La luz de mi propia sombra

La luz de mi propia sombra

CAPITULO 1

El silencio de mi nombre

“Esta es la historia de mi amiga, una chica normal con aspiraciones de alta sociedad y sueldo de dependienta. La conozco desde que éramos niñas y la vi crecer hasta que llegó a pesar 20 kilos más que ahora, pero empecemos por el principio que éste no es el cuento del patito feo ni ella fue nunca poquita cosa.

Moriría por poder vestir de Prada a juego con colonia, hidratante, maquillaje y por supuesto unos Manolos en los pies, o mejor dicho, a sus pies. Coqueta hasta borracha y siempre gran conversadora, enciende un winston tras otro mientras me cuenta con cara de hastío y aburrimiento el dinero que se gasta en tabaco.

La primera vez que me llamó por teléfono le colgué de inmediato porque pronunció el nombre maldito. Con arrestos de sobra para hacer dudar a la seguridad en sí misma, volvió a llamarme y con su voz tranquila como si nada fuese tan importante como para que ella se apurase, me explicó que el mal nacido de su marido había decidido abandonarla por mí. Pobre Helena, que derrotada tuvo que sentirse…”

−Vamos a ver: Acabo de leer en la revista de mayor tirada nacional el comienzo del primer episodio de una novela, de la que curiosamente estoy segura de ser la protagonista. Sí, yo soy esa mujer que describe, pero jamás de los jamases he llegado a pesar 20 kilos más que ahora, como mucho quizá quince. He dejado de fumar a la vez que perdí peso y nunca me quejé a la autora de lo caro que estaba el tabaco, eso lo hacía con mis amigas.

Recibí la llamada de mi madre, como siempre antes de las ocho de la mañana, pero esta vez era para algo. Me contó que Miranda, aquella niña que creció conmigo, la que me amargó toda la adolescencia y me robó el marido, ahora triunfa por entregas con una historia muy parecida a la mía, por no decir que igual. Afamada presentadora de realitys, ahora reconvertida a escritora, narra mi vida, desde que íbamos al colegio hasta cuando mi marido se largó con ella. Lo más curioso es que le ha puesto a la protagonista hasta mi nombre.

Pero empecemos por el principio porque me pierdo hasta yo.

Soy Helena, con H, como siempre apostilla mi madre, de Honesta, de Historia y ante todo de Humilde.

Con H de harta, intento reírme de ella, pero quiero dejar claro que jamás en voz alta por respeto y aunque a veces no lo cumplo, siempre ha sido sin querer; para mi los pensamientos no son mudos y siempre que me ocurre algo parecido suele terminar mi H metida en problemas.

La primera vez que un chico me preguntó si podía besarme, cerré los ojos como asentimiento y se me escapó en voz alta: -¿se habrá lavado los dientes? Mi ocasión de conocer el paraíso y sobre todo de ascender en la escala social de mi adolescencia se esfumó. Para cuando los abrí, alcancé a vez cómo sus brazos hacían un corte de manga hacia mí.

Nerviosismo compulsivo, me diagnosticó Internet.

Conociendo mi problema, me propuse tardar en contestar siempre dos segundos. “Uno y dos”, cuento antes de hablar. A veces lo hago en voz alta por lo que estropeo un poco el remedio. Me he ganado a golpe de números la fama de lenta en el trato, torpe para entender y lela porque sí.

El siguiente título conseguido fue el de Hortera, con H, ríen el grupo de niñas monas que me excluye porque la ropa no luce tan bien en mí como en ellas.

Se sientan delante en el aula y a veces se dan la vuelta, me miran y cuchichean en grupo. Finjo que no me entero porque no sabría qué decirles.

Están dos filas por delante de mí; la primera es la de los guapos y listos; la segunda la de los aspirantes no tan guapos y listos, pero casi. En la tercera me siento yo, delante de los desechos del sistema educativo, del tartamudo, el futuro pirómano y la maniaca asesina que un día nos matará a todos por haberla apartado de la sociedad.

Y es que en el aula hay clases sociales, al igual que en la vida, porque por ricos que sean tus padres y mucha cuota escandalosa que paguen al colegio, para que tu hijo no caiga en desgracia, el dinero no ayuda tanto, aquí tampoco somos todos iguales.

Fueron años duros soñando con acabar el colegio, con que mi redondez fuese convirtiéndose en cisne, con dar el estirón que todos daban y convertirme en una adolescente. El tiempo me jugó una mala pasada y antes de tener cintura y altura para ver la vida con perspectiva, me brotó un suave y negro bigote.

