarinos, una botica verde oliva, una florida cruz de forja en una placita diminuta, calles y pequeños callejones a medio pavimentar, solares con tendederos cargados de ropa que impregnaba el aire de un penetrante olor a detergente barato… Todo resonaba acuciante en mi cabeza. Pero no fue hasta que llegamos a la iglesia, de porosa piedra ostionera, cuando entendí el porqué: estaba en mi pueblo, pero no en el pueblo que dejé antes de morir, sino en el que viví cuando tenía pocos años, cuando era sólo un crío. Y no es que les esté hablando de pueblos diferentes, nada de eso, hablo del mismo pueblo muchos años atrás.

Una vez dentro de la iglesia, don Rogelio llamó a uno de los monaguillos y le dio unas instrucciones que yo, ocupado observando las vidrieras de los laterales, no entendí. Poco después, mientras el cura me indicaba que me acomodara en un banquito de madera situado bajo el retablo, muy cerquita del púlpito, oí como comenzaban a sonar las campanas. No pasó mucho tiempo hasta que también comenzaron a entrar los parroquianos.

Ahora, si me lo permiten, haré un pequeño ejercicio de inventiva y les relataré cómo pudo haberles afectado mi llegada a ciertos personajes de la historia. Aunque, si les soy sincero, no se trata de ningún malabarismo creativo ni de ningún alarde de proyección narrativa, no, no, nada de eso, en realidad tuve tiempo de saber, poco más o poco menos, como se desarrollaron los acontecimientos antes de que fuera presentado en el pueblo.

 

“Mientras tañían las campanas de la iglesia, si alguien pudiese observar Casa Rabina a vista de pájaro vería, a buen seguro, que un pequeño individuo con una fisonomía un tanto ratonil, corría entre las casas que componían una de las mejores zonas del pueblo para terminar entrando en una de ellas.

—¡Tastigales! —gritaría Feliciano Perdonco, alías el Pestiños, mientras entraba en el desvencijado corral que hacía las veces de vestíbulo. Las gallinas correrían asustadas a su paso mientras atravesaba la casa de lado a lado, hasta entrar en el pequeño taller donde el viejo Durán Tastigales estaría entretenido tallando sus jamones de madera— ¡Tastigales!

Y allí, efectivamente, se encontraría a Tastigales, sentado en la única silla del taller y ocupado en una de sus suculentas obras de arte. Éste, probablemente, ni tan siquiera se dignaría en volver la cara hacia su nervioso vecino. Durán es un hombre de pelo cano recogido en una trenza con la que, sentado como no me cabe duda que estaba, podría secarse los pies (si alguna vez se molestara en lavárselos, claro). La barba, también trenzada, no le iba a la zaga. Cada rincón del pequeño taller había sido tomado por legiones de jamones tallados todos en madera. Los había que estaban dispuestos de forma que pretendían adornar la estancia, pero los más se apilaban por los lugares más peregrinos de aquel pequeño recinto. Los había de todos los tamaños, y de todos los colores.

—Vaya, estás aquí —diría Feliciano el Pestiños.

—Donde siembre, Perdonco.

—¿No oyes las campanas? Están tocando a muerto.

—¿Y? —preguntaría sin dejar de sacarle lonchas de madera al jamón.

—Quizás sea un pariente tuyo.

—A mí no me quedan parientes, Pestiños, ni vivos ni muertos —sería la más probable contestación de Tastigales.

Quiero pensar que poco después se reuniría con ellos María Andújar, una anciana delgada que ha perdido todos los dientes y casi todo el pelo. Siempre se la ve vestida con la bata de guatiné y unas babuchas de andar por casa. No había chisme que no pasara por aquellas orejas llenas de pringue y que luego no saliese por su desdentada boca. Hago esta suposición por el hecho de que María vive a apenas unos minutos de Durán y del Pestiños lo cual les garantiza, a su pesar, estar al día de todo lo que iba sucediendo en el pueblo. Ya les adelanto que tuve oportunidad de conocer muy bien a la señora, y puedo decirles que hay mucho más dentro de su clareada cabeza de lo que parece a primera vista.

