C A P Í T U L O   I.

         SE HA COMETIDO UN CRIMEN.

   Recordaba todo lo que había pasado en las últimas horas como si fuera un sueño, un mal sueño. Como una de esas pesadillas que nos despiertan en mitad de la noche en un baño de sudor. Todos alguna vez hemos tenido una experiencia de ese tipo y sabemos cuán angustiosas pueden ser. Medio aturdidos, nos reconocemos a nosotros mismos hablando dormidos, pronunciando unas torpes palabras que pretenden mantenernos al margen de esa angustia  difusa e intangible, que nos oprime el pecho y la garganta. Algo así como:

– No, yo no. Yo no he sido. Yo no.

   Y cuando, finalmente, logramos despertar, nos sentimos liberados, felices y de nuevo reemprendemos el sueño confortados por la vuelta a la realidad.

   Pero en este caso no era así. Por más que se empeñaba en creer que todo era una pesadilla, sus sentidos, su capacidad de interpretación y su intuición le mostraban claramente cuál era su situación. Sentado toda la tarde en un banco de la comisaría, había visto un continuo trasiego de gente, continuas idas y venidas de policías de uniforme o de paisano. Los primeros debían sentirse muy incómodos con la gorra, a juzgar por la prontitud con que se deshacían de ella en cuanto entraban en la comisaría. El transmisor que llevaban colgado a la cintura se tornaba en un misterioso e inquietante artilugio que emitía un débil rumor de confusas conversaciones que lo sobresaltaba cada vez que pasaban junto a él. Inmigrantes, negros o magrebíes, algunos de los cuales se dirigían a un mostrador con un papel en la mano entablando una difícil comunicación con el policía que tenían enfrente. Otros pasaban esposados y custodiados por policías que los empujaban o los insultaban. Se hizo la idea de que el insulto fácil siempre estaba en la boca de aquellos hombres, que lo empleaban continuamente sin deseo de herir sino como una forma normal de dirigirse a ese público tan variopinto con el que se tenían que relacionar. Prostitutas que se encaraban con todo el que las miraba, vagabundos que aprovechaban la menor ocasión para quedarse dormidos sentados o medio tumbados en un banco… Y allí, en medio de aquella fauna se encontraba también él, esposado y sentado en un banco, con su traje de Armani y su camisa y corbata de seda. Se preguntaba qué demonios hacía allí, se volvía a resistir a creer que fuera cierto lo que le estaba pasando. Una y otra vez volvían a su memoria las imágenes de cuando encontró el cadáver: el ruido sordo y seco, inconfundible, procedente de la detonación de la pistola, su carrera alocada a lo largo del pasillo sin saber hacia dónde dirigirse, el sonido de unos pasos que se alejaban a la carrera sin poder precisar su dirección, la puerta entreabierta del despacho de Juan y la visión de su cuerpo tirado en el suelo sobre el lado izquierdo con un pequeño charco de sangre a su lado. Las imágenes se repetían desde entonces continuamente. Tan pronto aparecían lentas y nítidas y con la recreación de todos los detalles, como envueltas en una especie de niebla donde él se veía corriendo por el pasillo, como flotando a cámara lenta, sin otro detalle que el cadáver en el suelo.

   Cerraba los ojos pero las imágenes, lejos de desaparecer, se hacían más repetitivas. Había llegado a un punto en el que empezaban a mezclarse con otras imágenes que había vivido recientemente con el muerto, principalmente se trataba de conversaciones no muy amistosas en el despacho del otro o en el suyo. En algunas aparecían sus secretarias o veía la cara de alguien de otro departamento que se les quedaba mirando mientras ellos discutían en voz alta. Sin embargo había algo que lo atormentaba. Aunque las imágenes se le repetían constantemente, con gran profusión de detalles a veces, tenía la sensación de que le faltaba algo, creía que había algo que había estado presente en la situación real pero que no aparecía en las imágenes recordadas y esto lo angustiaba. Sabía que tendría que pasar por multitud de interrogatorios, que le preguntarían infinidad de veces que describiera la situación, que contara con precisión todo lo que ocurrió desde que oyó el disparo, y la ausencia de un detalle importante podría ser fatal para su defensa. Pero en realidad tampoco sabía si realmente faltaba algo y si ese algo podría ser importante o intrascendente. Pero tenía la sensación, casi la seguridad, de que faltaba una pieza en el puzzle de su memoria. Trató de tranquilizarse y pensar que lo recordaría cuando se serenara un poco. Pero también le preocupaba el hecho de que podía contradecirse ante tantos interrogatorios y que podía dar la impresión de que estaba mintiendo. Había visto películas en las que ocurría eso y esta situación siempre perjudicaba al sospechoso. Y ahora resultaba que el sospechoso era él…