Con H de Histérica, marcaba cruces en el calendario, al igual que un preso, según pasaban los días esperando la metamorfosis.

Linda, la niña más guapa del colegio, lo cual no tenía mérito porque el nombre le había allanado el camino, se convirtió en mujer antes que el resto y por eso se la marginó. Los chicos eran niños y las chicas aún botijos redondos como yo. Linda, la preciosidad con tirabuzones rubios que bien podría anunciar cereales con miel pasó a ser denominada la jirafa. Nunca lo superó. No volvió a tener una amiga, los chicos la acosaban tirándole del pelo y bolitas de papel mojadas en saliva. Su único pecado fue tener curvas antes que las demás y una belleza que provocaba envidia.

Gracias a que otra ocupó el puesto de objeto de risitas, pude acabar la secundaria sin demasiadas crisis de nervios.

Linda, que podría haber sido modelo en las pasarelas más cotizadas, dejó que sus años de infancia la devoraran y por culpa de su apodo, la última vez que la vi caminaba encorvada, con el pelo cortado como un muchacho y su camiseta amplia no dejaba adivinar sus formas, quizá los años que pasó apretándose el pecho impidieron su desarrollo. La vergüenza una vez más se reflejó en mi rostro y tuve que esconderme de ella, porque en parte fui culpable de no tenderle una mano cuando se ahogaba… Para ser sincera, debo confesar que no fue que no le diera la mano cuando intentó acercarse a mí, sino que le di una patada para que fuese carne de presa fácil.

Me absuelvo pensando que era la supervivencia de la infancia.

Mamá no me dejaba olvidar lo que significaba la H de mi nombre. Casi a diario me recordaba que la mujer del César, además de ser Humilde y Honesta, debe parecerlo. La H que no suena, en mi vida fue lo que más sonó.

Vivíamos con mi abuela en una pequeña casa de pueblo, bastante vieja, por cierto, para lo caro que era mi colegio. La abuela era bastante mayor, o lo aparentaba, porque no sabíamos su edad, pero la cabeza no le funcionaba ya como antes, decía mi madre. Yo la veía escuchar, agitar sus escasos diez cabellos y mirar hacia otro lado.

– Se olvida de las cosas.- decía mamá, acariciándome una mano para que tuviese paciencia mientras ella iba a hacer unos recados.

En su sillón se atrincheraba a mirar cómo yo me observaba en el espejo, atisbando los primeros signos de comenzar la transformación en mujer, es cuestión de tiempo, pensaba.

– Abuela, ¿tú fuiste guapa?.- La pregunta era de una adolescente insensible.

Me miró fijamente con cara ofendida, agitó la cabeza y me preguntó si la ignorancia llevaba H, Helenita querida.

Ese martes por la tarde di el primer paso de empezar a madurar. La abuela tenía sentimientos y quizá no estaba tan senil como mamá y yo creíamos.

La cintura seguía midiendo demasiados centímetros.

– No digo que ya no seas guapa, solo que antes igual lo fuiste mucho más…

– ¿Sabes una cosa? Quien es un pato de pequeña, de mayor nunca será un cisne… Aprende a querer a los patos.

No sé si la abuela era cruel o yo muy tonta, pero con H de sentirme Horrible, la ignoré y seguí midiéndome con una cinta métrica de costura pensando en cómo Linda dio el famoso estirón.

Llegó mamá, preguntó qué tal nos había ido y la abuela selló sus labios con el dedo índice mirándome. No dije ni pío.

Miranda era la niña guapa y lista del colegio que siempre se sentó en la primera fila. De mayor llegó a ser la presentadora atractiva, la profesional que todos se rifan, la mujer por la que tu marido te deja y por lo que veo ahora, también la escritora de éxito ¡que me ha robado la vida!

Era quien se daba la vuelta para cuchichear sobre mí, quien con un gesto firmó la sentencia de Linda de caer en el olvido, al igual que un emperador romano, con solo un movimiento de mentón, nadie volvió a dirigirle la palabra salvo para reírse de ella. Yo incluida.

El tartamudo decidió dejar de hablar desde el día en que Miranda le grito “cállate” en medio de una clase porque alegó que le daba dolor de cabeza cuando fue reprendida por el profesor.