—Ahora sabremos quién es el muerto —aseguraría Durán mirando a la recién llegada.

—Durán, a ver cuando tallas unas sillas. Tienes a todas las visitas de pie.

—Así se hacen más breves —respondería Durán—. ¿Quién es el muerto?

—Acabo de ver al Casimiro, que esta mañana se había encontrado con el Tres dientes. Por lo que he podido saber, el cura le dijo al Tres dientes que es de los Arrieros.

—Arrieros hay muchos.

—Eso le dije yo.

—¿Al Tres dientes?

—No hombre, al Casimiro—respondería la Andújar. Luego, en tono confidencial, añadiría—: También me dijo que el muerto es un hombre joven.

—¿Joven? —preguntaría pensativo Durán. Y tras dejar pasar unos segundos, volvería a preguntar—. ¿Un hijo de Mariana, la que vino de Cuba?

—Eso creo yo —respondería María Andújar con ojillos traviesos.

—¡Vaya, esto se va a poner interesante! —exclamaría nervioso Feliciano.

—Pues ya era hora, vaya un pueblo aburrido.

—Pues venga vamos, ya sabéis que a don Rogelio le gusta que asista todo el mundo.

Durán, sin disimular la pereza que siempre le ha dado salir de su taller, dejaría cansinamente la reluciente navaja con la que había estado trabajando encima de la mesa, junto a unos jamones de menor tamaño. Luego, muy tranquilamente (eso casi como si lo viera), dejaría la pieza que había estado tallando en el suelo, junto a la silla. Recuerdo aquel trabajo suyo, apenas le faltaban unos pocos detalles para convertirse en la escultura de un auténtico jamón de pata negra.

Saldrían los tres del taller y, probablemente, antes de salir del corral, Durán tendría una de aquellas conversaciones con la Mari, la gallina más joven del corral:

—¿A ver cómo te portas, Mari?

La Mari lo miraría un instante, entre avergonzada y dolida, pero aquello probablemente le durase poco y volvería a sus quehaceres, como si la cosa no fuera con ella.

—¿Sigue la Mari enamorada de Sebastián? —querría saber María Andújar. Estaba al corriente de las tensiones que había últimamente en aquel corral, así que deduzco que sentiría curiosidad.

—Como una colegiala. En cuanto me doy media vuelta se dedica a llamar la atención del gallo, y claro…, las gallinas viejas no están para gaitas. Al final siempre termina llevándose algún picotazo.

—¿Y Sebastián?

—Sebastián no quiere nada con ella, mujer. ¿Por qué iba a querer? Él es el gallo del corral, tiene a todas suspirando por sus huesos.

—Yo haría lo mismo —diría el Pestiños con admiración. No puede Feliciano Perdonco presumir de un juicio muy fino.

Juntos los tres tomarían la calle principal en dirección a la iglesia parroquial. La eficacia de María Andújar difundiendo las noticias está fuera de toda discusión, así que no dudo ni un instante que se debieron encontrar todo un tropel de personas marchando en procesión hacia la iglesia, repitiendo las mismas palabras que la Andújar les había soltado momentos antes a Tastigales y a Feliciano: “Que si el muerto es un Arriero… Que si es el hijo de la Mariana…”.

 

Concluso ya este ejercicio de imaginación, continúo con la narración donde la dejé, cuando los parroquianos estaban entrando en la iglesia. A medida que cruzaban las puertas los cuchicheos iban cesando y, en su lugar, todos estiraban sus pescuezos buscando, supongo, la confirmación de los rumores que a buen seguro, y como ya les he narrado en los párrafos anteriores, habrían escuchado por boca de la Andújar. Pude entonces darme cuenta de que no sólo las calles y edificios, las casas y las tiendas, me resultaban familiares, también algunas caras de los vecinos de Casa Rabina me parecía haberlas visto antes. Una vez hubo amainado todo el ajetreo, don Rogelio tomó la palabra:

—¿Estamos todos?

