I. TUS DESEOS SON ÓRDENES
1
Escapando de la lluvia y del enemigo, el hombre herido se arrastra y pinta la tierra de sangre como una brocha (vista aérea). Logra cruzar el poblado sujetándose con un báculo improvisado y un último esfuerzo por sobrevivir. Chorrea rojo por varios agujeros. Su sangre se diluye en una bella acuarela con el agua de lluvia. Únicamente se guía con los dos cuernos de la luna menguante, sin embargo, conforme avanza en la oscuridad lo ve todo, quizás porque la vista del que escapa se hace ojos de gato.
Justo cuando pensaba que el plazo de su existencia iba a expirar, alguien pone delante de él una puerta −eso es lo que piensa él, que alguien con poderes sobrenaturales ha obrado la aparición de la deseada puerta−. Si bien es cierto que el hombre no es creyente en líneas generales, acepta esta ayuda del destino. Cae arrodillado. Es el portón de un establo de ovejas, precisamente el lugar que necesita para esconderse durante la noche, un espacio alejado y cerrado.
Sigue lloviendo y el hombre concentra sus últimas fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Quita los cerrojos entre quejas y hasta parece que le duela a la propia puerta. Se deja caer a cámara lenta en una cama de heno sin causar revuelo entre los rumiantes, que están en un sueño profundo de rumiantes. Allí pasa la madrugada, con la sangre espesándosele y llenándose de tábanos. Alcanza a dormir una leve ensoñación en el que sueña que es un hombre bueno y que nunca mataría una mosca. Le despierta un zumbido pero queda luego inconsciente porque su dolor le da un fuerte manotazo. Como si acabar con él fuera el último trabajo de Hércules. Sus heridas al amanecer parecen madrigueras de arañas.
2
−¡Despierta! ¡Despierta! ¿Quién eres?
El hombre vestido rústicamente, intenta librar al cuerpo de insectos, al tiempo que lo aviva con agua fresca.
−Tienes fiebre alta. Seas quien seas, tengo que sacarte de aquí.
El cuerpo seguía inconsciente. Era bueno que tuviera fiebre porque tener fiebre es lo más alejado de morir; un cuerpo luchando desde dentro contra las amenazas. Caballo de Troya.
El hombre vestido como lo haría un pastor sale corriendo del establo y los bichos vuelven a revolotear por los agujeros en la carne y a beber de ellos haciendo una viva costra negra.
−¡Fuera! ¡Fuera!– increpa a los insectos el hombre, que ha regresado rápidamente portando un trozo de planta. Intenta espantarlos con la mano izquierda. Simultáneamente, muerde la planta y la mastica hasta que logra una pasta verde uniforme que extiende con la derecha por las heridas, creando una gruesa película entre la sangre que sale y los tábanos que entran. Repite el proceso de masticado y aplicación de la pasta vegetal tantas veces como es necesario para cubrir todos los tajos. Su instinto le lleva a emplear la saliva como argamasa curativa. (Así lo hacen, naturalmente, los padres con sus hijos heridos: untan su saliva en las pupas, gesto dulce y primate).
−Estas heridas tienen muy mala pinta, hermano –señala el pastor de manera familiar−. Están hechas con un cuchillo afilado, de eso no hay duda. ¿En qué mal lío te has metido? La del costado tendré que coserla, espero que no te importe, ¿no? –sigue monologando el pastor, preguntándole al hombre que yace en su heno, al intruso, aun a sabiendas de que no le puede responder−. Mejorarás en breve –añade al silencio− el aloe obrará como un pequeño milagro en cada herida.
Aquella mañana en la que el pastor había madrugado especialmente fue la única de su vida en que no trabajaría, a parte del día en que hubiera de llegar su muerte, claro. Una década dedicado con amor y deber a sus ovejas lo convertían en el pastor más famoso de todos los pueblos de alrededor y allende las montañas. Pero hoy, cuando sumaba 25 años como ser vivo, decidió dejar su trabajo para cuidar al desconocido que el destino había puesto en su establo. Pensaba que era como su oveja desvalida, aunque lo desconociera todo de él. Uno no se conoce a sí mismo y, sin embargo, se mantiene en pie y lucha por su vida a diario. Por un poco de luz.