El pirómano se enamoró de ella desde los seis años y decidió ante su negativa siquiera a mirarle, quemarse vivo empezando por una mano. Como descubrió que dolía, su rabia la exteriorizó prendiendo fuego a pequeñas cosas siempre ajenas. Ya con trece años, para ganarse el favor de la chica de sus sueños, acercó un mechero al pelo de Linda; todo quedó en un susto, un corte de pelo y mucho olor a chamusquina, pero yo vi cómo Miranda lo recompensó posando medio segundo la punta de sus dedos en el hombro del culpable. Ya pudo merecerle la pena, porque el castigo que sufrió fue una larga expulsión y el apodo aparte de pirómano, fue loco, lo cual para nosotros no iba implícito.

Linda jamás tuvo su disculpa de arrepentimiento.

A Miranda, como abeja reina, la rodeaba un séquito de muchachas dispuestas a servirla hasta la muerte, es decir, en términos de adolescencia, hasta la propia vergüenza.

Eran cuatro sus acolitas, así lo quiso ella para que siempre hubiese una desparejada y ese era el castigo si la enfadabas. Por aquel entonces para nosotras, quedarte sentada sola en clase, en el recreo o apoyada en la pared del pasillo mientras todos hablaban y reían en grupo, era un dolor mortal.

Si pertenecías a Miranda´s Club no podías relacionarte con nadie más so pena de exclusión y burlas sobre tu barriga, pelo, culo… durante el resto de secundaria lo cual nos parecía la vida entera. Nos manipulaba a todas a su antojo, pertenecieses o no a su círculo. Sobra decir que yo no pertenecía, pero aun así su red me atrapaba por entero.

Hubiese hecho cualquier sacrificio para pertenecer a ese elitista grupo de cinco chicas monas, pero me faltaban cualidades, por ejemplo, a parte del físico, que no vamos a entrar en el tema de que el cisne se demoraba en tomar mi cuerpo, carecía de algún ferviente admirador-enamorado que suspirase por mí. Peor aun, tenía uno, Rodolfo, empollón cuatro ojos con aparato en los dientes que cumplía a la perfección el papel de paleto. Curiosamente todos se reían de él, pero las burlas no iban más allá.

Muchos años más tarde, nos encontramos una tarde en un aeropuerto, él ya sin aparato, con gafas de estilo moderno y yo con bigote depilado y cintura ancha igual que antes, pero aprendida a disimular con ropa actual. Le pregunté cómo había sobrevivido todos los años de instituto. Me miró sorprendido y a la vez extrañado y me contestó que eso mismo se preguntaba él de mí, siempre preocupada, corriendo tras cinco niñas absurdas jugando a ser mujeres, atusándome el pelo y metiendo barriga enfrente de cada espejo que reflejase mi imagen.

Rodo, como lo llamaba todo el mundo salvo Miranda que recalcaba Rodolfo con tono de llamar al mayordomo, era insensible a la rabia de ella por ignorarla. No le afectaban sus risas, cuchicheos ni pintadas en la pared riéndose de sus gafas y aparato, miraba los dibujos cuando eran en la pizarra y se sentaba tranquilamente.

Más de una vez, yo misma, sin que ellas me viesen, corría a borrar esas burlas para que a Rodo no le hicieran daño. Ahora me arrepiento. Dos años después de reencontrarnos con treinta y tres años, nos casamos súper enamorados. Un año después, él sucumbió a la llamada de Miranda y decidió ser su mayordomo.

A los dieciocho años ya nadie me llamaba Helena, salvo mi madre. Terminé el instituto y borré de un plumazo la H de mi nombre; se me fue un poco la mano y desapareció la primera sílaba. Todo esto fue sin haberlo planeado. La primera chica que en la universidad me preguntó mi nombre, dulce Laura, cómo nos juntó la vida, me hizo contestar, siempre tras dos segundos… uno, dos… Lena. Cuando meses más tarde se lo confesé, me dijo no haber notado ni atisbo de duda al responder. Había aprendido a fingir.

Laurita soñaba con un mundo hecho a su medida y no estaba dispuesta a dejarse vencer por lo que veía todos los días. Al confesarle orgullosa de mi misma que había sobrevivido al instituto, me miró extrañada y me preguntó que de dónde venía yo…

Mis cuatro paredes se empezaron a caer y pude ver más allá de Miranda.

Un profesor me preguntó si Lena llevaba H intercalada después de la L y yo le dije que qué importaba si la H no sonaba. Quizá literatura no fuese la mejor clase para reivindicar el olvido de la H.

–  Aquí suena todo, señorita, hasta su ignorancia.

Cuando vuelva a esta clase, espero que sepa escribir su propio nombre. No entendí de nerviosa que estaba que era una invitación a abandonar mi sitio, así que me quedé sentada roja como un tomate mientras todos se reían por lo bajo.

