Helena llegó a la Novena Oeste. Contrato de tres meses como Auxiliar de Enfermería para cubrir las vacaciones de las fijas de la planta.

– Después de todo, he tenido mucha suerte .Tres meses de contrato con la que está cayendo, me viene muy bien, sobre todo cuando solicite el paro de los dos años trabajados con contrato de prácticas, aunque espero no tener que solicitarlo. Eso significaría que estaría de nuevo trabajando al terminar este, pero no sé dónde ni haciendo el qué. Pero estaría trabajando. Pero a mi edad…

En el Control de Enfermería se sorprendieron de que ella solicitara aquel destino. Mucho trabajo, muchos pañales cagados y meados, muchos pacientes sin salida, muchos familiares desesperados que convertían su desesperación en caprichos y peticiones inverosímiles. Mucho olor a último tramo de vida y demasiados ojos vidriosos y pieles de alas de mariposa que se rompen con solo mirarlas.

Nadie quería aquel destino. Sólo iba personal allí cuando ya no había donde elegir otro destino en el Hospital. Pero Helena pudo elegir. Y entre estar rodando los tres meses por todos los servicios, prefirió estar en el mismo sitio. Necesitaba estabilidad esos tres meses para recomponerse de todo lo pasado en los últimos tiempos.

Al tercer día de trabajo, la madre de un niño de 32 años con parálisis cerebral, se unió a ella para lavar a su hijo. Demasiados años estando sola ante esa tarea, no podía permanecer pasiva mientras las manos torpes de una mujer intentaban explorar cada pliegue de la piel de su hijo. Así que decidió unirse a la tarea de Helena. Y en ese momento íntimo de su hijo, la madre ,con voz entre resignada y de aceptación, dijo:

– A mi niño le dan hoy el alta, y nos vamos para casa.

Helena esbozó una gran sonrisa, y con alegría dijo:

-¡ Anda !.¡ Qué bien ¡. ¡ Por fin a casa! – mientras continuaba su trabajo.

– A ver cuánto nos dura esta vez. Al niño hay que ponerles enemas a diario, si no, no da de vientre. Cada enema son 6 euros y al mes son 180 euros que no tengo. Antes los pasaba la Seguridad Social. Ya no. Y con 400 euros pensión que me dan por él y yo sin trabajo y sin ayuda familiar, ya me dirás.

Mientras aquella madre contaba aquello y secaba a su hijo, él le miraba con ojos infinitos de amor. Movía la mandíbula, como queriendo decir algo que no era capaz de articular. Sólo pequeños mugidos en forma de clave morse escapaban de su garganta.

En ese instante, su madre acercó sus labios a la frente de su niño, depositando en ella un sonoro beso que retumbó en toda la habitación. Tras lo cual, mirando a Helena, le dijo:

– ¿Has visto qué guapo es mi niño?.

Helena recogió todo los enseres del aseo, toda la lencería sucia. Y antes de salir de la habitación le dijo:

– Es el niño más guapo que he visto nunca. Sale a su madre.

Mientra Helena avanzaba por el pasillo con el carro de la lencería, volvió a recordarse que después de todo, seguía teniendo suerte. Estaba más o menos sana, no necesitaba enemas para cagar, tenía familia a quien acudir, un techo que, aunque no fuera el suyo, le cobijaba, y tres meses de contrato con la que estaba cayendo. Se podría decir que tenía suerte.

Cuando entró en la última habitación que le quedaba por hacer, allí estaba otro paciente. Este se valía por sí mismo.

– Menos mal – pensó Helena -Uno al que no tengo que lavar en la cama.

El paciente, al verla entrar se incorporó de la cama. Tenía el pantalón del pijama subido por encima de las rodillas y dejaba al descubierto unas piernas que parecían troncos carbonizados, de un color negro morado.

El paciente contestó los buenos días que dio Helena con tristeza en su voz, mientras ella le entregaba todo lo que necesitaba para su aseo.