   El abogado se estaba retrasando más de la cuenta. Al rato de estar en Comisaría, un policía de paisano se le había acercado diciéndole:

   – Oiga amigo, aunque esto le suene a película de cine, le tengo que leer sus derechos. Tiene derecho a permanecer en silencio o a hablar sólo en presencia de su abogado. Todo cuanto diga podrá ser utilizado en su contra. Tiene derecho a realizar una llamada telefónica…

   Tenía gracia que vinieran a decirle eso ahora, cuando ya le habían tomado declaración en cuanto entró en comisaría. De todas formas, no había dicho nada que le pudiera perjudicar, sólo la verdad.

Tras esto, dijo que quería realizar una llamada, pero que le dejaran pensar antes cinco minutos. Quería hablar con un abogado, pero él no tenía abogado. Su trabajo en la empresa era de químico y no tenía nada que ver con los que se encargaban de la tediosa elaboración de informes jurídicos, ni con la enrevesada elaboración de documentos-trampa los cuales, disfrazados de una aparente legalidad y respeto a la ordenación y normativa vigentes lo que pretendían era saltarse toda esa normativa y conseguir un fin lucrativo para la empresa y, por añadidura, para los directivos y para los prestigiosos abogados autores de los documentos. En muchas ocasiones, desde la distancia de su posición, había sido testigo de ese tipo de situaciones. Había visto cómo abogados y directivos de la empresa se abrazaban y brindaban por el éxito conseguido en un pleito en el que habían aniquilado al que realmente llevaba la razón y se felicitaban por ello. Todo eso le repugnaba.

   Detestaba a los abogados, los catalogaba como lobos hambrientos, insaciables, capaces de defender lo indefendible, de demostrar la inocencia del que sabían culpable, por dinero. Pero en una situación similar se encontraba ahora él, con todos los indicios apuntándole como autor de un asesinato, necesitado de alguien que fuera capaz de demostrar lo indemostrable. Hacer creer a un juez que no tenía nada que ver con lo ocurrido aquella maldita tarde. Aunque el guardia de seguridad lo hubiera encontrado junto al cadáver, con la pistola en la mano y el cañón aún humeante. Sería muy difícil hacer creer que las cosas no eran lo que parecían.

   Conocía un poco al Director del bufete con el que trabajaba la empresa. En alguna ocasión había asistido al Consejo de Administración y se lo habían presentado. Por supuesto que él no formaba parte del Consejo de Administración, pero a veces tenía que asistir para presentar proyectos de nuevos productos: datos técnicos como composición, costes, estimación de la duración de la investigación del producto, etc. El abogado estaba atento a todos esos datos para elaborar los informes-trampa que minimizaran el impacto ambiental de las fábricas en la producción, que en realidad siempre era mucho mayor de lo que decían los informes técnicos y jurídicos.

   En una ocasión el abogado estaba acompañado de un individuo que presentó al Consejo como un eminente criminalista que no pertenecía a su bufete pero con el que tenían una frecuente relación profesional.

   – Cuando la cosa se pone fea -dijo- y hay peligro de cárcel por medio, su colaboración puede ser inestimable. Dada la complejidad de algunos proyectos de la empresa, no está de más que él esté al tanto de ellos por si alguna vez tuviera que intervenir. Les aseguro que ha librado de la cárcel a gente por la que nadie daba un céntimo. En su campo, es difícil encontrar a alguien mejor. Por tanto, creo que debemos curarnos en salud y contar con él.

   Todos estos comentarios fueron bien acogidos por los miembros del Consejo. Quien más y quien menos sabía que, en ocasiones, estaban jugando con fuego, en el límite, cuando no sobrepasando la legalidad. Y cualquiera de ellos podría ir a dar con sus huesos en la cárcel cuando menos lo esperara. Bastaba con que alguna organización ecologista empezara a dar la lata con la contaminación de alguna de las fábricas, que algún medio de comunicación interesado comenzara a apoyarlos y a machacar sobre el tema hasta que se presentara una denuncia formal que fuera a caer en manos de un juez con afán de pasar a la historia como pionero en la persecución de delitos medioambientales. Con esto se cerraba el círculo estrangulador y más de uno iría a parar al talego. Una vez allí, era conveniente que un individuo tan prestigioso como parecía ser aquél estuviera dispuesto a deshacer el entuerto.