Así que lo tomó de las axilas, anudando el pastor sus manos a la altura del pecho, y lo arrastró marcha atrás hasta su cabaña. Lo primero que hizo al acostarlo fue enhebrar una aguja de madera de alerce con hilo fino que obtenía de sus propias ovejas. Dado que el hombre seguía inconsciente, parecía dolerle mucho más a él, como enfermero, que al paciente. La aguja no hendía con facilidad y había que estirar firmemente del hilo que cosía una carne frágil; hendir la aguja en la carne y estirar del hilo una vez; hendir la aguja en la carne y estirar del hilo dos veces; hendir la aguja en la carne y estirar del hilo tres veces… Olía a fricción de aguja por toda la habitación.
Prácticamente una semana lo tuvo en su cama, aplicándole, día y noche, vendas con pasta de aloe vera y saliva, combinadas con baños de vinagre. Aunque el cuerpo del desconocido seguía aparentemente separado de su alma, cada vez que le aplicaba una venda empapada de vinagre, éste comenzaba a saltar con pequeñas convulsiones, manifestando el intenso escozor. Eso lo interpretaba el pastor como signos visibles de recuperación.
−Tranquilo, hermano, la quemazón es buena; significa que te estás curando. Le pica a tu corazón.
Durante días, el pastor descuidó su ganado; pero ahora su mayor preocupación era curar al desconocido. Le hablaba como si ya lo conociera de mucho tiempo; en realidad habían estado juntos más de 160 horas y ocupando los mismos 40 metros cuadrados de su cabaña. Le hablaba todos los días, aunque no obtuviera respuesta; estaba acostumbrado a que no le respondieran porque también le hablaba a su ganado. Llegó a contarle cosas sobre su infancia feliz junto a sus padres y, con notable nostalgia, de sus recuerdos junto a su hermano mayor. Abandonó el relato el pastor en la edad de 7 años dejando su historia en suspensión, historia que sólo retomó a grandes rasgos al referirse a cuando tuvo que dejar de jugar para dedicarse a trabajar en el pastoreo, aunque no se lamentaba porque amaba su profesión. Sus ovejas producían una leche deliciosa, lana para abrigarse y carne para asados de todos los pueblos de alrededor. Todo el mundo quería a sus ovejas y, por extensión, al pastor.
Y justo cuando se cumplía, al amanecer, el día 7, el convaleciente despertó sobresaltado, asustando también a su anfitrión.
−¿Quién eres?!− apuntando a la barbilla del pastor con su puño de boxeador peso pesado arribado a peso pluma, como siguiendo un violento acto reflejo−. ¿Qué diablos hago aquí?!
−Tranquilízate, amigo. −Le bajó con su mano derecha el puño al huésped, casi con cariño fraternal−. Soy, soy… Caín –contestó−, y te he traído a mi casa para curarte. Te encontré hace 7 días en mi establo, a punto de morirte tal y como me decía una asamblea de tábanos organizada alrededor de tus heridas. Ahora éstas empiezan a curarse, sólo necesitas reponer fuerzas con un buen régimen y mucha leche fresca.
−Me tengo que ir… −farfulló con un hilo flojo de voz−. Se miró los brazos y se tocó el rostro, y añadió: Gracias por todo lo que has hecho por mí, sin conocerme, pero me buscan, me tengo que ir… Si he estado aquí una semana significa que estarán a punto de encontrarme. El que me ha hecho esto que tú has curado, está a punto de encontrarme.
Luego de decir esto se incorpora dolorido pero el pastor que dice llamarse Caín lo para amablemente y lo vuelve a acostar.
−Yo te protegeré. Ahora eres mi invitado y no tienes que preocuparte por nada. Sea lo que sea que has hecho para que te persigan, ahora solo importa que te repongas. Insisto. Duerme un poco mientras yo te preparo un buen asado de oveja tierna, cebollas y pan. Es un asado famoso en todas partes, no puedes negarte.
−Está bien, amigo Caín –el estómago se le había ido abriendo, conforme se le iban cerrando los tajos− acepto ese asado pero me tendré que ir después, cuando se esté poniendo el sol y yo solo sea una sombra negra entre las sombras.
3
Lo recuerdo. Tú también lo recuerdas. Pero tú tienes tu propia visión de las cosas. Tú naciste con un pan de centeno bajo el brazo y yo no llevaba nada. Se puede decir, así lo han dicho nuestros padres, que éramos pobres hasta que tú llegaste. Aunque sea una frase manida, lo de venir con un pan bajo el brazo en tu caso dicen que fue cierto.
−Caín, ve al bosque por leña y llévate a tu hermano. Pero no le quites ojo, ¿eh? Es muy pequeño y puede caerse. Aún es muy débil.
−Sí, madre.