Mientras ella le preparaba la cama, intentaba sacarle conversación. Pero a cada pregunta que ella hacía, él contestaba de forma evasiva pero muy educada, con lo que a Helena le quedó claro que no le apetecía hablar. Así que no insistió.

Helena pasó al paciente de la cama de al lado. Un hombre de unos 80 años, de complexión menuda pero fuerte. Cuando le apartó la sábana que le cubría, aquel hombre se mostró como si fuera un niño Jesús en el pesebre: rodeado de almohadas y con pañal. Helena hizo una broma para conseguir que aquel hombre de ojos menudos y rictus de teniente coronel del ejército prusiano se riera:

– ¡ Si tenemos al Niño Jesús ! – Exclamó Helena.

Y aquel hombre con gafas de oxigeno resopló como Moby Dick y contestó:

– Y tu eres el Angel de la Anunciación que me va a limpiar el recado que acabo de escribir a Dios dándole las gracias por haber trabajado como un mulo desde que tenía 8 años, sin haber hecho daño a nadie ni haber engañado a nadie y viéndome como me veo: más muerto que vivo.

En ese momento Helena sólo pudo hacer una cosa: hacer su trabajo. Y mientras lo hacía, el paciente le contó cómo en su infancia se quitaban el hambre buscando tagarninas y espárragos en el campo, y como cuidaba una piara de cabras a cambio de una cantarilla de leche.

Le contó cómo se hizo albañil para sacar adelante a su familia cuando a él lo que le gustaba era cantar flamenco. Cómo conoció a Rosa, su mujer, la artífice de que cada peseta que el ganaba la multiplicara regateando precios en la plaza de abastos y reciclando de mil formas posibles ropa y zapatos que heredaban de sus vecinos a sus hijos y volvían de nuevo a sus vecinos.

También le contó cómo a pesar de todo, de vivir una vida honrada y trabajadora, veía como sus hijos no podían ir a buscar tagarninas ni espárragos al campo porque ya casi no quedaban, que no había trabajo ni cuidando cabras. Que para él había sido dura la vida, pero que para sus hijos aún lo sería más, y que eso era lo que más le dolía: ver en las caras de sus hijos y de sus nietos que cada vez estaban más cerca de un abismo que ellos no habían elegido. Los habían empujado a golpes de hipotecas y préstamos personales que solo necesitaban para convertirse años mas tarde en un clase que “había vivido por encima de sus posibilidades”.

– ¡Serán hijos de puta !. ¡Decir que han vivido por encima de sus posibilidades!. ¡Vivían con las posibilidades que les hizo creer el de la Caja de Ahorros!. ¡Cabrones estafadores!.

Cuando terminó con él y recogió todo, Helena se quedó mirándole y le dijo:

– El recado que le he limpiado me ha parecido muy breve. Yo en su lugar me hubiera explayado y le hubiera pedido más explicaciones que las que usted ha pedido. Así que la próxima vez no se corte y deje salir todo lo que le tenga que decir a Dios. A ver si por fin se entera.

Aquel hombre se quedó mirando a Helena, y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

– Tranquila. Me estoy reservando para cuando San Pedro me abra las puertas del cielo. Va a estar lloviendo mierda 3 meses por lo menos – Y soltó una carcajada que se pudo oír en todo el ala del hospital.

Antes de abandonar la habitación, el hombre con las piernas que parecían troncos carbonizados le pidió a Helena que le untara crema hidratante en las piernas porque se moría del dolor de los picotazos que sentía, y el frescor que le daba la crema le aliviaba. Y así lo hizo. Cuando terminó de hacerlo, el hombre cogió la mano de Helena y le dio las gracias por lo que había hecho. Helena no le dio importancia. Al fin de cuentas, era su trabajo. Y volvió a sentirse con suerte.

