Mientras conduzco por la Carretera Federal 30, rumbo norte, viene a mi memoria el primero de estos viajes, hace veinte años

Era el día de mi octavo cumpleaños y el primero que festejaba en Querétaro, hacía pocos meses que nos habíamos trasladado de Madrid por motivos de trabajo de mi papá. Les había pedido a mis padres, como regalo, unas zapatillas Adidas, las había visto por televisión y soñaba con ellas día y noche. Por la mañana cuando bajé a desayunar, vi junto a mi cuenco de cereales una caja de cartón sin marcas a la vista, que me hacía temer lo peor. No me animé a abrirla, no quería que la realidad estafara mi sueño.

– No vas a ver tu regalo? – mi madre estiró el brazo y al levantar la tapa comprobé lo real de mi intuición. Un huracán de emociones negativas explotó dentro de mí, la decepción hizo que de un manotazo hiciera volar la caja que fue a caer  a sus pies. No olvido su mirada cargada de paciente tristeza

– Olvídate del viaje con tu tío Roberto. Estás castigado.

No recuerdo bien cómo dio marcha atrás, seguramente por  mediación de mi tío, ya que llevábamos un año planeando esta salida. Lo cierto es que dos días después me calzaba las denostadas zapatillas, que ahora me parecían maravillosas, para subir a su coche y emprender el viaje que marcó un futuro que aun me quedaba lejos.

Me desperté a causa de una bache. Entrábamos por un camino de tierra a un poblado de chabolas variopintas, ladrillos sin revoque, latón, plásticos y cartones se amalgamaban en una escenografía llena de color, casi diría que armónica. Unos perros flacos salieron ladrando a nuestro paso, en un intento de perpetuarse como guardianes, aunque el calor reinante amansó rápidamente sus ardores guerreros. Las personas que se hallaban en el camino niños  y algunos ancianos, casi todos indígenas, hicieron corro alrededor del coche y mientras avanzábamos con dificultad pude ver que se alegraban de nuestra llegada. Más adelante, en una explana reseca, que ellos llamaban plaza, mujeres y niños esperaban, enfilados junto a un camión enorme, que comenzara el reparto.

Bajamos del coche y entonces reparé en él. Tendría más o menos mi edad, pero era más alto y más delgado, el pelo cortado a cero y vestido con una camiseta larga tan gastada que apenas podía adivinarse el estampado original:  el vuelo de Superman con un puño en alto. Cogidos a su pantalón, a ambos lados, un chaval de cinco años y una cría como de tres. Los pequeños estaban descalzos, con el pelo rojizo por el polvo del camino y las mejillas pegoteadas de mocos. Nos acercamos al grupo y saludamos a todos, uno por uno, y por la calidez de las miradas y los apretones de manos supe del respeto y la cercanía que había entre mi tío y esa gente.

-Mira Arturo – me dijo – este es Ocel y sus hermanos Coyo y Malina. Mientras trabajo puedes jugar con ellos. Esta señora es Santiaga, la mamá, ella te va a cuidar. Dicho esto se dirigió al camión donde otros voluntarios, las puertas traseras abiertas, improvisaban un mostrador con dos tableros.

A partir de ese momento pasé a ser parte del grupo familiar. Una vez que nos dieron los paquetes de alimentos los transportamos en cubos de plástico hasta su casa, un chamizo a la usanza nahua, oscuro y fresco, de paredes de cañas y  techo de hojas de palma. Cuando dejamos los bultos Ocel me hizo una seña para salir.

Ese día fue uno de los más impactantes de mi infancia y casi diría de mi vida. Aprendí que para poder beber había que ir a buscar agua a un pozo  y luego transportarla bajo un sol enfurecido, acepté coger huevos de los nidos para comerlos crudos porque el hambre picaba, me divertí viendo la danza del escorpión para seducir a la hembra y también el peligro aterrador  al buscar larvas de hormigas para que Santiaga las cocinara.

Ocel se desenvolvía con maestría en todas las tareas, buscaba la manera de hacerlo más fácil, con un ingenio y una inteligencia que despertaron rápidamente mi admiración. Este sentimiento no disimulado por mi parte provocaba que desplegara su talento y fuerza física con cierta socarronería.

Cuando mi tío vino a buscarme estaba anocheciendo. Santiaga envolvió unas tortillas en hojas de plátano y las metió en mi mochila. Ya estaba subiendo al coche cuando apareció Ocel, me tendió un frasco con un saltamontes dentro.

