Impossible

El desgarrado chorro de voz masculina llenaba la habitación, mezclando sus ondas con la luz que se abría paso a través de los cristales, e inundando la estancia de algo más que de estanterías blancas repletas de novelas históricas y fantásticas, como si su dueña hubiera pretendido alguna vez evadirse del mundo a través de sus páginas sin mucho éxito. No era la versión de Shontelle la que se escuchaba en el ordenador de mesa de Laila, sino la del ganador del programa británico X-Factor: James Arthur. Tal vez era una forma de recordarse que todo se puede conseguir, incluso lo imposible.

Pero aquella luz brillante que conquistaba su reino le recordaba que no abría los ojos sino a un nuevo día, otro de tantos en los que la rutina hacía que la palabra imposible fuera algo tangible y real. Con pereza y un sentimiento melancólico contagiado por la propia canción, Laila se desperezó desganada y se levantó de la cama despacio, como si alguien estuviera tirando de ella con una cuerda y tuviera que limitarse a no oponer resistencia: Ducharse, vestirse, hacer la cama, desayunar, limpiarse los dientes, peinarse, coger los libros, poner un bocadillo en la mochila y salir al encuentro del autobús para ir al instituto. A veces se preguntaba si la vida no podría ser como un ordenador: le das a la opción de «repetir», y dejas que la tecnología trabaje por ti, porque, ¿qué sentido tiene hacer lo mismo cada mañana, cada tarde, cada semana… para terminar también repitiéndote al final de cada período de tiempo, y de nuevo volver a empezar? Laila ya sabía lo que le esperaba en el instituto, y aun así, la cuerda tiraba de ella, obligándola a acudir a él una vez más, a pesar de lo cual ella seguía sin resistirse.

***

Impossible…

Serena pestañeó, confusa. No estaba segura de lo que había soñado, pero no había sido del todo desagradable. De hecho, la sensación que la invadía en aquel momento se podría decir que era incluso placentera, y de ahí que le resultara tan difícil centrarse en la realidad que la rodeaba, y a la que se veía arrastrada inexorablemente por aquella desconocida melodía que algún desconsiderado llevaba puesta en su lujoso coche.

Había sido como un rayo fugaz. La canción había entrado en su mente por un oído, y había salido por el otro, dejando en su interior tan sólo una palabra que no llegaba a comprender del todo: impossible… Pero era más bien su melancólica cadencia la que la había envuelto y enredado entre sus efímeras notas. Serena pestañeó, y poco le faltó para pellizcarse y obligarse a despertar. Era un nuevo día, y tenía que levantarse. Tenía que ajustarse la ropa que no se había quitado el día anterior, arreglarse un poco el pelo, enjugarse la cara en agua fría para poder despabilarse, y salir a la calle a ver qué podía apañar con el escaso dinero que había conseguido aquella noche: Algo de fruta, un poco de verdura, y pan, mucho pan. Y quizás, si la tienda estaba llena, podría hacerse con algo de carne también sin que la vieran. La joven suspiró mientras sus ojos se paseaban sigilosamente por la única estancia de la chabola en la que convivía con una familia que aún descansaba hacinada a su alrededor, ajena a la canción que la había despertado a ella. Un día más… Y nada había cambiado.

Serena se incorporó por fin, siguió su descuidada rutina sin hacer mucho ruido, y se lanzó a la calle. Pensó que olvidarse de aquella sensación, de aquella melodía, sería cuestión de minutos, pero se equivocaba.

***

Cabizbaja, sujetando las asas de su mochila como si fueran a arrebatársela de un momento a otro, Laila llegó a la parada de autobús. Había más chicos y chicas allí, algunos de su instituto, y unos cuantos de su clase, pero nadie pareció verla, y tampoco ella dijo nada. Siempre salía con el tiempo justo para llegar y subir sin tener que esperar demasiado entre sus desiguales iguales, e incluso tenía la esperanza de llegar lo suficientemente tarde como para perderlo, pero su propio miedo a saltarse la rutina de la realidad frustraba sus deseos.