—¿Cómo vamos a estar todos, don Rogelio? Falta mucha gente, ¿no lo ve? —dijo alguien cabreado desde los bancos.

Don Rogelio compuso una sonrisa de resignación, como si siempre sucediese lo mismo y hubiese pasado mucho tiempo desde que perdiera la esperanza de que eso cambiase.

—A ver, ¿quién falta? —preguntó con un suspiro.

Ahora que pienso sobre aquello, y después de conocer con mayor profundidad Casa Rabina, debo confesar que la pregunta, efectivamente, era un tanto absurda; allí apenas había una pequeña parte del pueblo. Quiero pensar que, aun sin mucha convicción, don Rogelio se esforzaba en ignorar el poco caso que le hacían sus feligreses, quizás con el fin de mantener su postura respecto a la importancia de que todos asistan a la iglesia cuando llega un nuevo miembro. Sin embargo, a pesar de la estupidez que parecía encerrar la pregunta, los allí presente comenzaron a lanzarse miradas los unos a los otros en busca de aquellas ausencias por las que el cura preguntaba.

—Falta Julián, el Rebollo —dijo alguien.

—Y Juan Castañeda, el Almadrabero. —dijo otro.

—¡Eh, que yo no falto, Marquesito! —exclamó el Almadrabero—. El que falta es Tomás Mejías, el Ladislao.

—¡Bah, a ése que le den…! —exclamó el cura espontáneamente.

Entonces, mientras todos andaban murmurando y denunciando a los no presentes (y como ya hemos visto, también a algunos de los presentes), fue cuando pude ver cómo una mujer entraba en la iglesia y se sentaba en la última fila. Lo que me llamó la atención no fue el hecho de que llegase tarde a la ceremonia (de hecho, no fue la última persona en llegar), sino más bien como lo hizo; de una manera muy discreta, casi furtiva. Se trataba de una mujer mayor, ataviada con un traje sencillo y alegre. Me intrigó tanto la actitud de la anciana que al principio no reparé en lo que su llegada había provocado en el resto de los asistentes. Supongo que sería don Rogelio el primero, después de mí, en percatarse de su presencia, ya que se quedó callado con la mirada puesta en la recién llegada. Los parroquianos, percatándose de aquel proceder, no tardaron en torcer sus cabezas en busca de aquello que suscitaba el interés del sacerdote. El volumen de los murmullos no tardó en hacerse molesto, hasta que don Rogelio, haciéndose de nuevo dueño de la situación, inició la liturgia:

“Levantaos —Todos se pusieron de pie. Yo, que nunca me he aclarado con eso de levantarse y sentarse en misas y oficios, lo hice con unos segundos de retraso—. Hermanos, estamos aquí reunidos para acoger el alma de nuestro hermano José Martín-Lucero Fabiano, muerto el quince de mayo del corriente a la edad de veintinueve años. Recemos un Padre Nuestro en agradecimiento por la concesión de su Salvación Eterna.”

Todos los asistentes comenzaron a recitar la oración mientras, de mala gana, devolvían su atención al púlpito. Sin duda alguna era más fuerte la  curiosidad que suscitaba la presencia de aquella mujer que el afán por agradecer mi “salvación”. A diferencia del resto, mi posición me permitía seguir observándola con cierto disimulo, por lo que pude darme cuenta de que tampoco la señora tenía todos los sentidos puestos en la plegaria solicitada por el sacerdote. Aquella mujer, de vez en cuando, lanzaba fugaces miradas hacia el púlpito, más concretamente hacia… bueno, hacia mí. El caso no era para menos, ya que aquella mujer no era otra que mi madre. Sí, señores, mi señora madre era quien había entrado por la puerta de la iglesia de aquella sigilosa manera, aunque yo todavía no lo sabía. Una vez hubo terminado la oración, el cura me dijo:

—A ver, José…

—Pepín, don Rogelio —le interrumpí yo.

—Como quieras —dijo encogiéndose de hombros—. A ver, Pepín, cuéntanos, ¿a qué te dedicabas?

—¿Quiere decir que cuál era mi trabajo? —El cura asintió—. Me dedicaba a vender seguros de vida.

