FALTAN 20 años.1 de marzo. Mañana. Ciudad de GRANADA.  <?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

JAQUE MATE

 

 

     Un murmullo silente era el protagonista de la sala. La densidad del ambiente se enturbiaba con el paso de las horas. Los cristales de las ventanas estaban empañados; anunciaban a los presentes que el final se acercaba. Un reloj de pared, deslustrado porsus años de uso, con los números romanos gobernando su orientación, informaba del devenir del tiempo; sus agujas se acompasaban con el discreto ritmo de la vida. Tres filas de mesas, perfectamente ordenadas, formaban el centro de atención. Cada una de ellas tenía una enumeración que indicaba la posición que ocupaban en la clasificación los dos jugadores que competían en cada partida. De pie, alrededor de ellas, se agolpaban personas de todas las edades; no había sillas. Se estaba celebrando el campeonato provincial de ajedrez en categoría alevín, sistema suizo a diez minutos cada encuentro, y los niños clasificados para disputarlo jugaban la última ronda.

     Sobre la mesa, identificada con el número uno, las miradas de los espectadores descargaban esos gramos de tensión que se viven en las grandes finales deportivas. Un señor de unos cuarenta años, vestido con camisa a cuadros, desabrochada en los botones superiores, ofrecía un pecho hirsuto y una cadena de oro que descansaba sobre su grueso vello moreno. Estaba nervioso; sus movimientos provocaban que su valioso adorno tintineara al compás de sus oscilaciones. Su cercanía a la mesa impedía ver al resto de espectadores la partida que se estaba disputando.

     -Moisés, quieres dejar de mirar a ese hombre y centrarte en el juego –pensó Ginés, el padre de uno de los finalistas-. No entiendo por qué no le llaman la atención –susurró enfadado.

     Unos lunares se presentaban en la parte lateral izquierda de su cuello, alrededor de la clavícula del mismo lado. Su morfología, la similitud de cada uno de ellos y una distancia, que parecía simétrica, llamaban la atención. Su pelo oscuro, sus ojos negros, su piel morena, destacaban sobre una obesidad manifiesta. Su intranquilidad se contraponía con el sosiego que experimentaba su hijo; éste, parecía ser el dueño de la partida.

     A los lados del tablero figuraban las piezas que habían sido capturadas por los dos contrincantes. Destacaban, por su número, las negras. Moisés jugaba con blancas. La sonrisa que se pincelaba en su cara se acompañaba de un desasosiego que se reflejaba por la mordida de la uña del dedo índice de su mano derecha escoltada por un movimiento continuo, repetitivo, de su pierna izquierda; como si tuviera un espasmo incontrolado. La dirección de su mirada la alternaba; durante un rato la dirigía hacia aquel señor, padre de su adversario, que no dejaba de desestabilizar el ambiente con el nerviosismo que demostraba con su actitud, y a los segundos, como si necesitase encontrar una mirada de apoyo, dirigía su visión a su padre buscando un complot visual que alimentara la incertidumbre del momento. Sabía que la partida la tenía casi ganada y eso le excitaba aún más.

     En ese momento, en el que la partida parecía apostar por un triunfo de las blancas, jugó Ben, su oponente. Con gran tranquilidad movió uno de sus caballos e inmediatamente después fijó su mirada en los ojos de Moisés; en sus labios se marcó una pícara sonrisa.

     -Espero que te des cuenta; te está amenazando mate en la siguiente jugada –se dirigió a su hijo en pensamiento, regalándole gestos de peligro con su cara, ante la sorpresiva mirada de Moisés por el movimiento de su adversario.

     Respiró profundo, apoyó los codos sobre la mesa, abrió la palma de sus manos y abarcó con ellas los laterales de su cara; su mirada, ahora, se fijaba sobre el tablero.

     Aquel hombre, ahora más que nunca, desestabilizó la tranquilidad que merece un jugador de ajedrez. Marcó en su cara una sonrisa y empezó a hacer muecas de victoria a su hijo. Estos movimientos distraían la atención de Moisés. El tiempo pasaba y las agujas del reloj, que marcaban los minutos que cada jugador disponía para jugar, no paraban; le quedaban menos de dos de los diez que disponía para jugar la partida. El nerviosismo empezó a hacerse dueño de la situación; ahora, su mirada, nerviosa e insegura, intentaba focalizarla sobre las piezas del tablero, pero, sin quererlo, se desviaba hacia la imagen de aquel señor que no paraba de moverse y gesticular.

