En el tren de las ocho

En el tren de las ocho

Nuria Barrios

11/10/2014

Prólogo

Carlos se dedicaba a su trabajo como bombero y a disfrutar de su soltería y las mujeres, hasta que un accidente quemó sus alas y sus esperanzas. Aún así, no se le pasó por la cabeza que una ventana con vistas a una estación de tren, sería la puerta abierta a su destino.

Alguien escribió una vez que la vida es como un viaje en tren, en donde los viajeros, se sientan a nuestro lado compartiendo parte del camino.  Suben y bajan en las diferentes estaciones. Algunos nos dejan tristezas, otros, alegrías, muchos pasan desapercibidos. Pero entre todos esos compañeros de viaje, podemos encontrar a ese que, sin esfuerzo se meterá bajo nuestra piel y nos hará desear que ese viaje no termine nunca.

Carlos Quirón encontró a su compañera de vida en el tren de las ocho.

Ahora solo tiene que conseguir que ella, quiera hacer todo el viaje a su lado.

Capítulo 1

Diario de Carlos

Antes de comenzar a combatir un incendio, los bomberos debemos evaluar la naturaleza y la magnitud del fuego para determinar la mejor manera de apagarlo y obtener el resultado más rápido y seguro. A eso le llamamos «lectura del incendio” y se lleva a cabo observando el color del humo, deduciendo de donde proviene, probando su temperatura con agua y buscando hollín en las ventanas.

Y por todos los demonios, si sabía  hacer la lectura del incendio, ¿Por qué no supe ver que no podía abrir  la puerta? Nunca,  jamás,  permitas que tu mente se distraiga con algo que no sea el incendio. Porque el fuego es una amante celosa,  te envuelve, te abraza hasta asfixiarte y si no le prestas  suficiente atención,  en venganza, te mata.

Esa es la razón por la que durante meses, fui huésped  de la unidad de grandes quemados del Hospital Universitario en Baracaldo.

Tantos años de experiencia tirados a la basura, por dejar un instante de pensar en mi trabajo, en lo que tenía ante mis ojos.

Tenía mi mente en otra parte. Para ser más exactos, entre los enormes pechos de una rubia despampanante, que había estado toda la noche provocándonos, mientras nosotros tomábamos la última copa en aquel pub, después de la boda de  Antonio y Marta.

¿Cómo se pueden  tirar por la borda ocho años de experiencia, luchando contra un incendio tras otro, por una mujer de la que ni siquiera recordaba su nombre?

Es de tontos pensar siempre con la bragueta. Y definitivamente, yo, había sido uno de esos idiotas. Ahora me tocaba pagar en mis propias carnes las consecuencias.

Habían pasado diez largos, dolorosos y tediosos meses. Lo peor de las heridas quedaba atrás.  Ya no me llamarían para hacer el calendario anual para recaudar fondos. Seguro…

–¿Te lo imaginas? Yo, representando el mes de Agosto. Y a pie de foto un aviso en letras bien grandes: «Las autoridades sanitarias aconsejan que ante exposiciones prolongadas, utilicen protección solar».

Tan sólo un año antes era “el quita bragas”. Como me llamaban, entre envidia y admiración, muchos de mis compañeros. Y mírame ahora, hecho una mierda. Y mí sentido del humor… otra mierda.

Tiempo atrás, apenas una mirada y las mujeres hacían cualquier cosa para conseguir un pedacito de mí. Bueno un gran pedazo…No podía quejarme del atributo masculino con el que había sido bendecido y modestia aparte además, sabia como utilizarlo. No todos podían decir lo mismo. Otras veces un pequeño gemido al otro lado de la cama, me recordaba que no había vuelto solo a casa.

A ese querido trozo de carne le acompañaba un metro noventa de estatura, noventa kilos de puro músculo, y los ojos y el pelo negros como el carbón , mis gafas de aviador de las que nunca no me separaba y mis botas militares.

Las mujeres se me ofrecían constantemente y me piropeaban diciendo que tenía la cara de un ángel,  un ángel caído, con una sonrisa que tentaría al mismísimo diablo.

Personalmente, ni les creía ni les dejaba de creer, simplemente estaba muy a gusto con mi estilo de vida, disfrutando de lo que  me brindaba la vida, pero sin ataduras, ¿para qué? Era un tío joven, atractivo, con algo de dinero en el bolsillo.

 ¿El futuro? no pensaba mucho en él, salvo en cuantos días tenía de fiesta después de trabajar veinticuatro horas seguidas, si dormiría solo o si el fin de semana tendría suficientes condones.