   Pero, ¿cómo demonios se llamaba aquel tipo?. No lograba acordarse. Sólo recordaba que su nombre le sonó a algo relacionado con la naturaleza, un árbol quizás. Al cabo de un rato de nuevo se le acercó de nuevo el policía.

   – Qué, amigo. ¿Ha pensado ya a qué abogado va a llamar?.

   Tenía que ganar tiempo para recordar el nombre del maldito individuo.

   – Creo que sí -contestó- pero necesito una guía porque no sé el número de teléfono.

   – Está bien. Le traeremos una guía al señor.

   Mientras volvía el policía, siguió dándole vueltas.

   – ¿Cómo demonios se llama ese tío?. Un árbol, era un apellido que tenía que ver con un árbol. Castaño, no. Manzano, no. Peral, Perales, no, no.

   El policía volvió con la guía. Se le notaba que estaba acostumbrado a tratar con chusma y ya le estaba fastidiando que un señorito bien trajeado lo estuviera molestando más de la cuenta.

   – La guía del señor. Busque el número y acabemos de una vez con este trámite. Tengo muchas cosas que hacer y no me puedo pasar la tarde pendiente de usted.

   Abrió la guía por la «B». Empezó a mirar los bufetes a ver si alguno le recordaba el nombre del fulano.

– Nada. ¡Maldita sea!. Este tío no aparece en los bufetes. Un árbol, era un nombre de árbol.

   Temía no recordar el nombre y llamar a alguien que no fuera apropiado. El policía se había ido al mostrador y desde allí le lanzaba de vez en cuando una mirada poco amistosa.

   – El imbécil este se cree que vamos a estar todos pendientes de él porque viste bien y es muy fino, -debía estar pensando-.

   – Un árbol, coño, un árbol.

   La guía no le servía ya de nada. Descartados los bufetes ya no sabía dónde buscar.

   – Un árbol. Manzano, Peral, Perales, no, no. Naranjo, Higuera, tampoco.

   El policía había abandonado el mostrador y se encaminaba de nuevo hacia él con aspecto amenazador.

   – Un árbol. ¡Roble!. Caliente, pero no es Roble. Roble, Robledal, no, no. ¡Robledo!. Eso es, Robledo.

   Abrió rápido por la «R». El policía ya estaba ante él y lo miraba en silencio.

   – Roble, Roble, Roble, Robledo & Moreno-Abogados. ¡Aquí está!.

   Con la dificultad que imponían las esposas sacó una tarjeta y el Sant Dupont de oro del bolsillo interior de su chaqueta y, a duras penas, anotó el número de teléfono y alargó los brazos para devolverle la guía al policía.

   – Tenga la guía. Cuando me diga hago la llamada.

   – Acompáñeme.

   El policía lo llevó hasta la puerta de un despacho y dio dos golpecitos con los nudillos de su mano derecha. Después de no obtener respuesta giró el pomo y la abrió. Era un despacho amplio con una mesa grande detrás de la cual había un sillón giratorio con gran respaldo y ante ella dos sillas de eskay negro. En la mesa se agolpaban los papeles. No sabía quién ocupaba aquel despacho pero no le faltaba el trabajo. No solía formular una impresión negativa de quien tenía la mesa llena de papeles en aparente desorden, al contrario. En muchas ocasiones a él le pasaba lo mismo y lo interpretaba como signo inequívoco de trabajo.   

   Detrás de la mesa había una amplia ventana enrejada que proporcionaba mucha luz al despacho, haciendo innecesaria la luz artificial a pesar de que ya era media tarde y estaban en otoño.

   – Siéntese aquí -le dijo el policía señalando una de las dos sillas.

   Acercó el teléfono hasta dejarlo justo al borde de la mesa, desafiando el precipicio amenazador. Sacó unas llaves del bolsillo derecho del pantalón y le quitó las esposas.

   – Estará más cómodo para hablar. Haga la llamada, tiene tres minutos. Como comprenderá, yo debo permanecer a su lado.

   Marcó el número de teléfono y oyó como éste sonaba varias veces, cuatro o cinco. Se desesperaba, nadie lo cogía. Pero al menos no se había conectado un contestador automático, lo cual hubiera significado que no había nadie o que no lo querían coger.  A esa hora debía haber alguien. Un bufete prestigioso como ese no podía estar desatendido un día laborable de otoño a media tarde.