      -Abel, por favor, tienes que retirarte un poco más de la mesa –dijo un señor

mayor, con entradas prominentes y pelo blanco y brillante, que se había acercado a ella; sus arrugas en el contorno de ojos delataban el transcurrir de las primaveras. Se trataba del organizador de aquel campeonato provincial de ajedrez infantil.

     Ahora, más que nunca, aquellos lunares en el cuello junto a esa cadena de oro, provocaban la atención y, a su vez, desconcierto  del chaval. Su tintineo lo desconcertaba.

     -Pero Miguel, si no estoy haciendo nada –se defendió Abel de aquella invitación forzada esgrimiendo un gesto falso mezclado con el descontento del regaño.

     El tiempo pasaba, las manecillas de aquel temporizador continuaban su marcha y la sonrisa con la que segundos antes protagonizaban la presentación del chaval, se había tornado en un semblante claro de preocupación.

     -Quieres dejar de mirar a ese hombre y fijarte en la partida –pensó Ginés incrementando su nerviosismo y acelerando su agresividad personal.

     Entre el gotelé, que adornaba la fachada de aquel salón, destacaba un póster con la imagen de la fotografía de un señor con bigote y barba; tenía por título: “Boby Fisher. Una mente privilegiada”.

     El repetitivo sonido del segundero de aquel reloj que marcaba el devenir de la partida se multiplicaba en intensidad y castigaba aún más el desasosiego que protagonizaba el chaval.

     -Ese hombre no deja de moverse. ¿Cuántos lunares tiene? Nueve, diez…

¡Madre mía! Si me come ese alfil lo amenazo de mate en dos jugadas; pero… no me gusta la cara que ha puesto mi padre. Se podía estar quieto. ¡Dios mío! Solo me queda un minuto –pensaba Moisés atropelladamente.

     A continuación, cogió el alfil negro amenazado, lo retiró del tablero y en su lugar colocó su dama. Rápidamente, después de realizar esa jugada, miró la cara de su padre; al ver el desencanto en ella, un escalofrío recorrió su cuerpo. Sin quererlo desvió su atención hacia aquel hombre y descubrió la ansiedad de aquella persona que sabe que tiene la solución de un problema. Dirigió la mirada hacia el tablero, al mismo tiempo que su contrincante capturaba uno de sus peones y colocaba en su lugar la dama. A continuación, dijo, esbozando el gesto del ganador:

     -Jaque mate.

     La sorpresa de ese castigo inesperado hizo que sufriera un espasmo psicológico; un tremendo escalofrío recorrió todo su cuerpo.

     -¿Cómo no me he dado cuenta? No lo puedo entender –pensó al recibir aquel mazazo-. Tenía la partida ganada.

     El brazo de Ben se alargó y ofreció su mano a Moisés. Éste, desconcertado, con una sudoración fría recorriendo toda su piel, correspondió la señal de deportividad mientras miraba a su padre buscando quizás un refugio sentimental; pero se encontraba de espaldas. Abel se acercó a su hijo y le regaló un efusivo abrazo. La fotografía de esa camisa de cuadros con los botones superiores desabrochados, remangada hasta la altura de los codos se quedó fija en su retina. Aquellos lunares en forma de estrella perfectamente alineados arropando la victoria de su contrincante, sirvió para poner el punto final a aquella final del campeonato provincial de ajedrez.

    

     -Y recibe el trofeo de 2º clasificado en la categoría alevín… Moisés del Valle Aguilar –anunció el organizador del torneo. Se encontraba colocado tras la mesa que servía de presentación a los trofeos que se habían disputado.

     -¿A qué esperas? Venga –empujó Ginés a su hijo.

     Moisés, con la mirada puesta en aquel pelo blanco, brillante, y esa cara envejecida con arrugas profundas en el contorno de ojos, con paso lento y una actitud cariacontecida, se dirigió hacia la recogida de su premio. Todas las miradas de los allí presentes se depositaron sobre él; lo sabía y por ello, quizás, quería demostrar con su disposición esa imagen de perdedor. Los cristales de las ventanas seguían empañadas, pero las gotas resbalaban por ellas originando caminos sin sentido que morían por efecto de la gravedad en su marco metálico y oxidado. La mitad de las personas ya se habían ido; ya solo quedaban los implicados en la recogida de premios y aquellos que, deportivamente, asistían a la entrega de trofeos para los ganadores.