Allí estaba el autobús. Ella subió la última, evitando mezclarse con los demás. Luego se sentó delante, murmurando un agradecimiento casi inaudible a quien ni siquiera se había movido para dejar que pasara y se situara junto a la ventana. A Laila le gustaba ese lugar, porque al cruzar el puente podía dejar que su imaginación volara surcando el aire sobre el río, y arribando a la fortaleza medieval que dormía en lo alto de la colina, cuyos pies besaban las intrépidas aguas. Tiempo atrás, virtuosos caballeros habrían cabalgado hasta sus puertas, portadores de vitales misivas que entregar al rey, virrey, conde, duque o príncipe que lo habitara. Tiempo atrás, cuando existía el honor, se habrían librado batallas entre sus muros y fuera de ellos. Tiempo atrás…

Se contaban leyendas de jóvenes torturadas que tras haber caído al río, se habían convertido en fantasmas que todavía hoy erraban por la ciudad a la espera de su amado. Laila creía que esas jóvenes se habían enfrentado a un temible dragón, dispuestas a salvar las murallas del único mundo que conocían, y al príncipe que debía seguir protegiéndolas, y en aquel acto heroico habían perecido. Nadie las recordaba, porque nadie quería que una chica se convirtiera en ejemplo de valor, de superación, de independencia; porque a nadie le gustaba que una chica se saltase el canon. Las normas eran las normas, y muy pocos apreciaban lo diferente y original.

-Mira la rarita, qué pintas trae hoy.-

La carcajada que siguió a aquel comentario la trajo dolorosamente a la realidad. En el autobús se oía de nuevo esa canción que tanto la obsesionaba, reteniendo en su corazón la melancolía que desde aquella mañana la embargaba sin piedad. Laila se miró de arriba abajo, repitiéndose que si vestía de negro, si llevaba un mechón violeta en el pelo, los labios pintados como las uñas, de colores oscuros, y piercings  que perforaban su nariz, orejas y ombligo, era porque quería, y nadie tenía derecho a reírse de ella o a llamarla «rara» por ser distinta: por ser libre.

Sin embargo, una vez más esclava de la rutina y del canon establecido, Laila bajaba del autobús para acudir a unas clases insulsas en las que apenas escuchaba lo que tenían que decirle, mientras su mente se empecinaba en divagar por esos mundos antiguos y fantásticos que había inventado para sentirse libre. Atrás quedaba, lejana, aquella melodía; pero era tarde: ya la había atrapado…

Impossible…

***

Impossible…

Serena se detuvo y miró a su alrededor, sobrecogida. No solía centrar su atención en las canciones innúmeras que día a día escuchaba en las tiendas que frecuentaba, en los coches que pasaban junto a ella o en los que ella misma ocupaba por las noches, como tampoco se fijaba en las películas que se anunciaban en enormes carteles por toda la ciudad. Al fin y al cabo, era una pérdida de tiempo, pues tenía cosas más importantes que atender. No obstante, en esta ocasión la melodía había arraigado en su pecho, y cuando volvió a oírla al pasar junto a aquel autobús del que bajaban entonces varios estudiantes demasiado escandalosos y alguna que apenas levantaba la mirada del suelo, una extraña sensación de nostalgia se abrió paso en su interior. Instintivamente miró al cielo, casi esperando ver una ominosa nube negra, mas el día era soleado y las nubes, incluso las blancas, escaseaban. Así pues, sacudió la cabeza tratando de sacar de ella aquellos extraños pensamientos, y siguió andando.

Como cada día, Serena cruzó el puente. Buscar tiendas y trabajo lejos de donde dormía era la forma más segura de seguir sobreviviendo durante más tiempo, aunque tal vez es que simplemente quería cruzar el río. Ella no sabía nada de la historia de aquel castillo y mucho menos de sus leyendas. Serena no podía ir al instituto, porque una cabeza no puede llenarse cuando el estómago sigue vacío. Sin embargo, aquellos chicos que había dejado atrás no sabían nada de la vida, y aun así se reían y se carcajeaban en su cara, creyendo que jamás recibirían un desplante de la misma; que siempre iban a tener casa, dinero, caprichos, toda la ropa que quisieran y más, y una familia que los arropase, literalmente, a la hora de dormir. Sin embargo, Serena sabía que la vida era tramposa: un día te tiende la mano, pero al siguiente te pone la zancadilla. ¿Todos esos cochazos caros que pasaban a su lado sin verla, y que en invierno disfrutaban haciendo saltar el agua de los charcos sobre sus viejos ropajes? Todos acabarían en el desguace. Algunos estrellados por el ansia de vivir de sus dueños; asesinados por ellos, y asesinos de quienes gastaron lo que les sobraba en su carrocería, sus ruedas diabólicas, su equipo de alta fidelidad y todos sus airbags y cinturones y promesas de seguridad y de vida.