Laurita me dijo más tarde que si no estaba ya acostumbrada a que se rieran de mí, me dijiste que habías sobrevivido, Lena, ¿por qué le das tanta importancia?

El profesor bajó del estrado y ante cien personas sonrientes caminó hasta mí para acompañarme educadamente fuera de la clase, como un perro.

–  Lo duro no es irse hoy, será volver, estimada Lena.

Qué razón tuvo…

Mi única amiga, que aun no lo era, me encontró escondida en el baño dos horas más tarde tras haberme perdido dos clases.

–  ¡Pero mujer! ¿Qué haces aquí?

No hacía nada, solo estaba sentada en el retrete rezando para que al salir no me mirasen todos. Ingenua de mí, pensaba que allí seguía siendo alguien, cuando para los cientos de personas que había pululando por allí, yo solo era alguien ridícula sentada en la tapa del wáter.

Con esta anécdota quedó claro mi nuevo nombre. Llegué a casa y le dije a la abuela, que estaba como siempre en su sillón:

–  Abuela, de ahora en adelante me llamo Lena.

Me miró y me respondió:

–  ¿Y quién dices que eres tú?

Bajé la vista al suelo: parqué blanco gastado donde movía incansablemente los pies como si caminase sin moverse, adelante, atrás, adelante…

Creo que la pillé sonriendo, pero no sé si fueron mis ganas de creer que era broma, de esas irónicas que acostumbraba ella o cada vez perdía más la cabeza. Me encerré en la habitación y doblada de la risa ahogué el sonido con la mano.

A mi madre no me atreví a hablarle de mi nuevo nombre. A día de hoy, ella me llama Helena y jamás hemos hablado de que el resto del mundo me llame Lena. Solo finge no enterarse, como ha hecho con tantas cosas. Supongo que es una forma de defensa, “sino me entero no tengo que hacer nada y no soy responsable”… Ay, mi pobre madre, le superaba mi conversión en mujer.

En verdad el nombre no significaba mucho, aunque como excusa servía para pensar que todo sería más fácil con uno mejor. Hace años volví extremadamente abatida del instituto. Esa tarde Miranda se había cebado conmigo, maldita Linda que tenía anginas y no fue a clase, bien podía no haberse puesto enferma, la odié mucho. En cambio al club de niñas listas y guapas no las detestaba, solo les tenía miedo. Se pasaron las horas de clase riéndose de mi pelo ondulado sin forma, de mi modo de sentarme con las piernas abiertas, es que cruzadas cansaba mucho, qué sé yo de qué más se burlaron, mientras se enviaban notas en papelitos de unos a otros, todos me miraban y sonreían. Ahora creo que era más bien por compromiso, porque gracia no tenía ninguna. La abuela me observaba y rogué para que no hiciera ningún comentario mordaz de los que acostumbraba, mi autoestima estaba por los suelos y ella lo supo al ver que mi bocadillo de nocilla bien untado no era devorado por el pato que anhela la transformación.

– Helena, haz caso a esta vieja: los cisnes son hermosos en el agua, en su propio estanque, en cuanto salen a tierra y se ven obligados a caminar como el resto sobre guijarros, son torpes y pierden su elegancia. Solo tienes que esperar, deja que el tiempo actúe…

Para mí el tiempo era un holgazán que no pasaba, solo se regodeaba en la maldita vida del instituto.

No entendí lo que la abuela quiso decirme hasta muchos años después, cuando el instituto era un mero recuerdo en nuestra mente, cuando fuimos expulsados al mundo real, lleno de guijarros, donde los patos con nuestras anchas y torpes patas podíamos caminar mejor que los cisnes, que no podían dejar de añorar las dulces aguas del instituto, sin piedras, un tiempo pasado que ya no volvería jamás y olía a vago recuerdo…

CAPÍTULO 2

LUCAS  SOLAZ

Asomó por la puerta del coche un zapato de tacón de color negro, tanteando en el aire encontró el suelo lleno de guijarros, dudó, clavó y se arriesgó a continuar. Le siguió el otro zapato de idéntica altura, por lo que pude comprobar que no era coja, sosteniendo a una mujer con gafas de sol y un traje de falda y chaqueta bastante ajustado a sus kilos de más.

Cuando su mirada recayó en nosotros, sentados en un banco de la plaza del Ayuntamiento, todos desviamos la vista con pudor por haberla estado observando, pero no hubiese sido necesario porque ni nos vio; siguió girando la cabeza para ver qué más le ofrecía el lugar sin prestar atención a nada en concreto, hasta que el hombre vestido de traje que sacaba las dos maletas del coche la hizo volver a la realidad de una tarde de Agosto calurosa en este pueblo perdido de Castilla y olvidado de Dios.