Pero me fastidiaba tener que llevarte conmigo a todas partes. Y tener que cuidarte siempre. ¿Acaso no era yo también pequeño como para aceptar responsabilidades? Y, jugando, siempre era igual. Siempre que acababa de tallar mi espada, llegabas tú y la querías. La tomabas como si fuera tuya y yo tenía que dejar de jugar para cuidarte.
−Caín, déjasela a tu hermano, que es pequeño.
−Sí, padre.
Me pregunto qué hiciste con todas las espadas de madera que yo fabriqué. Seguramente las quemarías sin que nadie se diera cuenta. Nunca aparecían y siempre tenía que volver a empezar a tallar una nueva. Pero seguro que tú tienes otra versión de los hechos.
Aún así, todo esto es perdonable a un niño caprichoso. Lo que no voy a perdonarte nunca es lo de Taleh. Tú sabías cuánto quería yo a mi cordero. Fue el regalo que padres me hicieron por mi octavo cumpleaños y él me acompañaba a todos los sitios. Más que mi animal de compañía era mi amigo, más hermano mío que tú. Pero tuviste un día un capricho, que fue que jugabas a que alguien te hablaba y te pedía que hicieras cosas. Que alguien te hablaba y te daba órdenes. Tu amigo imaginario te pidió, según tú, que hicieras algo terrible.
−¿En dónde has metido mi cuchillo, el que utilizo para hacer mis espadas de madera?
−No sé, Caín. Lo habrás dejado guardado a buen recaudo y ahora no recuerdas dónde.
−Y, ¿dónde está Taleh? ¿Lo has visto? Le toca comer, es raro que no aparezca.
−Tampoco lo sé, estará por ahí, conociendo corderitas…
Entonces te vi un resto de sangre en la manga de la camisa. Era sangre fresca y tenía su continuación en un hilito que comencé a seguir con la mirada, camino hacia el bosque.
−¿A dónde vas, Caín? ¿Por qué tienes tanta prisa?
Te aparté de un manotazo y caíste al suelo. Por supuesto, te pusiste a llorar pero yo te dejé y corrí a ver a dónde me llevaba el caminito de sangre. Y me llevaba a una gran roca plana en la que había un corazón de oveja con un cuchillo clavado. Una oveja de apenas un año en un altar improvisado. Era Taleh.
−¡Taleh! ¡Nooo! ¿Por qué? ¿Por qué, Abel?! ¿Por qué lo has hecho?
Fui corriendo a vengar a mi pobre amiga y te pegué en la cabeza con una piedra. Entonces llegaron padre y madre y, por supuesto, tú contaste sólo tu versión, que fue más creíble que la mía pues no era capaz de mediar más que la misma frase entrecortada intermitentemente. Estuve un mes castigado sin salir de la cabaña.
−Él me pidió que lo hiciera −señalando al cielo, me decías− me pidió que le hiciera una ofrenda.
−¿Qué dices, Abel?! ¿No podías haberle ofrecido un manojo de cebollas como ofrenda? ¿Y quién es ese “él”? ¿Por qué eres tan mentiroso?
−A Él no le gusta la verdura, prefiere la carne, me lo ha dicho.
No volví a hablarte en mucho tiempo. Padres me forzaron a pedirte disculpas y tuve que aguantarte durante muchos años más, conviviendo contigo, hasta que hicieron el reparto. A ti, por supuesto, te dieron el establo y las ovejas; a mí me dieron el huerto. La excusa era que después del “incidente” de hacía años −así llamaron a tu crimen− yo estaría mejor trabajando en el campo y tú cuidando ovejas, y matándolas cuando fuera necesario, para vender la carne, pues tú habías demostrado desde muy pequeño ser emprendedor y no tener problemas para morir reses. Yo, en cambio, “era un poco flojo y pusilánime” (aunque entonces no conocía el significado exacto de aquella palabra).
Pronto te hiciste con el oficio. A mí no me iba mal al principio, es cierto. Pero obviamente al pueblo le gusta más la carne que las cebollas −como a tu amigo imaginario− y pensaban mucho en tu negocio cuando hacía frío. Quien más y quien menos, en cambio, tenía un huertecillo familiar, por lo que a mí sólo recurrían para cosas muy concretas.
Espero que recuerdes esto también, hermano; nuestros padres siempre te beneficiaron a ti; te dieron el negocio más fructífero de los dos, siempre te mimaron; me hacían responsable de ti; se olvidaron de que yo también fui niño y podía necesitarles. Según nuestros padres, tú viniste con el pan de centeno bajo el brazo y yo en cambio con el pan de la envidia. Me trataron siempre como a un adulto que aceptaría con conformismo todo lo que me tocara. Y eso incluye que tú seas rico y yo recoja el pan que tiras.