          Una estatuilla, de unos veinte centímetros de alto y color plateado, con la figura de un tablero de ajedrez colocado de forma vertical y un alfil colocado delante de él, fue el trofeo que recibió. Los aplausos terminaron de poner el broche a su segundo puesto.

     -Desde luego, como no te centres en las cosas que hagas, no vas a conseguir nada en esta vida –comentó Ginés a su hijo cuando llegó a su lado; con tono silente y actitud crítica hirió aún más la brecha psicológica que había sufrido.

     -Papá, es que…

     -Es que…nada. Tienes que aprender a concentrarte en lo que haces. Tenías la partida ganada y si te hubieras dado cuenta de su amenaza estarías recibiendo el primer premio, ¿entiendes? En esta vida solo triunfan los primeros; los segundos suelen pasar desapercibidos.

     -Pero ese hombre no dejaba de distraerme y…

     -La verdad es que no debían de haber dejado que se acercara tanto, pero…, eso es lo que hay. Esto te tiene que servir de lección –reprochó Ginés mientras recogía su abrigo del perchero e intentaba no enturbiar la entrega de premios con sus movimientos-. Además, te he dicho mil veces que lo primero que tienes que hacer es proteger a tu rey.

     -Nunca se me olvidará esta partida, papá.

     -Y el ganador del 1º premio del campeonato de Granada de ajedrez, categoría alevín ha sido –anunció con fuerte voz el organizador del torneo-, Ben Bennasar Karim. Un fuerte aplauso.

     Una escultura similar a la que se llevó Moisés fue la recompensa con la que obsequiaron al ganador del torneo. Su tez morena y su pelo rizado se entremezclaban con unos grandes dientes blancos que invitaban a disfrutar con él; su sonrisa era una copia de la de su padre. Abel, que no pudo controlar su alegría, salió del grupo de personas que asistían a la entrega y se dirigió a 

abrazar a su hijo y besar el trofeo. Su camisa de cuadros, desabrochada en los botones superiores, mostrando aquella cadena de oro y ese grupo de lunares en el cuello perfectamente alineados, volvían a recordar a Moisés la tensión vivida en el final de partida.

     -A tu casa llegarán y de ella te echarán –comentó Ginés castigado por su envidia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FALTAN 20 años. 1 de marzo. Mañana. Riad (Arabia Saudí). 

CUESTIÓN DE ORGULLO

 

 

     El sol despuntaba por el horizonte; su luminosidad empezaba a acariciar el despertar de la ciudad de Riad, capital de Arabia Saudí; este nombre realmente procedía de la forma plural de la palabra arábiga rawdha, que describía un lugar de jardines y árboles. Eran las siete de la mañana y el invierno en esta ciudad, con clima desértico, estaba llegando a su fin; pero en esa época todavía se alternaban las noches frías y los días calurosos.

     Un hombre vestido con un “thawb”, vestidura de algodón que le llegaba a los tobillos, cubierto con un “bisht” oscuro, una capa de pelo de camello, y protegida su cabeza con una “ghutra”, pañuelo cuadrado de algodón que mantenía con cordones atados a su alrededor, portaba en sus brazos un paquete muy bien envuelto. Su marcha denotaba nerviosismo; con pasos inciertos y el tronco doblado hacia delante, seguramente por el peso del paquete, titubeaba en su desplazamiento. Miraba hacia atrás como si alguien lo persiguiera; su inquietud se perdía en mitad del despertar de la ciudad.

     Las calles del casco histórico estaban medio vacías; solo se veían hombres con vestiduras sueltas y ondulantes, semejante a la suya, buscando, quizás, su lugar de trabajo. Se paró en seco. A su derecha, un cartel, escrito en árabe, ponía: “Centro Histórico Rey Abd al-Aziz“.Volvió a mirar atrás y, al descubrir

que nadie le seguía, miró el paquete que portaba y continuó su camino. Empezó a acelerar su marcha convirtiéndola casi en carrera.