A lo largo de la mañana, el casillero de las altas se fue llenando de informes Entre las altas se encontraban la ya anunciada del niño de 32 años, y la no esperada del hombre de las piernas de troncos carbonizados. Aparentemente estaba bien. No parecía pasarle nada grave y así lo reflejaba el informe de alta médico. Ese hombre tenía suerte. Se iba de alta, cuando otros pacientes de la planta sólo salían de la habitación junto con un certificado de defunción. Así que decidió ir a verle por si necesitaba algo.

Al entrar en la habitación, Helena se dirigió al paciente esbozando una enorme sonrisa, y con tono alegre dijo:

– ¡Anda¡ ¡Nos vamos a casa!.

– Ya. Me voy. – Dijo en voz casi imperceptible.

– ¿No tiene ganas de volver a casa, de dormir en su cama, de sentarse en su baño?.

– No. No tengo ganas. – Contestó con un tono aún más frágil.

-¿Y eso por qué? – Preguntó Helena sorprendida por la respuesta del paciente.

Desviando su vista al suelo, como queriendo ser invisible en ese momento, contestó:

– No tengo casa, hija. Vivo en mi coche. Lo que me pasa en las piernas es por dormir en mi coche que es lo único que me queda. Aquí puedo dormir estirado, puedo ducharme, duermo en sábanas limpias, puedo comer, me dan las medicinas que necesito sin tenerlas que pagar, y la gente me habla sin mirarme con malos ojos pensando que soy un delincuente, un borracho o un demente. Aquí no me miran así.

Helena fue borrando la sonrisa de su cara, hasta que sus labios y su pensamiento se quedo en una pequeña linea tan breve como un guión.

– ¿Y asuntos sociales?. ¿No ha hablado usted con ellos?.- Preguntó Helena sorprendida.

– Están desbordados. Mi caso lo llevan estudiando un año. Dicen que en cuanto puedan voy a una residencia, pero que hay mucha gente delante de mí para lo mismo, y que tengo que esperar.

Helena, mientras escuchaba las palabras del paciente, quiso buscar palabras de aliento para decírselas. Pero lo único que pasaba por su mente era una y otra vez: “Tienes suerte, no lo olvides, tienes suerte. Todo cambiará, ya verás. Aguanta. Sonríe. Tienes más de lo que muchos no tienen. Sigue adelante”.

Aquello le hizo sentir miedo y pánico. Miedo del que te paraliza y te impide hacer nada para cambiar la situación de los otros.

Pánico porque al final esa situación te llega a ti. Lo mismo que le llegó a Helena el cierre de la empresa en la que empeñó tanto tiempo y tantos recursos y se quedó con una mano atrás y otra delante, y aún seguía esclava de deudas a las que no podía hacer frente si no trabajaba aunque fuera por 450 euros y un contrato en prácticas a su edad.

Helena miró al paciente de la cama de al lado, y éste, sin apartar la vista de sus ojos, dijo en voz alta:

– Por mis muertos que voy a llenar el cielo de mierda de la que no se quita ni raspando.

Helena salió de la habitación, y se dirigió al puesto de enfermería. En el buscó botes de crema hidratante, y buscó enemas. Cada cosa las guardó en bolsas negras. Junto con las cremas hidratantes puso 2 toallas (las únicas que había), y media docena de sábanas. En las de los enemas dejó seis en el puesto de enfermería y el resto los guardó en una bolsa junto con dos paquetes de pañales de adultos y un bote de aceite anti-escaras y se dirigió a la habitaciones de las altas.

En el trayecto se cruzó con otras compañeras que llevaban bolsas de rafia de algún supermercado, bolsas negras como las que ella portaba, incluso alguna que otra mochila, y entraban y salían de habitaciones que se iban de alta. Cuando pasabas por delante de las habitaciones escuchabas las gracias, algunas de ellas entre sollozos, de la gente cuando recibían alguna bolsa.

Cuando las altas se fueron, y aprovechando un breve descanso en la sala para tomar un café, Helena y sus compañeros se miraban unos a otros. Nadie decía nada, pero todos sabían lo que allí había pasado. Todos sabían lo que pasaba allí todos los días.