   El teléfono seguía sonando y su impaciencia iba en aumento. El policía permanecía a pocos metros tras él apoyado en la puerta del despacho y haciéndose el distraído, tamborileando la puerta con los dedos de ambas manos.

   Por fin, una sensación de alivio se extendió por su cuerpo. Alguien descolgaba el auricular al otro extremo de la línea. Era una voz de mujer.

   – Bufete Robledo & Moreno. ¿En qué puedo atenderle?.

   – Buenas tardes. Quisiera hablar con el señor Robledo.

   – Me temo que el señor Robledo no puede atenderle ahora. ¿Quién le llama?.

   – Mi nombre es Pedro del Castillo. Trabajo como químico en la división de investigación y nuevos productos de «París International». Aunque no he hablado nunca con el señor Robledo en alguna ocasión hemos coincidido en el Consejo de Administración. Se trata de un asunto muy urgente. Necesito hablar con él.

   – Lo siento, pero creo que no va a ser posible. El señor Robledo no se encuentra ahora mismo aquí. Está en una reunión con los clientes de una empresa.

   La voz de la mujer pretendía ser amable y disuadirlo de su deseo. Debía tener experiencia en ello, su jefe debía tenerla bien aleccionada. Seguro que podía seguir pegada un buen rato al teléfono sin perder la compostura, dándole un sinfín de argumentos por los que no podía ser atendido hasta que él se aburriera y abandonara.

   – Mire, no soy hombre de muchas palabras y no me gusta hablar por hablar. Además, mi situación no me lo permite. Le dije antes que era urgente y verá que lo es. Me encuentro detenido en la Comisaría de Argüelles, acusado de asesinato. Dispongo de tres minutos para llamar a un abogado. Así que haga el favor de marcar el maldito número del móvil de su jefe, si es que de verdad no se encuentra ahí, y dígale que venga a verme.

   La mujer permaneció en silencio unos segundos, no sabía cómo reaccionar. Debió pensar que lo mejor sería consultar con su jefe.

   – Bien señor Castillo, veré lo que puedo hacer.

   – Del Castillo. Gracias.

   Apenas hubo terminado, el policía se apresuró en ponerle de nuevo las esposas y conducirlo al banco que había ocupado poco antes. Ahora le hacía compañía un individuo de mediana edad que cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda. También llevaba esposas, tenía el pelo largo, barba de varios días y un pitillo apagado en la boca que se había consumido casi hasta la boquilla. Daba la impresión de que había dormido varios días sin quitarse la ropa, unos vaqueros raídos junto con un jersey de lana gris de cuello redondo y una camisa blanca con los puños y el cuello amarillentos y sucios. Completaba su indumentaria con unos tenis azules repletos de manchas. Tenía la mirada perdida hacia el suelo y la levantó cuando advirtió la llegada de Pedro.

   – Amigo, es la primera vez que está aquí, ¿verdad?.

   – Sí, es la primera vez.

   – Se le nota, pero no porque vaya bien vestido. Los hay que se pueden confundir con el Juez por lo bien que visten, y se pasan la vida sin salir de aquí. De aquí al talego, del talego a la calle y después otra vez aquí. Una vez que se entra en este círculo, ya es difícil salir.

   – Vaya. Gracias por la esperanza que me da.

   – No se lo tome a mal. Siempre hay excepciones. ¿Por qué está aquí?.

   – Creen que he matado a un tipo.

   – ¿Y es verdad que lo ha hecho?.

   – No, no lo he hecho.

   – Entonces, ¿por qué está aquí?.

   – Es muy largo de contar.

   – Ya lo entiendo. Alguien le ha hecho la cama. Pero de todas formas, todos los que acabamos aquí es porque hemos hecho méritos para estar. Son todos los que están, pero no están todos los que son.

   Pedro ya no soportó más la conversación. Sabía que en un tema como ése, tenía todas las de perder. Miró al sujeto con desprecio y se giró hacia su derecha dándole la espalda. Si a él le hubieran tratado así, se habría sentido despreciado y su estado de ánimo habría quedado por los suelos. Pero al otro no pareció afectarle. Menudos palos le habría dado ya la vida como para que el desaire de un desconocido le pudiera herir.