     Al rato, cuando las radiaciones solares empezaban a filtrarse por las calles de Riad y adornaban con sus sombras el entramado histórico de la ciudad, volvió a detener su marcha. Una fortaleza de estilo árabe se levantaba ante él; se trataba del “Castillo de Al-Masmaj”, monumento que pertenecía a ese entramado del “Centro Histórico del Rey Abd al-Aziz”. De nuevo, miró a un lado y otro buscando la ausencia de intrusos. Una pareja de hombres, ataviados de forma similar a la presentada por él, se cruzaron en ese momento. Sus latidos cardiacos empezaron a acelerarse, una sudoración fría se apoderó de sus manos, una mirada perdida demostraba su rechazo a toda persona ajena… Miradas indiscretas hacia aquel paquete blanco, envuelto en una sábana de algodón, no obtuvieron recompensa; comentarios que se desvanecían con sus pisadas se acompañaron del retorno a la soledad del momento.

     Subió unas escaleras y se dirigió hacia aquella fortaleza árabe. Los peldaños estaban romos, desgastados, irregulares; motivos geométricos se conjugaban con la caligrafía arábiga en una edificación en la que las cúpulas predominaban sobre los arcos. La sombra que proyectaba su imagen con aquel envoltorio se alargaba en los laterales de aquellos peldaños por un sol que esboza el camino de su salida. Llegó a un rellano de aquella edificación y se dirigió cautelosamente hacia una de sus esquinas; un lugar resguardado, libre de miradas advenedizas. Volvió a mirar a su alrededor; no había nadie. Cogió suavemente el paquete con las dos manos y lo depositó encima de un macetero espacioso, de base ancha, hecho de barro; un jazmín sin flores, con un tronco bastante recio, que acusaba sus años de vida, vivía en él. Con andar vacilante e inseguro se fue alejando de aquella jardinera. Cuando llegó a la base de las escaleras elevó su mirada hacia aquel jazmín y, a continuación, salió corriendo.

 

 

 

 

FALTAN 15 años.1 de marzo. Mañana. Granada. 

UN AÑO MÁS

 

 

     La cera se derretía; la ley de la gravedad imponía su fuerza y resbalaba por los laterales de aquellas quince velas encendidas. La habitación estaba oscura; solo se veían los rasgos faciales de Moisés deformados por las radiaciones de luminosidad que desprendían aquellos cirios. La banda sonora de esta fotografía la ponían las voces de los amigos y familiares que participaban de aquel momento; las notas de la clásica canción de “Cumpleaños feliz” bailaban al son de su letra. Los ojos del chaval, grandes y alegres, miraban fijamente aquellas velas.

     -Pide un deseo –gritó la voz dulce de su madre difuminada por los cánticos de aquella canción.

     -Me gustaría jugar, algún día, la partida de ajedrez más importante del mundo –pensó mientras inspiraba profundamente, cargaba sus pulmones de aire y soplaba fuertemente buscando no defraudar a ninguna de aquellas velas encendidas.

     Las doce perillas de la lámpara del salón se encendieron y el final de aquella canción se acompañó de un fuerte aplauso. Moisés, demostrando en su cuerpo los efectos de la pubertad, extremidades alargadas y esqueleto desgarbado, formaba el centro de atención de aquella reunión. El salón de su casa era el escenario; más de treinta metros cuadrados, perfectamente decorados con un estilo tradicional y clásico, servían de cuna a la celebración. La sobriedad y elegancia del mobiliario, en madera de castaño, acompañaba la filosofía histórica de la familia. Dos robustos troncos de olivo alimentaban el fuego en la chimenea.

     -¿Qué deseo has pedido? –preguntó Cristina. Se trataba de una compañera de clase. Ambos cursaban 1º de Bachillerato Unificado Polivalente en el instituto de enseñanza secundaria Padre Manjón de la capital granadina. Llevaban menos de cinco meses conociéndose, pero se habían hecho grandes amigos.

       -Los deseos no se cuentan; si no, no se cumplen –contestó Moisés, arrancando, con la yema de su dedo corazón de la mano derecha, un poco de nata de la tarta

     -Venga, cuéntalo –animó Nereo, otro amigo del instituto-. Si ya sabemos lo que has pedido.

     Desde los seis años, cuando iniciaron el curso de 1º de Educación General Básica en el colegio público Fuentenueva, de la capital granadina, Nereo y Moisés compartieron todos los años escolares y se hicieron prácticamente inseparables. Su afición a la práctica del fútbol afianzó su relación.