—¡Otro inútil! —exclamó Durán (el viejo de las trenzas) desde el salón parroquial—. ¿Por qué será que nunca la endiña un maestro jamonero?

—Por favor, Durán —reprendió don Rogelio mirándolo por el rabillo del ojo. Luego volvió de nuevo su atención hacia mí—. ¿Sólo sabes hacer eso?

—Sí —contesté encogiéndose de hombros. No entendía nada de lo que estaba pasando—. ¿Por qué?

—Estarás conmigo en que un seguro de vida en este lugar es de lo más inútil.

—¡Es un mal chiste, joder! ­—exclamó otro.

—¡A ver ese lenguaje! —reprendió el cura. Luego, dirigiéndose de nuevo a mí, añadió—: Lo cierto es que aquí lo último que necesitamos es un vendedor de seguros de vida.

—Entiendo —respondí tras pensarlo unos segundos. Luego se me ocurrió—: Pero se podrá asegurar otras cosas, ¿no?

—¿A cambio de qué? —preguntó uno desde el anonimato que daba la sala.

—No entiendo la pregunta.

—Aquí no tenemos dinero, Arriero —dijo alguien que, recién llegado a la iglesia, se acababa de sentar al lado de mi madre—. Nuestra economía se puede definir como de subsistencia. Funcionamos con el trueque.

—¡Vaya, ya llegó el Ladislao!—exclamó Durán. Luego añadió con irónica voz en falsete—: Ahora nos dará unas lecciones sobre cómo convivir en la comuna.

—Pues no te vendrían mal, Tastigales —replicó el Ladislao con indiferencia.

—Ya te gustaría, bolchevique.

—Como ves, Arriero, toda la doctrina católica de poco ha servido para enviar a un fascista al lugar que merece.

—¡Ya vale, hombre! —volvió a moderar don Rogelio—. Dejad para otro momento vuestro politiqueo, ahora estamos en un desentierro.

Sí, como lo oyen: desentierro. Esa fue la primera vez que oí la expresión. Desde luego me resultó curiosa, aunque no tardé mucho en acostúmbrame a ella, como seguro le sucederá también a ustedes.

—Pepín —continuó don Rogelio—, aquí lo que necesitamos es una profesión más… artesanal. Piensa un poco, ¿qué más sabes hacer?

—Pues, no sé —Tras unos torpes titubeos caí en la pregunta más evidente—. Pero, ¿es que aquí también hay que trabajar?

—No, a ver… Y doblando bien la espalda —se oyó decir desde la sala parroquial.

—Claro Pepín, todos los aquí presentes nos ocupamos en algo—contestó el cura.

—¿Algo como qué?

—Tenemos casi de todo, aunque podríamos decir que principalmente vivimos de la huerta —respondió ahora el Ladislao.

—¿Vivimos?

—O lo que sea que hagamos aquí —repuso el Ladislao haciendo un vago ademán con la mano, restando importancia al delicado equívoco.

—A ver, Pepín, pégate estos días a esa mujer —dijo don Rogelio señalando a María Andújar—. Ella te enseñará Casa Rabina y te explicará todo lo que tienes que saber. Ya veremos que ocupación encontramos para ti —Luego, dirigiéndose a María, le dijo—: quédate un momento y te explico dónde ha ido a parar su alojamiento.

Atendiendo a las palabras de don Rogelio, puse mis ojos en la escurrida María. Ésta me sonrió muy débilmente, como confirmando con aquella sonrisa repletita de huecos que era ella la encargada de realizar las labores de Cicerone.

A continuación don Rogelio dio por concluido el desentierro y rogó a todos que fueran saliendo ordenadamente de la iglesia. Mientras tanto, les recordaba la hospitalidad con la que todos ellos fueron recibidos en Casa Rabina; supongo que un velado ruego a que hicieran lo mismo conmigo.

A medida que todos salían, mi madre (como digo, yo todavía no sabía que era mi madre aunque poco me faltaba para descubrirlo) fue acercándose hasta donde nos encontrábamos don Rogelio, la Andújar y yo. Fue justo al plantarse frente a mí cuando la reconocí.