   Debió pasar algo más de una hora hasta que vio aparecer a Robledo. Vestía un jersey Lacoste azul, un impecable pantalón gris, unos relucientes zapatos negros y llevaba una cazadora de cuero marrón en el brazo. Desde luego, no tenía aspecto de venir de una reunión con empresarios. Se dirigió a un policía, el cual le señaló con el dedo hacia Pedro. Este se puso de pie esperándolo junto al banco.

   Robledo debía tener dos o tres años más que él, es decir, sobre los cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco. Era de mediana estatura y se notaba que se preocupaba por mantenerse en forma, su cuerpo no mostraba ninguno de los rasgos que la vida sedentaria empieza a reflejar a esa edad. En su pelo ya empezaban a aparecer algunas zonas canosas, sobre todo por la parte de las sienes, lo cual dicen que suele dar sensación de experiencia y madurez y produce un cierto atractivo en las mujeres. Le habían llegado ciertos comentarios que afirmaban que estaba soltero, igual que él, y que tenía fama de mujeriego. Desde luego que, si se lo proponía, debía tener éxito con las mujeres. Reunía todos los requisitos precisos para ello: maduro aunque con aspecto de estar aún próximo a la juventud, con dinero y prestigio en su profesión. Sin embargo, él solía poner muchos de estos comentarios en cuarentena y realmente ignoraba cuál era su situación.

    Con frecuencia, la gente habla por hablar o saca conclusiones erróneas de donde no hay nada. Él había sido capaz de frenar el impulso de sacar conclusiones precipitadas y de juzgar a la gente a partir pocos hechos en los que basarse.

   Lo que más le llamó la atención cuando habían coincidido en alguna reunión del Consejo de Administración fue su expresión inteligente. Pedro alardeaba de tener como una especie de sexto sentido para reconocer a las personas inteligentes. Según él, todas tenían algunas características comunes en su personalidad: sabían ser felices con cosas simples, disfrutaban de una buena conversación y compañía, les gustaba experimentar situaciones diferentes y cambiantes… Y además mostraban una expresión característica en la que ocupaba un papel destacado la mirada. Era una expresión con una pequeña afectación de sonrisa que en presencia de otros y ante cualquier opinión o comentario  parecía expresar que ya se encontraba por delante de lo que se estuviera diciendo, como si ya dispusiera de la información que se estaba dando, como si aquello que para los demás es lo último, para ella ya es anticuado, como si siempre dispusiera de una información adelantada, como si siempre fuera una paso por delante que le permitiera ir con ventaja a la hora de actuar o de tomar una decisión.

   Habían pasado varios meses desde que lo vio por última vez en el Consejo y su presencia en la Comisaría le confirmó esa impresión que le había causado otras veces. Se le acercó con cordialidad y estrechó sus manos esposadas.

   – Soy Enrique Robledo. Siento haberle hecho esperar, pero he venido tan pronto como he podido. Me ha dicho mi Secretaria que me conoce.

   – Así es. Soy Pedro del Castillo y en varias ocasiones hemos coincidido en el Consejo de Administración de «París International».

   – ¿Forma usted parte del Consejo de Administración?.

   – No. Yo trabajo como químico en la división de investigación y nuevos productos y a veces acudo a las reuniones del Consejo para presentar nuevos proyectos.

   – Veo que su trabajo debe ser muy interesante y también muy importante para su empresa. Bien, la cuestión que nos ocupa debe ser grave. Cuando venía en el coche para acá me ha llamado el abogado de su empresa para decirme que una persona había muerto esta tarde y que, posiblemente, necesitarían mis servicios.

   – Así es. Pero creo que seré yo a nivel particular, y no la empresa, quien necesite sus servicios.

   – Bien, para mi no hay ninguna diferencia. Bueno, una sola -dijo con aire risueño- la de quién se hará cargo de mis honorarios. Pero eso es una cuestión secundaria que no merece tratarse ahora.

   Parecía que Robledo quería dejar claro que, ante todo, él era un profesional y que cumpliría con su trabajo hasta las últimas consecuencias. Independientemente de quién fuera su patrón. Pero Pedro también quería dejar clara otra cuestión.

   – Le agradezco su profesionalidad, señor Robledo. Pero también quiero que quede clara una cosa: he sido yo quien lo ha llamado y usted trabajará para mí, no para la empresa. Si acepta defenderme, claro. Sé que su minuta será elevada pero le aseguro que puedo hacer frente a ella.

   Robledo esbozó una sonrisa antes de contestar.