     -Seguro que no lo sabes, Nereo.

     -Seguro que has pedido que una chica, a la que no quiero señalar, sea tu… -intervino con cierto aire de provocación.

-Mentira. Eso no es verdad –interceptó, elevando el tono de su voz, la indirecta de su amigo.

     -¿Quién quiere este trozo de tarta? –intervino su madre-. Tiene un aspecto que… alimenta. ¿Lo quieres tú, Cristina?

      -Muchas gracias, Carmen –contestó sumisamente cogiendo el plato que le obsequiaba.

     -¿Y los demás? –preguntó Monchi, provocándola cariñosamente. Se trataba de otro compañero de clase. Su fuerte complexión rayaba la obesidad y su simpatía y desparpajo hacían que su trato fuera agradable.

     María del Carmen Aguilar Fraile tenía cuarenta y dos años y estaba felizmente casada, o eso es lo que aparentaba, con Ginés del Valle y Pérez de <?xml:namespace prefix = st1 ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:smarttags» />la Mata. Su ajetreada y cansada profesión, ama de casa, desvinculaba a su marido prácticamente de todas las tareas domésticas. Tenían dos hijos, Moisés y Nicolás. El segundo, cinco años mayor que el primero, estudiaba segundo de medicina. La influencia familiar había decidido su inercia formativa; Ginés, su padre, era uno de los cardiólogos más reconocidos en la provincia de Granada. Desde la más tierna infancia de sus hijos, su vinculación laboral al mundo sanitario, influyó decisivamente en la elección de la carrera a elegir en cada uno de ellos. Igualmente, Moisés respiraba ese ambiente y la ilusión de su padre es que los dos se dedicaran al devenir de la medicina.

     -Te ha salido buenísima, Carmen –felicitó Cristina.

     -Bueno, ha llegado el momento de los regalos –anunció Nereo alejándose de la mesa que servía de presentación a las viandas obsequiadas a los invitados y se acercó a uno de los sofás del salón que había servido de depósito de los regalos que cada cual había traído.-. Tengo una cosa que seguro te va a gustar.

     La música de Luis Miguel ambientaba la reunión. En el mismo salón, al otro lado de donde se habían soplado las velas, una mesa camilla, vestida con unas sayas que flotaban sobre el suelo de mármol, servía de acomodo a más invitados al festejo; allí estaban sentados los abuelos de Moisés. El sonido de una telenovela que proyectaba la televisión de treinta y dos pulgadas que lucía el salón, luchaba contra la música relajante del cantante mexicano. Los ojos de ella se movían al son que dictaban los desplazamientos de sus personajes. Los de él se escondían tras unos párpados cansados; estaba durmiendo.

     Nereo cogió una bolsa; la acercó al lugar de reunión. Sacó un paquete bien envuelto y se lo entregó a su amigo.

     -Espero que te guste.

     -Ya sé lo que es –contestó mientras recogía el regalo y lo zarandeaba suavemente calibrando su consistencia-. ¿Un balón de fútbol?

     -Pues, te equivocas –continuó Nereo la broma-. Una raqueta de tenis.

     Desenvolvió el envoltorio y conforme descubrió el contenido del regalo fue cambiando el aspecto de su cara. Se trataba de un libro titulado: “200 celadas de apertura”.

     -Este es el libro que quería –comentó emborrachado de alegría-. ¿Cómo… cómo te has enterado que lo estaba buscando? ¿Se lo has dicho tú, verdad, mamá? –preguntó, mientras su mirada la lanzaba cariñosamente sobre su madre y esbozaba una sonrisa envuelta en una actitud pincelada por la sorpresa. Se dirigió hacia su amigo y se estrechó con él en un efusivo abrazo.        

     -Espero que lo leas y que en el campeonato de este sábado puedas conseguir la victoria –comentó Nereo; una sonrisa de satisfacción esbozaba su cara.

     En ese momento, Mari-Carmen, que así es como llamaban a su madre, se acercó al sofá, cuna de los regalos, y cogió el paquete de mayor dimensión que había allí; su peso, envergadura y consistencia llamaban la atención.

     -¿Te ayudo? –preguntó Monchi acercándose a ella.