Intercambiaron algunas palabras con gesto serio e inmóviles se retaban con la mirada.

En ese momento el diablo pasó volando entre ellos y el reloj marcó las cuatro de la tarde. Jamás lo hubiera creído si no lo veo, pero con catorce años, ceguera y una gran dificultad para caminar, mi perro corrió hacia esa mujer y se sentó a su izquierda. Yo no hice nada, me quedé con mis tertulianos escuchando los fascinados comentarios de asombro. Lo peor vino a continuación: husmeó con su naricilla una maleta que tenía toda la pinta de ser bastante cara, levantó la pata y marcó con su seña la propiedad de aquella señora venida de otro mundo.

Intentando no mostrar mi desconcierto, caminé hacia ellos para disculparme y llegué  a tiempo para escuchar al caballero, que definitivamente no era un taxista, decirle con sorna que si empezaba así su llegada cómo acabaría, bonita bienvenida, Lena.

 La aguja grande del reloj de la torre del Ayuntamiento se situó en el primer cuarto logrando que el acompañante más o menos de mi edad, cincuenta mal llevados, subiese al coche y arrancase el motor.

–  En una semana aquí estarás muerta.- Metió primera y se fue regalándonos un huracán de polvo.

– “Con que no me entierren a tu lado me basta, desgraciado”- Murmuró entre dientes la señora mientras se quitaba la polvareda de la ropa. Quise desaparecer sin que me viera, pero se percató de mi presencia…

– Usted…Si no llega a ser que se rige por puntualidad inglesa no me deja en paz, este reloj me ha tendido una mano nada más llegar y este chucho le ha ahuyentado.

  Sin saber muy bien qué contestar y sintiéndome intimidado ante ella, mis disculpas se convirtieron en un halago – Si, Ron siempre es de gran ayuda.

  Sonrió, se agachó y acarició al perro, gracias Ron, eres muy guapo… y el animal que en su vida recibió un piropo ni le acariciaron unas manos tan suaves, ronroneó al igual que un gato. No quise decirle que mi perro se llamaba Ron en honor a todo ese líquido oscuro que bebí en mi vida de marino, porque hubiese renegado de mi pasado solo por ser digno de seguir hablando con ella; me hubiese cambiado por mi moribundo perro sin dudarlo, cuando al agacharse, la chaqueta se le frunció, el escote de la camisa se inclinó y sus grandes pechos se apretujaron entre ellos regalándome la visión de una gota de sudor descendiendo por su canalillo y hubiese descontado un lustro de la vida que me resta por vivir por haber podido detener esa gota con mis manos ásperas y grandes de amarrar cuerdas. Si para algo sirven todos los años que acumulo en mi espalda es para saber disimular la mirada, así que me centré en sus ojos escondidos tras las gafas negras y sin saber por qué, pensé si habría amamantado algún hijo. Se puso en pie, menguó unos ocho centímetros al bajarse de sus tacones, los cogió en la mano derecha y me preguntó si la ayudaba señalando sus maletas.

–  ¿Adónde va?

–  Al hotel de ahí enfrente.

No hubiese necesitado ayuda, nos separaban unos escasos cinco metros, pero quizá por coqueteo o porque de verdad no estaba acostumbrada a hacerlo por sí misma, no me lo pidió, más bien me lo ordenó.

–  Ah, entonces va a mi casa. -Dije nervioso.

Me miró un poco indignada, se quitó las gafas arrugando los ojos por el sol y me dijo: No señor, le he dicho que voy al hotel.

Ya en ese momento empecé a darme cuenta de que entre la nueva inquilina y yo encontrarían sitio los equívocos.

– El hotel es mío, señora, por nada del mundo le hubiese hecho una proposición así. Dejé sus maletas en recepción, hice un gesto teatral de saludo inclinándome ante ella y me fui con el cuerpo y el alma revuelto. Qué me estaba pasando, Lucas Solaz, o sea yo, para ir conociéndonos, era un renegado, un hombre retirado del mundo de la inquietud y ante aquella mujer volvía a ponerme nervioso, a tener un cosquilleo en el estómago, a sentir deseos de arrancarle la blusa e invitarla a cenar, en ese orden. Tuve que silbarle al perro y como aprovechó su sordera para ignorarme, tuve que regresar a cogerlo porque estaba tan agitado como yo y no se movía de su lado. No quise mirar atrás, por nada del mundo quería darle ese gusto, así que recordando los tiempos de juventud ya tan lejanos para mí, caminé tranquilamente intentando disimular la excitación que me producía aquella mujer demasiado maquillada y perfumada para venir en tacones como si fuese a una pasarela. No era guapa, sus arrugas tenían sitiados sus ojos, no tenía cintura, sus piernas eran regordetas y la imaginé sentada en la cama frotándose los pies doloridos… no podía dejar de pensar en ella y me sentía traidor a mí mismo.