    – Si estoy aquí es porque ya he aceptado su caso. No acostumbro a perder ni a hacer perder el tiempo a los demás. Bien, tenemos que hablar con tranquilidad pero antes debo presentarme al Comisario. Volveré en unos minutos.

   Pedro se sentó en el banco que ya le era conocido mientras veía cómo Robledo se dirigía primero a un policía y tras hablar brevemente con él, seguía sus pasos y se perdía tras girar a la derecha el pasillo que iba hacia el fondo.

   Mientras hablaba con el abogado no reparó en que se llevaban al vagabundo que había intentado hacerle compañía. De nuevo estaba sentado sólo en el banco. Le vinieron a la mente unas palabras que aquél sujeto había pronunciado. Algo así como:

   – «Le han hecho la cama. Pero todos los que estamos aquí es porque hemos hecho méritos».

   ¿Le había hecho alguien la cama?. ¿Habían matado a Juan Montero sin más o lo hicieron calculándolo todo para que le endosaran el muerto a él?. ¿Se merecía estar en aquella situación?.

    A lo largo de su vida había pensado muchas veces sobre si cada uno acaba teniendo lo que merece. Quería pensar que, con el tiempo, cada uno acaba en el lugar que le corresponde, pero la vida le había puesto ejemplos que no parecían confirmar esa idea. Con amargura había sido testigo de situaciones en las que gente honrada tenía que sufrir muy duras experiencias que no merecía, mientras que gente sin corazón ni escrúpulos disfrutaba de una posición y una felicidad que no merecían.

    Pero se resistía a pensar que las cosas tuvieran que ser así y albergaba la esperanza de que en un ámbito desconocido por los que somos ajenos a él, cada uno tiene realmente lo que merece. No se consideraba ningún santo, en su vida había hechos cosas de las que se arrepentía, al menos su conciencia así se lo reprochaba. Pero no estaba seguro de merecer lo que le estaba ocurriendo y le asustaba pensar las consecuencias finales a las que podía llegar la situación en que se encontraba.

   Reconocía que en los cuatro o cinco últimos años había actuado con más maldad y había hecho más daño que en toda su vida anterior. A todos los niveles, personal y profesionalmente. Pero de ahí a ser acusado de un asesinato que no había cometido, había un abismo. ¿O no?. ¿En realidad había sido tan miserable como para merecer encontrarse en esa situación?. Su formación científica lo había convertido en una persona desprovista de parcialidad en sus juicios, incluso consigo mismo. Por eso no estaba seguro de si era cierto lo que su ocasional acompañante le había dicho un rato antes.

   Hay quien dice que todos tenemos marcado nuestro destino desde que nacemos y que siempre, de una u otra manera, se acaba haciendo justicia. Que siempre, más tarde o más temprano, acabamos teniendo lo que nos merecemos. ¿Sería eso verdad?. La experiencia le decía que no. Pero, ¿y si los casos que él conocía fueran la excepción que confirma la regla?.

   Fue la primera vez que estos pensamientos comenzaron a atormentarlo, jamás antes había pensado en ellos. Debieron pasar unos diez minutos cuando de nuevo apareció Robledo y  lo liberó de la angustia.

   Venía acompañado de un policía y creyó advertir en su rostro una expresión más sombría que la que mostraba cuando llegó. No se equivocó.

   – Veo que estos ineptos le han tomado declaración sin estar yo presente. ¿Quiere que se la vuelvan a tomar?.

   – No creo que sea necesario. He dicho simplemente la verdad y no creo que eso me pueda perjudicar.

   – Bien -continuó Robledo- he estado hablando con el Comisario y también he leído la declaración de algunos empleados de la empresa que andaban por allí. La verdad es que lo tiene crudo, amigo. El Juez ha decretado prisión incondicional, y no me extraña. O una de dos: o lo ha matado usted o todo se le ha puesto en contra.

   – Yo no lo he matado.

   – El Comisario me ha dejado media hora para que charlemos en un despacho vacío de aquí al lado. Vamos.

   Ambos siguieron al policía, el cual les abrió la puerta del despacho desde el que lo había llamado por teléfono. Se sentaron en las dos sillas que había ante la mesa. Robledo sacó una libreta del bolsillo interior de la cazadora con la evidente intención de tomar notas y de nuevo advirtió la expresión inteligente en su mirada. Pero ahora fue Pedro el que adelantó en su pensamiento lo que le oyó decir a continuación.