     -Gracias. Tú sí que eres un caballero y no estos… –agradeció con un tinte irónico, aproximándolo a la mesa y depositándolo sobre ella.

     Los cuatro chavales estaban expectantes; ninguno sabía en que consistía.

     -Es todo tuyo. Espero que te guste; tu padre y yo lo hemos buscado por

 todos lados y, al final, creo que hemos encontrado lo que querías.

     En ese momento, entró Nicolás en el salón, hermano del festejado. Una mirada inquisidora fue la protagonista en los ojos de Moisés. El papel de regalo quedó roto en pedazos y dejó a la vista el obsequio preparado por sus padres.

     -¿Dónde lo habéis comprado? –preguntó mientras dejaba absorta su mirada en aquella caja.

     -Lo encontramos en el Zacatín, en una tienda que vendían cosas de origen musulmán.

     Moisés destapó la caja y empezó a sacar su contenido. Un olor a madera de roble, añoso y rancio, se mezclaba con la imagen de unas figuras desgastadas por el uso y los años. Se trataba de un ajedrez. Cogió la pieza que simbolizaba el rey y empezó a acariciarla mientras sus pupilas se dilataban al compás de la emoción.

     -Al final, ¿le habéis comprado esa antigualla? Qué manera de perder el dinero y el tiempo –comentó Nicolás que se había acercado al grupo mientras cogía la caja y miraba su interior de forma despectiva ante la atenta mirada de los que allí se encontraban-. Esto parece que está enmohecido; un día se va a traer a casa algo que contenga algún parásito y nos va a infectar a todos. 

     -¡Qué aguafiestas eres! –dijo su madre.

     -Es verdad, mamá. ¿Para qué quiere tantos ajedreces? ¿Eh? ¿Para que cojan polvo y ocupen espacio? –continuó la crítica.

     -¿Qué te ha pasado? Ya te han suspendido algún examen y vienes a descargar tu mala leche en mi cumpleaños –se defendió Moisés-. ¿A qué viene que sigas con el mismo tema? Sabes que me gusta el ajedrez y que me va a seguir gustando. ¿Me meto yo contigo? Pues déjame en paz, ¿no? –finalizó su defensa levantando su brazo derecho y abriendo la palma de su mano, en señal de disconformidad.

     -Tengamos la fiesta en paz, ¿vale? –intervino la madre.

     Nicolás se acercó a su hermano mientras perfilaba una sonrisa maliciosa e intentaba extender su brazo derecho sobre los hombros de Moisés. Éste, al ver lo que pretendía hacer, se revolvió y le dio la espalda.

     -Hermanito, tranquilo; que no te voy a hacer daño –contestó sorprendido ante su defensa-. Todo esto te lo digo por tu bien. Dentro de poco terminas el bachillerato y tendrás que elegir carrera universitaria. ¿Qué es lo que piensas hacer? ¿La carrera universitaria de ajedrez? –una sonrisa maliciosa se dibujó en su cara.

     Moisés se revolvió y encaró a su hermano. Cristina asistía atónita a la lucha dialéctica entre ellos, Nereo no perdía detalle mientras saboreaba un trozo de pastel y Monchi manipulaba un paquete de regalo esperando que se calmaran los ánimos para poder entregarlo al anfitrión.

     -¿Sabes una cosa, Nico? –preguntó, mirándolo fijamente a la cara y señalándolo con su dedo índice de la mano izquierda-. Ya sé que piensas que el ajedrez es un juego como otro cualquiera y el hecho de jugarlo, para ti, es perder el tiempo, pero la realidad es otra completamente distinta. Cada vez que juego una partida de ajedrez pienso que hay una vida en juego; cada movimiento que haces repercute directamente sobre el resto de la partida. Lo mismo pasa en la vida real; cada vez que tomas una decisión influye directamente en los siguientes movimientos, ¿entiendes?

     Nicolás, después de escuchar las explicaciones de su hermano, abrió su boca, forzó la apertura de sus ojos y la palma de su mano derecha la colocó sobre la frente de Moisés.

     -Hermanito… ¿tienes fiebre o estás peor de lo que pensaba?

     Al comprobar su actitud y escuchar esas palabras, se dio media vuelta; un gesto despreciativo con su mano izquierda sirvió para iniciar su contestación:

     -No se puede hablar contigo.

 

 

 

 

 

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