Lo que tardé mucho en saber fue que ella se quedó muy avergonzada, la humillé intentado que mi azoramiento no se notase, la traté mal, como un niño pequeño salvé mi orgullo antes que pensar en sus sentimientos.

Acerté en lo de los pies doloridos, pero con la cara roja de vergüenza y sintiéndose más sola que cuando decidió escapar del coche que la trajo. Nunca estuve dotado con mucho tacto…

Hace seis años sufrí el retiro obligatorio, el mar me arrojó de su lado sin dejarme acabar mis días con él; quizá me salvó la vida. Me estaba haciendo mayor y mi cuerpo ya no aguantaba los excesos como antes; mi reputación de amanecer con resaca, de trasnochar, de pelear con los compañeros comenzaron a precederme allá donde iba a solicitar embarcar. Hay ocasiones en que hay que morderse la lengua, mis palabras ofensivas hacia el último capitán que me dijo “no” a la vez que escupía a mis pies fue superior a mi etílica sangre. Su puñetazo dolió, pero fue peor saberme acabado cuando entre dos hombres me quitaron de encima de él porque le había roto la nariz y la mandíbula; estuve a punto de matarlo. Me cebé con él como si fuese mi desgraciada suerte; he tenido muchas peleas en mi vida, pero jamás culpé a un hombre de todos los “no” que me dio la vida. Aquella vez perdí el control. Espero no volver a coincidir con él jamás, no por miedo, sino por vergüenza, no fui capaz de disculparme cuando estuvo dos días ingresado en el hospital, aunque dudo de que me hubiesen dejado acercarme  porque los pasé en un calabozo. Aguanto bien el dolor, no suelo sentir remordimientos y soy optimista porque no tengo nada que perder, es lo bueno de los perdedores, nada puede ir a peor… Eso pensaba yo hasta que todo comenzó a empeorar.

Cómo llegué a aquella taberna en Madrid una fría noche de febrero no lo sé. Desde que salí del calabozo cerca de algún puerto, hasta el momento que os cuento mis días fueron ebrios movimientos que no recuerdo. Fui consciente de que no tenía más dinero cuando no pude pagar la escasa cena que tomé.

–  ¿Qué hace un marinero en tierra seca?- me preguntó el camarero. –

–  La mar me ha expulsado de su lado, contesté.

–  Algo harías.

Siempre pensé que los marinos éramos duros, apátridas que no temíamos nada, me sentía orgulloso de remangarme la camisa y dejar ver mi tatuaje de sirena abrazada a un ancla. Quien me lo hizo era fino con la aguja, tanto que llegué a enamorarme de esa divinidad desnuda que abrazaba con sus manos y cola el ancla que le faltaba a mi vida. Busqué esa imagen en todos los burdeles de paso que conocí, en cada mujer que me miró dos veces. Jamás sentí miedo ni me tembló la voz, pero esa maldita noche cambió mi vida. El dueño del bar era un tipo duro que no tenía pensado invitarme a la cena, así que supe que estaba en un gran aprieto cuando tras contentar a mi estómago, mis bolsillos me gritaron que estaban vacíos.

Escapar de allí era imposible, la puerta estaba al lado del cuarto donde el dueño, con voz malhumorada, daba voces a alguien que yo no alcanzaba a ver. Me daba tan igual la suerte de los demás, que no me preocupó lo más mínimo cuando empezó a arrojar platos y vasos al suelo.

−Esta es la mía, pensé. Recogí de un manotazo mi chaqueta, única pertenencia que me acompañaba y me dirigí corriendo a la salida. Alcancé el pomo de la puerta, me abofeteó el frío de Madrid en la cara y un sollozo de mujer me paralizó. En ese orden recuerdo como se iba escribiendo mi destino.

Algo, aun no sé el qué ni por qué, impidió que cruzase el umbral que me separaba de la calle, de haberme librado de no pagar la cena, de seguir mi vida. ¿Qué vida? Pienso ahora… quizá eso fue lo que me hizo girarme y asomar la nariz en esa cocina maldita donde el camarero, dueño del local y por lo que veía de su familia, agarraba por el pelo a una joven embarazada que no lloraba, solo apretaba los dientes en una mueca que parecía rabia o desprecio. Enseguida mis ojos localizaron a una señora encogida, vestida de negro que lloraba desconsolada.