—¿Mamá?

Eso o algo así fue lo que le dije justo antes de que una mano voladora se estrellara en mi mejilla izquierda y parte del oído. Mi madre me había abofeteado sin mediar palabra. Y no se contuvo un ápice: me hubiera enviado a la estratosfera de no ser porque debía ser allí, poco más o menos, donde me debía hallar.

—Pero…—creo que acerté a balbucear mientras se me acaloraba toda la mejilla izquierda, en parte por el escozor, en parte por la vergüenza (recuerden que el cura y la Andújar estaban delante, y que algunos de los más rezagados en salir de la iglesia se volvieron al escuchar el latigazo).

—¿Qué haces tú aquí? —me preguntó mi madre a bocajarro.

Por el rabillo del ojo pude ver las distintas reacciones que toda aquella escena estaba suscitando en los dos espectadores: don Rogelio estaba apurado, sin embargo, la Andújar, con ojos divertidos, no perdía hilo de lo que ocurría entre mi madre y yo.

—¿Cómo que…?

—Espero que haya sido por una enfermedad incurable o algo por el estilo.

—Mujer, qué cosas tienes —intervino don Rogelio.

—No entiendo nada de lo que pasa —repuse perplejo.

—Sí, desde luego más te vale que te hagas el tonto —contestó implacable mi madre.

—Deja en paz al chaval, Mariana, que acaba de morirse.

—Pero, ¿qué te ocurre?

—¿Que qué me ocurre? Tú crees que se le hace esto a una madre. ¡Tan joven como eres!

—Bueno, mujer, ya sabes que estas cosas a veces suceden así —medió de nuevo el cura.

—Ya, don Rogelio, para usted es fácil decirlo. No tiene ni idea de lo duro que es perder a un hijo. Una madre nunca debería sobrevivir a su hijo ¡Nunca!

—¡Que no te he sobrevivido, que tú ya estabas muerta! —exclamé todavía frotándome la mejilla.

—¡Yo estaré muerta, pero tú sigues teniendo muy poca vergüenza! —exclamó mi madre haciendo el amago de zurrarme otra vez.

Como comprenderán, no entendía nada de toda aquella surrealista conversación. ¿Cómo podía mi madre reprocharme que me haya muerto? Y más esperpéntico aún: ¿cómo podía echarme en cara haberme muerto antes que ella? Hasta el momento de mi muerte, antes de descubrir todo lo que les estoy revelando ahora, jamás pensé que fuese a ver otra vez a mi madre, pero de haberlo hecho hubiera imaginado un reencuentro más amoroso, eso por descontado.

—Mariana, creo que todo eso debéis hablarlo en privado.

—Deje que lo aclaren, padre —intervino ahora alegremente la Andújar. Por supuesto a aquel comentario le siguió, por parte de don Rogelio, una mirada a medio camino entre el escándalo y la sorpresa.

—Tiene razón, don Rogelio —cedió mi madre. Luego se dirigió hacia mí y añadió—: Ya hablaremos tú y yo.

Dicho esto se dio media vuelta y salió de la iglesia. Yo me quedé allí, atontado, mirando la puerta por donde acababa de salir mi madre, y todavía con una mano puesta en la mejilla izquierda. En aquel momento, mi desconcierto tenía el tamaño de Groenlandia. No entendía nada de lo que acababa de pasar. Estarán conmigo en que la reacción que había tenido mi madre para nada se parece a un encuentro materno-filial, y menos aún a uno que tenga lugar en el ¿cielo? Pero claro, acababa de llegar a aquella suerte de mundo de trastienda, y no solo desconocía su funcionamiento, sino los curiosos derroteros por los que había transcurrido la vida de mi madre tras su muerte —aunque dicho así choque un poco—. Pero no tardaría mucho en enterarme.

Después de unos incuantificables momentos de desconsuelo, se plantó delante de mí la Andújar y, con aire desenfadado, me dijo:

—Vamos a dar una vuelta por Casa Rabina.

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