   – Mire vamos a dejar algunas cosas claras desde el principio. Yo estoy acostumbrado a defender a gente que de sobra sé que son culpables. Y no por eso pongo menos empeño en su defensa. Pero para mí es muy importante saber de qué situación parto, pues la estrategia que debo utilizar es diferente y el objetivo que me tengo que proponer también lo es. Dígame la verdad. ¿Lo mató usted?.

   Pedro respiró profundamente y habló con gravedad, procurando ser todo lo convincente que requería la situación.

   – Como comprenderá, no tengo la misma experiencia que usted en este tipo de situaciones. Pero creo que en estos casos lo mejor es decir la verdad, por lo menos a su abogado defensor. Tengo que reconocer que Juan Montero no era santo de mi devoción y que habíamos tenido algunos conflictos, incluso me hubiera alegrado de que las cosas no le fueran bien, ni en lo profesional ni en lo personal, no le deseaba nada bueno. Pero de ahí a matarlo va un abismo. Yo no lo maté.

   Robledo lo miró con una expresión de extrañeza, como si no estuviera acostumbrado a defender inocentes.

   – En ese caso, la situación es aún más complicada para mí. Si lo hubiera matado, mi estrategia se centraría en buscar eximentes y tratar de que le impusieran la menor pena posible, lo cual es relativamente fácil. Pero si realmente no lo mató, todo es más difícil. Cuénteme lo que sucedió esta tarde y procure no omitir ningún detalle, por insignificante que le parezca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

C A P Í T U L O    II

EN LA CÁRCEL. REVISEMOS LOS ANTECEDENTES.

   La celda no era la habitación de un cinco estrellas de los que acostumbraba a utilizar cuando por motivos profesionales se desplazaba a París, Barcelona, Roma o a cualquiera de las otras capitales europeas en las que su empresa tenía delegaciones relacionadas con su departamento. Pero tampoco tenía nada que ver con la imagen que aparece en los chistes en las que se ve al preso con traje de rayas tras una puerta de barrotes con una bola de hierro encadenada y cogida con un grillete al tobillo, y al fondo una esquina con telarañas. Era una habitación de unos quince metros cuadrados, con una cama, una mesa bastante amplia con su silla, una pequeña estantería, un retrete y un lavabo. Eso sí, tenía una ventana enrejada y una robusta puerta, ambas a prueba de intentos de fuga. Le llamó la atención que aunque no disponía de teléfono, había una  conexión telefónica en la pared que le permitía acceder a internet dentro de un horario limitado y con ciertas restricciones en contenidos.

   También le habían permitido traerse una maleta con toda la ropa que consideró necesaria, una pequeña radio, su ordenador portátil y un microtelevisor de esos que funcionan con pilas o con la batería del coche.

   En cierto modo, aquel lugar parecía una especie de retiro espiritual. Quién le iba a decir dos días antes que iba a poder cumplir su reiteradamente aplazado deseo de recluirse durante una temporada en uno de esos monasterios que ahora están de moda, en un ambiente de austeridad, privado de la mayoría de las comodidades que habitualmente disfrutamos. Era algo que con frecuencia había deseado en los momentos de más estrés y agobio en el trabajo. Esto no era lo mismo, pero casi.

   Había ingresado en Alcalá – Meco cerca de las doce de la noche del día anterior. Antes, dejó firmada su declaración en Comisaría y se despidió de Robledo. Como no disponía de nadie que le pudiera traer de su casa todo lo que necesitaba, le permitieron pasar antes por ella. Tuvo la suerte de no encontrarse con ningún vecino, evitando el espectáculo que habría supuesto que lo vieran esposado y custodiado por la Policía.

   El módulo donde lo llevaron tenía fama de ser el que acogía a los «enchufados», que disfrutaban en ella de privilegios impensables. No sabía si algo de eso tenía que ver con la celda que le habían asignado.

   También sabía, por la prensa y otros medios de comunicación que políticos, importantes hombres de negocios y algún que otro delincuente de guante blanco habían recalado allí.

   La noche no la había pasado del todo mal, pero había dos cosas que aparecían en su mente de forma repetitiva e insistente: las palabras que le dijo el vagabundo en la Comisaría y la sensación de que la declaración que hizo a la Policía y a su abogado estaba incompleta, de que faltaba algo. Era sólo una sensación, ni siquiera estaba seguro de ello pero sólo la incertidumbre en un asunto tan trascendente, le hacía sentirse mal. Por más que intentaba reconstruir los hechos desde que oyó el disparo hasta que lo encontró el guardia de seguridad, no lograba precisar en qué parte del puzzle faltaba esa pieza: en su despacho cuando oyó el disparo, por el pasillo mientras corría y oía los pasos de alguien que se alejaba o cuando entró en el despacho de Juan y lo encontró en el suelo junto a un pequeño charco de sangre. No sabía si faltaba un sonido, una imagen, un objeto, … Pero ¿faltaba algo realmente?.

