Escenas para un cuadro de Goya

Escenas para un cuadro de Goya

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A Lucio nunca le gustó aquel cuadro, le parecía triste y deprimente. Pero ni en sueños se hubiera atrevido a desprenderlo de la pared donde llevaba más de treinta años colgado. Ella lo había comprado en un puesto del mercadillo que solía frecuentar los sábados y parecía despertarle una ternura especial. Lo trajo enrollado en un tubo de cartón y lo enmarcó enseguida para ponerlo en el lugar más visible del pasillo, un largo habitáculo que recorría toda la casa.

—Son dos personajes  horribles, lo mires por donde lo mires —le recriminaba a menudo  mientras terminaban de recoger la mesa— la pura representación de la miseria y el hambre. Y el de la derecha, aún más, que parece un cadáver, siempre que paso por delante tengo que volver la vista.

—Pues dos viejos como nosotros —le contestaba su mujer mientras se afanaba en arrastrar las migas del mantel con una mano para reunirlas en la otra— Y además es de Goya, no puede ser tan feo. ¿Te has fijado bien en sus rostros? Al  de la izquierda  se le ve tan contento… ¡Y no es más que una vulgar sopa! —añadía— Deberías venir conmigo al Prado, verlo allí es otra cosa…

—¡Puagg! —bramaba  Lucio— Pinturas Negras.

Y luego se sentaban juntos a ver las noticias en la televisión. Por eso, lo primero que pensó al recibir el aviso es que por fin dejaría de ver aquella repulsiva lámina y que esto, al menos, supondría  un gran  alivio. Después ya no quiso pensar en nada más, ni en lo que iba a suceder en unos días, ni en lo que le diría a Marta, solo en que al fin dejaría de  pasar ante ese rostro mortecino que mira sin ojos mientras apunta con el dedo a la figura de al lado. Decrepitud, carencia y necesidades, es lo único que le inspiraba aquella lúgubre imagen.

Cerró los ojos y  se concentró en esta idea. Ya no lo vería jamás.

Escena 1. La carta

Tres días llevaba con esa maldita carta en el bolsillo. Se la había entregado el funcionario en persona después de hacerle firmar en la casilla del Recibí. Por fortuna Marta había salido, quería comprar un regalo al pequeño de sus nietos y no volvería hasta la hora de comer. La leyó despacio y aún así la primera vez no la entendió del todo. Hablaba de requerimientos de pago, de enjuiciamiento civil, de demandas y de leyes;  palabrería de juzgados que era incapaz de descifrar. Solo la última frase le pareció clarísima, esa expresión en negrita la entendió muy bien. Así que la guardó enseguida no fuera a verla su mujer y tentado estuvo de hacerla trizas y tirarla o de prenderla en la misma cocina con el fuego del gas, pero ella tenía muy buen olfato y sentiría el olor  del papel quemado, así que prefirió dejarla allí, donde la palpaba ahora, entre los dedos,  y juguetear con ella  mientras el locutor del telediario explicaba que muchos niños en este país solo comían lo que le daban en el colegio y que por eso, este verano, en algunos barrios, se estaban planteando abrir los comedores para que al menos dispusieran de esa mínima alimentación. Y seguía manoseándola cuando Marta se levantó furiosa después de escuchar las declaraciones de una mujer angustiada que afirmaba que muchos días solo podía dar a su hijo un vaso de agua antes de llevarle a estudiar.

—Estamos peor que en la guerra —la oyó vociferar desde el cuarto de baño, y aprovechando que  estaba solo,  volvió a sacarla del sobre para cerciorarse por enésima vez de que no era un error, de que el nombre que encabezaba la hoja de ese maldito papel era el suyo y sobre todo para comprobar de nuevo que el plazo que le daban terminaba el viernes, sin más posibilidad de revisión.

Escena 2. El comedor

Casi siempre eran los mismos, pero algunas noches aparecía por el comedor social alguna cara nueva, parejas excesivamente jóvenes como para estar allí, personas de cuidada educación que agradecían en voz baja cada cazo del guiso  que les servían, avergonzadas, casi pidiendo disculpas por ser quienes eran y estar en esa situación.  Marta iba todos los lunes, de seis a diez. Ayudaba a los cocineros y llenaba los platos según iban llegando los comensales, haciendo fila, de uno en uno frente al  mostrador. Se fijó en un anciano que no había visto nunca, el pelo teñido de oscuro contrastaba con la canosa barba que le cubría el rostro. Vestía un pantalón vaquero al menos un par de tallas mayor del que necesitaba y en la camiseta, de un negro desteñido, se leía  “Don’t worry, be happy” bajo el dibujo  de  una carita sonriente. Parecía muy tranquilo, apurando las últimas cucharadas de su yogur, saboreándolas como si se tratara de un delicioso postre del mejor restaurante de la ciudad.

—¿Le ha gustado la comida? —le preguntó solo por hablar. Pero el anciano no le contestó.

—Me recuerda usted a mi marido  —le dijo algo molesta— últimamente no me escucha.

Sí,  tenía cierta similitud con su Lucio, enigmático y callado. Y estos últimos días aún más. Le notaba distante, como si se trajera algún secreto entre  manos. Era mucho el  tiempo que habían pasado juntos como para que pudiera ocultarse de ella, esconder lo que sentía bajo una fina capa de piel. Había  visto nacer cada pliegue en su rostro, cada mancha en sus manos, cada una de las pequeñas molestias que se iban añadiendo día a  día, como el cruento pago  de ese terco afán por añadirle al calendario un año más. Conocía de sobra sus muecas de extrañeza, sus gestos de alegría, su testarudo silencio cuando escondía alguna pequeña preocupación. Seguro que se trataba del hijo de nuevo, algún problema que le hubiera confiado: su trabajo,  su negocio,  la hipoteca que desde hace un tiempo le traía de cabeza…

El anciano de la camiseta negra le tocó el hombro. Había terminado de comer.

—Perdone, muchas gracias —dijo mientras le devolvía la bandeja.  Luego continuó  hacia la puerta, pero en mitad de camino se detuvo.

—Hay algo peor que ser pobre  —añadió, como si respondiera a alguna pregunta que nadie le había hecho.  Y aún de espaldas, sin mirar a nadie, terminó la frase—  Algo peor que ser pobre…es ser un pobre viejo.

Escena 3. El cuadro

No opusieron resistencia. Llegó aquel oficial, les leyó de nuevo la carta, les leyó las miradas de estremecimiento, les leyó los silencios absortos y el temblor de sus piernas. Leyó todo eso  y precintó la puerta. Salieron de allí con dos bolsas y  una maleta en cada mano. No hubo vecinos con megáfonos, no hubo policías ni pancartas de protesta. Pasaban quince minutos de las nueve de la mañana, pero nadie les vio. Caminaron hacia la marquesina del autobús, cabizbajos, sin saber qué decirse, arrastrando los pies como si pisaran lodo y cada paso les costara más que el anterior. Él la seguía torpe y mudo, sintiéndose culpable de no habérselo dicho, de haberse dejado convencer por el hijo, de haberse arriesgado cuando ya no les quedaban fuerzas para apostar más.

En la tercera parada se atrevió a preguntar.

—¿Dónde vamos Marta?

—Al Prado, vamos al Prado Lucio, quiero enseñarte el cuadro por última vez.

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