Ahora…Bueno ahora sólo era un hombre en una silla de ruedas frente a una ventana  desde primera hora de la mañana.

Esperando día a día a sanar un poco más, para poder volver a someterme a otra operación que me devuelva el aspecto de ser humano.

Tenía que esperar a que los ligamentos injertados en las piernas se adaptaran y cogieran la fuerza suficiente para aguantar  el peso. Eso me llevaba a interminables y muy dolorosas horas de ejercicios que me proporcionaba la fisioterapeuta asignada por el cuerpo de bomberos.

–Sí, de acuerdo, que era una de las mejores. Pero, ¿tenía que ser tan… tan grande?  Ni que decir de su alegría, que brillaba por su ausencia.

Las pesadillas se habían convertido en mis compañeras inseparables, lo que provocaba que cada noche se me hiciera un nudo en la garganta al pensar que tenía que meterme en la cama.

Después de salir del hospital el recuerdo del accidente era lo único que invadía mis sueños.

Crac.

Latido.

Crac.

Latido. Latido. Latido.

Silencio. Hasta que un ruido sordo y el crujido característico de cristales rotos me hizo ver en cuestión de segundo que todo había acabado.

Todo el edificio pareció temblar bajo mis pies, con la siguiente combinación de crujidos. Entré en pánico.

Comencé a arrastrarme intentando encontrar una salida,  una pequeña burbuja de aire sin humo para recargar mis pulmones.

–Responde– oía a lo lejos. – ¡Responde!– Pero no identificaba de donde salían las voces. El intercomunicador  se me había caído del enganche en la oreja, por lo visto lo arrastraba por el suelo enganchado todavía en mi hombro. Mis ojos permanecían abiertos  pero la oscuridad a causa del humo lo envolvía todo a mí alrededor.

–Responde, por favor responde. Quirón, voy a mandar un equipo, no te muevas, quédate donde estás ¿Me has oído? Nosotros te localizaremos. ¡Responde, maldita sea!

El crepitar de las llamas marcaba cada uno de los latidos de mi corazón, en un golpeteo desenfrenado.

Podía sentir como el fuego descarnaba mis piernas y mi pecho. El dolor en la cara al sentir el filo de los cristales, cuando explotó la ventana. La oscuridad,  el olor a carne quemada y el sabor metálico de la sangre en mi boca…

No podía hacer nada para esquivar las pesadillas nocturnas, ni siquiera atiborrándome de somníferos. Cada noche, de cada día, se repetían una y otra y otra vez. Hasta que no supe que me aterrorizaba más, si recordar o soñar aquel fatídico accidente.

Intentaba mantener mi mente en otro tipo de pensamientos, pero atrás habían quedado las maratonianas sesiones de sexo caliente con alguna mujer sin nombre, a  las que daba y me daban tanto placer, que despertaba con unas erecciones  espectaculares, como si no hubiera estado follando en toda la noche.

Ya no recordaba cuando fue la última vez que dormí con una de ellas a mi lado, dispuesta a continuar con el desenfreno de la noche anterior.

Así pasaba mis días. Uno tras otro. Esperando frente a la ventana a que llegase el sargento de hierro, para martirizarme durante las dos horas infernales, más largas, de mi patética nueva vida.  Ni  una sonrisa animaba la cara de esa mujer. ¡Por favor! Ni una simple mueca en su rostro pétreo, y sin ningún atractivo. Joder, había estado con chicas que no eran hermosas, pero si me dedicaban una mirada pícara, una sonrisa dulce, era suficiente invitación para meterme bajo sus faldas.

Cuando hace cinco años compré el apartamento, no me pasó por la cabeza, que  las vistas fuera tan importantes.

No me importó que  las ventanas dieran al andén de la estación de Loruri-Ciudad Jardín. Nunca estaba en casa. Y el nombre de la barriada era sugerente.

El trabajo me mantenía fuera prácticamente todo el día y muchas noches de guardia, el precio era una ganga. ¿A quién le importa, no ver el  jardín por ninguna parte?  Simplemente, en ese momento de mi vida, me daba igual. Los cuatro árboles que se veían al fondo eran suficientes para mí.

Supongo que el karma, o como se llame, decidió que era el momento de la venganza.

Ahora mi tiempo transcurría  viendo a la gente subir y bajar del tren. Cada maldita media hora.  Empecé a pensar que el promotor podía haber tomado en consideración poner el jardín que daba nombre a la zona. Un poco de verde y algunos columpios para los niños animarían un poco mi estado de ánimo.