Sólo una enfermera, de las más antiguas de la planta, rompió el silencio. Y dirigiéndose a Helena dijo:

– Helena, hija, aquí la gente no quiere venir a trabajar no sólo porque se trabaje mucho, sino también porque la productividad no se cobra. No cumplimos los objetivos en el ahorro de material, así que no cobramos. Además, ¿quién te dice a ti que mañana nos nos va a pasar a nosotros lo mismo?.

Helena no fue capaz de terminar su café. Terminó en el baño llorando. Y allí dejó gran parte de su frustración, de su desánimo, de sus miedos. Y mirándose en el espejo volvió a repetirse que tenía suerte. Mucha suerte.

Cuando Helena se reincorporó días más tarde del descanso de su turno, se enteró de que el hombre con las piernas que parecían troncos carbonizados, fue atropellado por un coche nada más salir por la puerta del Hospital y que ahora estaba en la planta de Traumatología y que tenía para largo, porque se había destrozado la pelvis.

– A la fuerza ahorcan.- Dijo para sí misma mientras sentía un dolor agudo en sus caderas.

También se enteró de que el Niño Jesús que resoplaba como Moby Dick lo habían trasladado a UCI, y que de allí salió directo a la garita de San Pedro. Dos días más tarde cayó una tormenta de barro que duró día y medio. La gente protestaba porque el barro que había caido era muy difícil de limpiar y parecía más que barro, mierda.

– Te faltó más mierda – Pensó Helena, mientras sonreía imaginándose a aquel hombre plantado delante de Dios y desahogándose como nunca lo había hecho.

Y 20 días más tarde volvía a ingresar el niño de 32 años por el mismo motivo del ingreso anterior. Fue la tregua que le dio 14 botes de enemas. O lo que es lo mismo, la tregua que proporcionaron 84 euros.

Y Helena empezó a preguntarse qué estaba haciendo ella para cambiar esas situaciones. Cómo podía hacer ella para que la gente que tenía menos suerte que ella, tuviera, al menos, la misma suerte que ella tenía. Y todos esos pensamientos fueron movidos por el miedo. Miedo a que la próxima protagonista de cualquiera de esas historias, fuera ella.

Lo único que se lo ocurrió fue entregar a cada paciente que ella tenía asignado papel y bolígrafo. Como membrete del papel aparecía con rotulador negro la siguiente leyenda: “Recados a Dios”. En ese papel, Helena les explicaba a los pacientes que que plasmaran todo aquello que sentían que no eran escuchados o atendidos, porque ese recado iba ser entregado en mano. Y si al paciente le era imposible hacerlo, se lo pedía hacer a los cuidadores o familiares que les acompañaban.

Y todos, sin excepción, escribieran o no escribieran, terminaban al alta con una bolsa negra entre lo que se llevaban a casa, conteniendo algo para hacerle su vida un poco más fácil. A veces eran algunos pañales, otras eran enemas…Pero también en esas bolsas iban a veces cartas, vales por abrazos infinitos, vales por un paseo sin prisas…Cualquier cosa que les recordarse que su vida no había estado exenta de suerte.

De esa forma, Helena quiso cambiar el rumbo de los acontecimientos, y evitar a toda costa que a ella no le salpicara jamás en forma de protagonista las historias con las que se topó en aquel lugar. Buscaba salvarse ella, salvando a los demás ,y parar la hemorragia antes de que ella misma se desangrara, y no tuviera nadie cerca que le ayudara a contenerla.

Tal vez, la raíz de todo acto solidario que realizamos no lo hagamos por altruismo y porque nos de la gana hacerlo porque sí. Sino que sea por evitar en la medida de nuestras posibilidades que algún día seamos nosotros mismos los recibidores de solidaridad, pues eso significaría que la Suerte ya no está con nosotros. Y en ese momento aparezcan otros personajes en nuestra historia que se repitan constantemente al vernos: “Tienes suerte”.

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