Héctor pronto aprendió que los superhéroes no se quejan. Si Batman pasaba las noches combatiendo a los villanos de Gotham, poniendo en riesgo su vida y la de la gente a la que ama sin rechistar, él no iba a refunfuñar por tener que esperar sentado un par de horas en una silla, por muy incómoda que fuera. Resignado, decidió abrir el cuaderno de ejercicios del cole y repasar los ejercicios de matemáticas mientras esperaba que su padre saliera de la entrevista de trabajo. No era la primera a la que lo había acompañado y esperaba con todas sus fuerzas que esta fuera la última, no ya por lo aburrido que era esperar sino porque cada vez veía a su padre más triste y cansado. 

Un guardia de seguridad se acercó a Héctor y le preguntó si quería un vaso de agua o un refresco, y el niño, temiendo parecer débil, le dijo que no, que estaba bien porque cuando Superman tiene que repeler un ataque de Lex Luthor en el corazón de Metrópolis no se para a tomar una Fanta. El guardia se marchó y el niño volvió la cabeza a las restas y multiplicaciones, pero no tardó en cerrar el cuaderno y sacar un cómic de Los vengadores que estaba terminando. No había pasado ni un par de páginas cuando vio salir a su padre. Rápidamente, sus ojos se clavaron en los suyos buscando un atisbo de buenas noticias, un “le cogemos casi seguro”, o mejor aún, un “nos ha gustado mucho, empieza usted el lunes”; pero nada, un leve gesto de negación del padre al hijo indicó lo contrario, que se marchaba de la entrevista con un lacónico “ya le llamaremos”.

Héctor también aprendió, dos años antes, que los superhéroes tampoco lloran. Tenía solo seis años cuando se asomó por primera vez al borde de un ataúd, con los ojos muy abiertos, secos como el desierto, para ver a su madre descansar para siempre. “No tengas miedo”, le dijeron, “es como si estuviera dormida”. Pero el niño no tenía miedo, ni ganas de llorar, o de gritar o de apedrear cuantos cristales viera a su paso. Se enjugó todas las emociones que luchaban por brotar, se las tragó y las redujo a la nada con los ácidos gástricos. Permaneció durante horas a su lado, hasta que llegó el momento de cerrar el féretro. No había perdido a sus padres a la salida de un teatro a causa de un atraco, ni le aguardaba la soledad de una mansión gigantesca, pero sabía que esta pérdida también significaba un cambio drástico en su vida. No tenía ni idea de hasta qué punto.

Héctor también aprendió que los superhéroes siempre son atacados y que si son superhéroes es precisamente porque tienen la fuerza para resistir los golpes, aunque se les vaya la vida en ello. Por eso, cuando su padre perdió el rumbo y fue despedido, resistió verlo un día sí y otro también tirado en el sofá, mirando la tele sin hacerle caso, cambiando de canal como cambian las serpientes de piel; e intentó animarlo, cuando debería ser al revés, sin ningún resultado. También aguantó cuando los ahorros se fueron acabando y las estrechuras económicas llegaron, ignorando las burlas por los agujeros en las zapatillas, las mochilas viejas y raídas, los pantalones dos tallas más grandes para que aguantaran más tiempo o el mismo jersey que se puso tres meses seguidos, desgastado ya de tantos lavados. Héctor activó sus escudos reflectores, donde rebotaban las risas y los golpes, los insultos y las palabras huecas de tantos adultos que entendían su situación pero no movían ni un dedo para ayudarle.

Pasaron los meses, y llegó el día en que la carta apareció en el buzón. Su padre, algo recuperado, lo justo para ponerse el único traje que tenía y salir a buscar trabajo, se sentó despacio y la leyó atento. El lenguaje aséptico del banco no dejaba lugar a dudas: tenían diez días hábiles para abandonar la vivienda o se ejecutaría el desahucio por los medios habituales. Siguieron a este momento muchos otros de negociaciones con el banco, de visitas a abogados, de buscar desesperadamente una vía que no acabara con él y su hijo en la calle en pleno enero.

No hubo manera, ni se aplazó el pago de la deuda, ni se le dio un alquiler simbólico hasta mejorar la situación ni encontró una alternativa al desahucio. Llegó el día que vencía el plazo. Temprano, fue a la habitación de Héctor y lo vio dormir profundamente, con un cómic abierto sobre las manos. Estuvo tentado de despertarlo pero decidió no hacerlo, en lugar de eso paseó por cada una de las habitaciones del piso que compró con su mujer hace ya milenios, recién casados, con todas las ilusiones de una nueva vida intactas. Echó la cadena y cerró con llave la puerta. No había caminado dos pasos cuando oyó que tocaban al timbre. Se descalzó para no hacer ruido y comprobó quién lo hacía a través de la mirilla: un señor muy bien trajeado con una carpeta, escoltado por tres policías nacionales, aguardaba a que alguien le abriera la puerta.

Héctor despertó sobresaltado, dejando a medio un sueño en el que salvaba la galaxia, y vio a su padre haciendo aspavientos, indicándole que fuera al baño. Una vez allí, escuchó por primera vez los golpes en la puerta. TOC, TOC, TOC. “¿Qué pasa papá?, “nada, hijo. Misión secreta. Tenemos que escondernos aquí un rato. Vienen los villanos”. TOC, TOC, TOC, TOC. Los golpes empezaron a ser más fuertes, seguidos de una voz engolada que pedía que se abriera la puerta, que era inevitable y no servía de nada esconderse. El padre echó el pestillo de la puerta del baño y se sentó apoyando la espalda en ella. “Ven, Héctor. Siéntate aquí conmigo”. Los golpes continuaron y la puerta empezó a ceder. No tardarían en entrar en la vivienda. “¿Tienes miedo?”, “que va, papá”. El padre abrazó al hijo. “Claro que no, eres un superhéroe”. Dos golpes más bastaron para que la madera cediera, era cuestión de segundos. El padre se quedó mirando el pequeño armario que había en el baño y recordó que tenía un frasco de pastillas, recetadas meses atrás para la depresión, y por su mente cruzó de puntillas una idea funesta. ¿Habría suficientes para los dos? En pocos minutos todo habría acabado, poniendo fin a la angustia. Empezó a escuchar pasos dentro del piso, la puerta había caído y el trabajador del banco y la policía ya camparían a sus anchas por habitaciones y pasillos. Miró a Héctor y eso bastó para desechar la idea que había tenido. “Salgan de ahí, por favor, no hagan esto más difícil”.

Padre e hijo salieron del cuarto de baño, y como rebeldes capturados por el imperio galáctico, caminaron en dirección a la puerta del piso, escoltados por esa suerte de soldados sin corazón. El padre atrajo hacía sí al hijo y le susurró algo al oído.

Héctor pronto aprendería si los superhéroes pasan frío. 

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