La joven me vio, clavó su mirada en mí y el padre como supe más tarde, se giró, escupió al suelo y movió el mentón preguntándome sin hablar qué quería. Me revolvió el estómago la poca higiene de lo que me acababa de comer, aun podía consentirme esos remilgos, no estaba tan acabado.

−¿Vienes a pagar la cena? Me dijo tras diez segundos eternos.

−No.- Contesté más por inercia que por no saber qué decir.

−¿Entonces? Dijo con su acento chulesco.

−Vengo a decirle que no puedo pagar.

−¿Quieres acaso reírte de mí como estas dos golfas?

Miré a las supuestas golfas y no me cuadraba bien el adjetivo con lo que veía. Una pobre mujer envejecida antes de tiempo, con la toquilla gastada apretada contra sí, vestida de negro y una joven que a duras penas podía sostener la barriga, miedo tuve de que diese a luz allí mismo. Me atreví a contestar, insisto, para ser sincero, que la valentía provenía de no tener ya nada más que perder, así que le devolví el comentario.

−Algo haría usted para que se rían.

Surtió efecto, soltó a su hija de un manotazo que impactó contra mi mandíbula. ¿Dónde estaba el hombre que hacía unos meses casi mata a un compañero, el que peleaba por los puertos, quien amarraba barcos con sus callosas manos sin inmutarse, quien esquivaba golpes como se esquiva el viento? Allí no estaba, solo quedaba un enclenque agotado, vomitando de rodillas porque había comido demasiado rápido y su estómago no lo soportó, con la cara hinchada por el golpe.

−Por dios, levántase hombre, que no le he dado tan fuerte…

Aquel puñetazo dolió por todos los que nunca habían dolido. Todo el dolor acudió a mí en forma de puño, mi mala suerte, mi mala vida, mi mala cabeza…

Tumbado en aquella cama, sin saber de nuevo como había llegado allí, ni siquiera donde estaba, mi mente comenzó a trabajar y sin preocuparme por mi situación actual, recabé información de lo que había hecho durante cuarenta y tres años exactos. El mundo no podía ser tan cruel, era imposible que todas las personas fuesen traidoras, así  que no me quedaba más remedio que admitir que era yo.

Yo era el culpable de mi situación, de no haber sabido tomar decisiones, como no quería perder nada, nunca decidía, así que me dejaba llevar por los vientos del mar y casualidades de la vida, ahora estaba en tierra seca, para ser más exactos estaba lo más lejos del mar posible.

Cambiar mi situación y la costumbre de hacer lo mismo durante cuatro décadas no sería fácil, pero no me quedaba otra, siempre actuaba así cuando ya no había más salidas.

El tabernero entró por la puerta sigilosamente y mi cuerpo se tensó.

−¿Estás bien, hijo?

¡Santo Dios! Este pobre hombre se sentía culpable por un puñetazo de nada, cómo explicarle que fue casi una cosquilla, que no me había hecho nada, que mi estado no era por su culpa. Que sobreviví a peleas con verdaderos corsarios, que machaqué a hombres el triple de duros que él y que además le chuleé una cena. ¿Para qué explicarle? La verdad es que me sentía bien así de cuidado.

Entró con la cabeza baja, su culpabilidad le pesaba mucho. Cuidado, me avisó mi conciencia, no abuses de la bondad del prójimo. ¡Va! Me tapé los oídos y me encogí en la cama.

El tabernero se sentó en una silla de madera con aspecto de ser muy incómoda para que nadie se quedase mucho tiempo. Tomó asiento un poco alejado de mí y con el rostro preocupado, empezó a hablar. Yo le escuchaba, pero la suavidad de las sábanas limpias, el calor de una cama caliente y la persistente idea de que me traerían el desayuno me impedía concentrarme en sus palabras. Pensé que sería fácil acallar mi conciencia estando sobrio, pero resulta que no, que sin unas ginebras, la voz retumbaba muy fuerte dentro de mi. El dueño de la habitación que yo disfrutaba, seguía con su perorata de disculpas, pero ahora se excusaba de ser tan fuerte, de que sus músculos no midiesen bien la fuerza, él no pretendía hacerme daño, es que su cuerpo a veces le traicionaba.