   Por otro lado, las palabras del vagabundo también lo angustiaban.

   – Alguien le ha hecho la cama. Pero si está aquí es porque se lo merece.

   ¿Alguien lo había preparado todo?. No ya el asesinato, lo cual era evidente, sino que todo encajara tan bien como para que fuera él el condenado por asesinato. ¿Cómo se le había ocurrido coger la pistola que estaba junto al cadáver?. Fue algo instintivo: primero se inclinó ante el cuerpo y le cogió la muñeca para ver si aún tenía pulso. Y después quiso comprobar lo que era evidente: que aquélla era el arma del crimen. Para ello empuñó la pistola con la mano derecha y con la izquierda estrechó el cañón aún humeante y caliente. De esa guisa lo encontró  el guardia de seguridad cuando apareció por la pueta entreabierta del despacho, pistola en ristre.

   – Suelte el arma y levante los brazos -le dijo el hombre.

  Desde ese momento pasaba a ser no ya el sospechoso sino el evidente autor del asesinato. Así pareció entenderlo también el Juez.

   Se despidió de Robledo sobre las once y media y éste le dijo que iría a visitarlo al día siguiente, probablemente por la tarde.

   – Por la mañana haré algunas gestiones y por la tarde volveremos a hablar. Mientras tanto, aproveche el tiempo e intente recordar cuál es ese detalle que cree que le falta.

   Intentó seguir la recomendación de Robledo, pero después de varios infructuosos intentos, desistió.

   Pasó el resto de la mañana leyendo y consultando algo en internet. Cuando le trajeron el desayuno le dijeron que de once a doce y media podía salir al patio, era el «recreo». Sin embargo no le apeteció, pensó que el primer día sería mejor dedicarlo a poner en orden sus ideas. Además, reconocía que le daba cierto miedo o, al menos, respeto enfrentarse de golpe a las complicadas y peligrosas relaciones que se pueden establecer en una cárcel. Como desde su ventana se veía el patio, uno de los patios, prefirió quedarse observando desde ella.

   La verdad es que lo que veía no parecía muy inquietante. Eran gente de aspecto pacífico, muy normal, que se dedicaba a pasear de forma individual o por parejas, que se reunía en grupitos de no más de cuatro para charlar o echar un cigarro. No parecía el tipo de gente que en cualquier momento te pudiera sacar una navaja o intentar violarte. La mayoría vestía pantalón vaquero y jerseys de lana, algunos llevaban cazadora. Todos debían tener más de treinta años y no se diría que alguno de ellos estuviera enganchado a las drogas. Parecía que también en eso había tenido suerte.

   Se fijó principalmente en dos de los reclusos: uno tendría unos cincuenta y tantos años, era grueso, de mediana estatura, con escaso pelo blanco y bigote. Fumaba un puro y deambulaba de un lado a otro del patio entablando cortas conversaciones que interrumpía precipitadamente con unos para reanudarlas de nuevo con otros.

   El otro era más joven, más o menos de su edad, de piel blanca, alto y delgado y se movía por el patio en solitario. Le llamó la atención su porte elegante y señorial que reflejaba a las claras que debía pertenecer a la aristocracia o algo parecido. Lo encajaba mejor dando órdenes al mayordomo en una mansión campestre o entrando por la puerta trasera de un Rolls, abierta por su chófer particular.

  Le trajeron la comida temprano, poco después de la una, y empezó a advertir que en la cárcel, igual que en los hospitales y los cuarteles, se hacía una vida temprana, parecía que el horario iba algo adelantado respecto al exterior. Como todo lo que había allí dentro, la comida era austera pero suficiente: un plato de caldo del cocido, un generoso filete con patatas y un yogourt natural. Una botella de agua mineral para beber.

   Pasaban las horas y Robledo no llegaba. Empezaba a impacientarse, pues deseaba saber qué gestiones había realizado y qué resultado había obtenido. Por fin, a las seis de la tarde se abrió la puerta de la celda y apareció un funcionario acompañado de un guardia civil.

 

 

 

 

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