El aburrimiento es un mal consejero, un amigo pertinaz e imposible. Así que día tras día,  miraba a los usuarios del tren de cercanías, hasta que comenzaron  a repetirse  las caras. Sabía los horarios de muchos de ellos.

De tanto mirarlos me inventaba sus vidas. Quizás para no recordar lo lamentable en que se había convertido la mía. Tampoco tenía nada más importante que hacer.

Estaba el grupo de las 7,30. Menudo grupito. Todos, y  casi ninguna excepción, con su traje de imitación de grandes diseñadores, el maletín de símil – piel y el móvil pegado a la oreja de buena mañana.

En parte entendía porque utilizaban el transporte público. Detrás de la estación transcurría la Av. Maurice Ravel completamente embotellada a esas horas. Qué ser humano aguanta tanto stress.

A pesar de la distancia que separaba mi ventana del andén, podía distinguir casi a la perfección sus facciones. Por lo menos mi vista seguía siendo la de un lince.

– ¡Vaya!, hoy llega tarde el yupi que repite el traje marrón tres veces por semana.

Lo que debe significar que sólo tiene otro traje, para combinar su atuendo semanal. Seguramente va a comisión y a duras penas llega a fin de mes. ¡Pardillo, mucho porte, pero sólo en apariencia!

Como no  aparezca en los próximos  minutos, perderá el tren. No lo quiero en el tren de las 08,00. Es un tío atractivo y me molesta que pueda estar cerca de mi pequeña secretaria. Seguro que intentaría con ella un acercamiento.

–¿A dónde la ibas a llevar idiota. Al McDonalds?

Mi morenita preciosa, empezó a subir al tren de las ocho hará más o menos un mes.

Ninguna mujer,  había despertado mi curiosidad como esta. Llamó mi atención desde el primer día, cuando la vi por un instante corriendo para alcanzar  el tren. ¡uf! Por los pelos no se le escapó.

Me sorprendió la agilidad que demostró en el sprint por el andén subida en aquellos tacones. Digno del mejor equilibrista.

Como no iba a llamar mi atención. Con esa melena castaña que brillaba al sol de la mañana. Y ese cuerpo fabuloso, que subía a la categoría de exclusivo los vestidos más sencillos.

Empezaba a ser una obsesión, Esperaba con ansiedad  hasta que aparecía.  Empecé a tener ganas de golpear a alguno de los habituales, que aprovechaban el barullo para echarle un buen vistazo a su precioso culito respingón o los pechos que se intuían bajo las diferentes capas de ropa.

Un par de semanas más tarde y apenas sin darme cuenta, ella, se había convertido en mi fantasía preferida. Quizás la única fantasía de esos días aciagos.

Gracias a Dios que la enfermera que me asistía me retiró la sonda.

 Mejor que nadie tenga que experimentar una erección con una sonda metida en la uretra. Lo desaconsejo. De todo corazón.

Verla diariamente me excitaba, si, lo admito, soy un cabrón, pero me ponía cachondo. Recordarla, con ese cimbreo de cadera, esos piececitos enfundados en tacones imposibles, esas curvas femeninas… que durante las largas horas nocturnas me empujaban a masturbarme.

Probablemente, ya no era un hombre  atractivo, pero en mi mente  volvía a ser el que fui. Mi cuerpo estaba libre de taras, de cicatrices. Y me sentía capaz de seducir a mi pequeña secretaria.

Imaginaba una y otra vez el vaivén de sus pechos mientras los sostenía en mis manos. Mi lengua saboreando sus enhiestos pezones.  Sus esbeltas piernas  rodeando mis caderas, mientras yo la envestía con fuerza una y otra vez. Una y otra vez…

El calor húmedo de su sexo envolviendo mi erección, sus jadeos de placer avivando mi deseo, pidiéndome más, más fuerte, sus manos acariciando, arañando mi piel, hasta catapultarme a un orgasmo demoledor… Directamente en mi mano. En ese momento quería echarle la culpa a mi depresión, o al mundo entero, porque mientras limpiaba el desorden que provocaba mi cuerpo al liberarse, me sentía sucio. Depravado. Un cerdo que se masturbaba pensando en una muchacha a la que no conocía y que nunca conocería.

No tenia que mirarme a un espejo para saber su reacción si por una de esas casualidades de la vida la tuviera frente a mí. Y mucho menos sin ropa puesta. ¿Qué mujer no se asustaría ante la visión del monstruo en el que me había convertido?

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