−¡Basta ya! Grité para que se callase. ¿De verdad cree usted que estoy así de acabado por un puñetazo como una caricia? No se ofenda, señor, pero más bien fue la gota que colmó el vaso. Llevo tantos golpes recibidos, por tipos más fuertes que usted y también más débiles, que no sabría decirle cuál ha sido peor. Deje de culparse, hombre, de nada tiene usted la culpa, salvo de dejarme descansar en su casa.

Ya estaba incorporado buscando mis sucios vaqueros cuando me detuvo. Puso su manaza en mi hombro y me informó de que mi ropa, salvo los calzoncillos que llevaba puestos, estaba toda lavándose y desinfectándose, añadió entre una especie de mueca que asemejaba una sonrisa.

−Duerma un poco más hasta la hora de comer y luego ya hablaremos de la cena que me debe.

−¿Podríamos añadir a la conversación pendiente un desayuno?

−No se pase…

Juro por el ancla de mi brazo que no era caradura, era pura necesidad, las tripas me rugían y el estómago amenazaba con morirse…

Antes de cerrar la puerta del cuarto, el hostelero se dio la vuelta y me dijo que si me pillaba bebiéndome algo del bar, me rompería las dos piernas para que tuviese algo por lo que quejarme. Y lo harás fuera de mi vista.- Añadió con un portazo. En ese momento me acordé de la joven embarazada y de la señora llorosa vestida de negro. Entendí que le tuviesen miedo, porque mi piel se erizó con sus palabras. Resulta que sin algo de alcohol ya no era tan valiente, ya parecía que tenía algo que perder, mi pellejo, que sí me importaba.

Me desperté porque alguien me zarandeaba suavemente, con mimo y cuidado mientras me susurraba que abriese los ojos. Antes de llegar a ver quien era, me llegó un olor pestilente, cada palabra dicha con cariño venía envuelta en un olor desagradable, y lo digo yo que ando bastante mal de olfato. La señora, vista de cerca era bastante más joven de lo que sus ropajes oscuros daban a entender, me ofrecía un bocadillo de jamón a escondidas de su hermano, no te preocupes, no se va a enterar, toma, toma, bebe un poco para entrar en calor, y me puso un vaso en los labios con un orujo muy fuerte, quién sabe que diablos era aquello, pero surgió su efecto, me inyectó vida.

Ahora, tantos años después, me doy cuenta de que si no hubiese sido por aquellos lingotazos que me daba contados y a escondidas, hubiese caído en un síndrome de abstinencia que me hubiese llevado a la tumba. Pero ella no lo sabía, simplemente lo hacía porque un hombre de verdad tenía que tomar algo fuerte, como ella decía.

A Isabel le faltaban varios dientes y los que tenía, por el olor, no debían estar muy sanos. Solía taparse la boca con la mano o con un pañuelo para disimilar, era consciente de su problema y de lo que la limitaba con la gente.

Isabel Fuertes, eterna solterona de la familia, como ella misma se describió, vivía con su hermano desde que había nacido la niña, o sea, hacía ya catorce años. La mujer de su hermano, Eva, como la Eva del pecado original, me aclaró, se largó con un tipo que conducía un camión al extranjero. Cuanto tiempo fraguaron la huída nadie lo sabe. Su hermano se pasó meses recopilando facturas de comidas, para saber cuanto tiempo llevaba aquel hombre viniendo a la taberna, conversando con su mujer a escondidas, o no, volvió a aclararme, Eva no tenía que esconderse de nadie, trabajaba allí como camarera y era muy libre. Lo más ridículo de la historia, es que el día que se fue, nos lo dijo. La niña tenía tres años, no se acuerda de nada, pero nosotros no lo podemos olvidar. Era nochebuena y nos avisó de que no pasaría las fiestas con nosotros, tenía que hacer un viaje, muy largo. Los dos sonreímos y le preguntamos a dónde, en tono de risa siguiendo la broma.

−Al extranjero. Nos contestó.

−¿Y cómo vas a ir? Dijo mi hermano pasándole el brazo por los hombros cariñosamente.

−Con el caballero que come en aquella mesa.

−Ajá.

Ajá fue la última palabra que mi hermano cruzó con su esposa. Yo seguí la gracia y le pedí que me trajese un regalo bonito. A la semana llegó un paquete certificado de Francia: eran unos guantes de lana, estilo parisien, me escribió al lado de “cuida a mi niña, por favor”.

−¡Anda! Vaya historia…

−Ya ves… Se levantó y se marchó llevándose las pruebas de haberme dado comida y bebida. Ni una miga de pan dejó.

Acataba y burlaba las órdenes a rajatabla.

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