– Tome güey. es un chapulín de alas rojas. Si quiere se lo puede comer – dijo riendo- y si no lo suelta para que pueda botar en la ciudad.

Dormí durante todo el viaje de regreso con el frasco en el regazo y cuando llegamos a casa, cansado y somnoliento, abracé a mi madre.

– Tengo un nuevo amigo, se llama Ocel, en su casa no tienen ni zumos, yo le regalé mis zapatillas.

Así fue como a los ocho años pensé que quería seguir los pasos de mi tío Roberto, ser parte de la ONG y ayudar a mis amigos. Pero con los años, las ansias de vivir y contar  mi tiempo me empujó a la Universidad de Periodismo. Por entonces Ocel salió del poblado vestido de verde olivo, captado por el Ejército para las Fuerza Especiales contra el Narcotráfico.

Dejé de verlo desde entonces. Supe más tarde por Santiaga que les había visitado para el Día de todos los Santos. Organizó una fiesta por todo lo alto para el vecindario y cuando el alcohol se hizo protagonista. proclamó a viva voz que había dejado el Ejército, ahora era un hombre de negocios y ayudaría al progreso del pueblo. Se llevó con él a su hermano Coyo y algunos muchachos que rondaban los dieciséis.

Por  mi parte terminé mis estudios y después de hacer trabajos de poca monta conseguí un contrato en una revista independiente donde pude dar rienda suelta al periodismo social que quería hacer. Era un tiempo en que la miseria y la marginación se habían adueñado de gran parte de una generación. Ser periodista y llamar las cosas por su nombre podía llevarte al infierno y en el mejor de los casos a la muerte. Por la manera en  que llegó la carta a mi nombre a la redacción intuí que debía leerla  en mi despacho.

«Bueno güey, parece que se nos ha hecho famoso. Tengo que reconocer que no le faltan huevos porque meterse a escribir esas crónicas que tanto les gustan a los gringos, ha hecho que algunos estén muy nerviosos por acá y con el gatillo preparado. Tanto valor no me encaja con el guaje que lloraba porque le picaban las hormigas. Sin embargo me gusta eso que usted afirma «Si a una infancia difícil le agregas la imposibilidad de educación, de empleo y pones al lado el crimen organizado, los jóvenes encontrarán alicientes económicos en la violencia y la marginalidad. Hace falta voluntad y compromiso político para revertir este perverso proceso»  No le falta razón hermano. Pero sabe qué? Ahora puedo comprar mis propias zapatillas. Bueno, mejor me dejo de vaciles, quería pedirle que vaya, cuando pueda, a ver a mi mamá, está algo triste desde que la Malina se vino conmigo. Dígale que estamos a salvo, aunque de momento no puedo dejar la guarida, me la tienen jurada esos de la DEA.  Estamos casi igual no? Cuídese de las balas perdidas. Un abrazo, Ocel»

Han pasado veinte años. Hoy la impotencia y el coraje han sido mis compañeros de viaje. La primera plana del periódico comentando el nuevo golpe al narcotráfico y la foto a todo color de ese guiñapo ensangrentado me duele demasiado. Cuando entro al pueblo ni siquiera salen los perros.  Adivino que me observan desde el interior de las chabolas pero nadie aparece. Ese silencio desconfiado y amenazante me dice que no soy bienvenido. Mientras avanzo la vegetación se espesa, un paramento verde, casi negro, va tomando altura hasta convertirse en un bosque de finos troncos que se pierden en cerrado follaje. Y en medio de esa vibrante naturaleza, una construcción de ladrillos sin terminar ha desbancado el chamizo de Santiaga, que en cuclillas se afana con el fuego en un brasero improvisado. Es una anciana con solo cuarenta y cinco años.  Nos abrazamos en silencio hasta que susurra con voz grave y serena: —–Ya lo sé todo. La policía ha estado aquí, están buscando al Coyo. De Malina tampoco sé nada…..y el pobre Ocel por fin está reguardado en la paz de Dios. Pero siéntese, tendrá hambre después del viaje, ahorita mismo le traigo unas tortillas.

Nahuas:

Grupos de pueblos nativos de Mesoamérica, ancestros de los mexicas,

Güey:   Cuate, colega

Guaje:   Pavo, tonto 

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