Pues bien, Abel, si tú has tenido una vida feliz, la mía ha sido justo lo contrario. Tú me la has jodido. Creo que es hora de que puedas subsanarlo.
4
−Huele muy bien, Caín.
El huésped se sentó en una de las sillas que acompañaban la mesa del salón, sujetándose el costado como si se le fuera a caer por un precipicio.
−Me alegro. Mejor va a saber. Y, dime, ¿cómo te encuentras?
−Me duele todo el cuerpo pero, gracias a ti, empiezo a estar mucho mejor.
El hombre que decía llamarse Caín sirvió una jarra con vino y dos vasos. Los llenó de manera que salpicaron un poco en el rostro del huésped. Éste se pasó el pulgar por la cara para recoger las gotitas y luego lo llevó a la boca.
−Excelente vino, amigo. Parece que he llegado del infierno al paraíso.
−Bebe, bebe. Y prueba este asado, que antes de marcharte tienes que haber comido y bebido dignamente.
−No sé yo si lo merezco –añadió el desconocido, que aún no se había identificado−. No sé si merezco que me asocien con la palabra “dignidad”.
−Hombre, ¿qué has hecho para desmerecer un asado de carnero? Ya será menos…
El huésped no contestó a la pregunta y comenzó a comer glotonamente. Siguió bebiendo, y bebiendo. El hombre que decía llamarse Caín le acompañó en la cena y en eso que se puso el sol y los dos hombres estaban bien cenados pero mejor bebidos.
−Tengo que decirte algo, amigo –comenzó a hablar el anfitrión, llenando los vasos no sé sabe ya por qué vez pues no es amigo el vino de la aritmética−. Pero si te digo eso que tengo que decirte, tú tendrás que decirme quién eres.
Mirando ebriamente hacia la jarra, luego hacia el cuello de la camisa y finalmente acertando en la mirada inquieta de su conversador dijo el huésped:
−Acepto −y logró extenderle la mano temblorosa por la sangre del vino hasta que pudieron chocársela−.
−Te dije que me llamaba Caín, ¿verdad?
−Cierto, Caín. El hombre más acogedor de todo el mundo. El del mejor asado de oveja y cebollas y el que mejor sirve el vino. ¡Salud! –extiende ahora el vaso para brindar.
−Pues tengo que confesarte que no me llamo Caín… Caín es el nombre de mi hermano, con el que casi no medio ya un gesto. Mi nombre es Abel.
−Y dime, Abel, ¿por qué no me dijiste tu verdadero nombre?
−Cuando despertaste estabas un poco violento y, aunque pensé que no me atacarías, en verdad, preferí darte el nombre de mi hermano, que es conocido por ser un hombre temperamental, e incluso fiero. Pero ahora que he podido ver que eres agradecido y no supones una amenaza para mí, he querido decirte cómo me llamo realmente.
−Te lo agradezco, amigo Abel. De todas formas, yo soy forastero y no tengo noticias de nadie en estos pueblos. No conozco a tu hermano.
−Bien, y ahora, tú tienes que cumplir tu parte del trato.
−Lo haré, Abel. Pero primero prefiero hacer algo por ti. Quisiera saber cuál es tu más hondo deseo, que yo haré lo posible por cumplirlo, para mostrarte todo mi agradecimiento. Me has salvado la vida, sin duda mereces que haga algo por ti, algo grande, amigo –dice esto silabeando por la debilidad y luego vuelve a beber del vaso−. Algo grande –sentenció con sonrisa de borracho.
−Yo… duda, queda pensativo. En realidad, yo… no anhelo nada. Tengo todo lo que puedo desear: mis ovejas y mi pequeña casa.
−¡No! Pega un golpe con el puño en la mesa para mostrar instintivamente su frustración como un dios airado, retumbando todos los utensilios de cocina. Te he dicho que me digas qué puedo hacer por ti. Eso que deseas de verdad, que está escondido muy, muy en el fondo, que no te atreves ni a decirlo en voz alta para ti mismo pero que es lo que verdaderamente deseas. Piensa, amigo Abel, piensa. −Se hace una pausa extensa y gelatinosa.
−Que muera mi hermano –contesta tan rápidamente que parece hubiera estado haciendo teatro durante toda la escena−. Eso es lo que deseo y que nunca antes he dicho en voz alta: que muera Caín.
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