Serena veía pasar con envidia esos símbolos de lo que ella no tenía y jamás poseería: nunca conocería el amor verdadero, aunque sabía hacerlo mejor que todos esos pazguatos del autobús; nunca se cansaría de no hacer nada delante de un ordenador, en una oficina; nunca lloraría por no haber podido ir a una fiesta con sus amigos porque nunca tendría amigos, y jamás echaría de menos esa agradable siesta después de comer, simplemente porque rara vez comía sentada a una mesa, y mucho menos con mantel y servilleta.

No, Serena no sabía nada de lo que ponía en los libros, ni conocía la historia de aquel castillo o de aquella ciudad, pero estaba segura de que el propósito del imponente edificio en ruinas, venido a menos con el paso de los años, era transmitir un secreto a quienes al cruzar el puente, lo vieran reflejado en las aguas del río: que todo, absolutamente todo, nace, vive y muere, sin importar lo que uno posea mientras existe. Que al final todo se acaba, excepto una cosa: el fluir del río, espejo de todo el que se mira en él y guardián del tiempo.

La joven dejó caer una piedra que apretaba entre sus manos. Las ondas destruyeron la imagen del castillo, difuminándolo ante su mirada risueña. Después siguió andando, con aquella desazón apretándole con fuerza el pecho a pesar de su sonrisa.

***

Rodeada de espesa oscuridad, la luna se miraba en aquel espejo vibrante. Era vanidosa. O quizás es que buscaba entre las aguas aquellos fantasmas del pasado que se habían lanzado en busca de un mundo nuevo, mejor, diferente.

-¡Eh, tú, cara de muerta! ¿Quieres dejar de mirarme, o es que quieres llevarte una ostia? Joder, tía… Da yuyu la tipa ésta.-

-Lucía dice que la ha visto beber sangre de verdad.- Carcajadas.

-¡A ésta sí que le ha dado fuerte con Crepúsculo! Oye, tía, ¿y si te desnudamos, brillas? ¿Como los vampiros de esa peli de mierda?-

-¡Vamos a verlo!-

Laila se estremeció al recordarlo. Esta vez se habían pasado de la raya. En realidad, todo parecía lejano, como envuelto en una nube de esas que ahora lloraban sobre ella.

Aún podía sentir en su piel las manos de varios chicos y chicas empujándola contra la pared, todavía demasiado cerca del instituto, pero lo bastante lejos como para que alguien se diera cuenta a tiempo. Le tiraron del pelo, de los piercings, le arrancaron sus preciados pendientes de calavera, su collar y el anillo que pendía de él y que permitía a los príncipes inmortales de Crónicas Vampíricas salir a la luz del sol. Le rasgaron su camiseta negra favorita con la imagen de una Minnie Mouse con colmillos, y le rompieron las medias con dibujos de telas de araña. Ella chilló y pataleó y lloró, y amenazó con darles una paliza a todos y a cada uno de sus agresores, pero de nada servía. Si hubiera prometido que invocaría a los muertos del río para que se vengaran de ella, sólo se habría ganado más burlas. Sus princesas andantes no vendrían a rescatarla aquel día.

Ahora Laila las buscaba en el río, pero sólo veía la luna y la tétrica silueta del castillo deformado en unas aguas removidas por las lágrimas de sus ángeles negros, que lloraban desde el cielo mientras aquella canción resonaba en su cabeza, recordándole que en este mundo, lo imposible nunca deja de serlo.

***

Serena lloraba en silencio. El agua de la lluvia arrastraba sus lágrimas mientras ella pensaba amargamente en el sol que había calentado aquel nefasto día. Era irónico que la naturaleza se hubiera aliado con sus sentimientos, arrastrados a su vez por aquella absurda melodía que le había robado las esperanzas de una vida mejor. La música había martilleado su cabeza durante todo el día; aún lo hacía cuando aceptó aquel trabajo, al ponerse el sol y comenzar a aparecer las nubes con sus primeras gotas de agua. Ahora, en un vano intento de alejar los recuerdos, sólo veía la decadencia de aquel castillo que parecía querer ahogarse en el río y dejarse llevar hasta el infinito azul.

Sus ropas estaban rasgadas, la nariz aún mostraba restos de sangre reseca y el ojo morado atestiguaba en silencio sus últimas horas. Vejada y apaleada por unas pocas monedas de mierda: y así un día tras otro, atrapada en aquella tela de araña tejida por la rutina de una vida maligna y tramposa que siempre había disfrutado de su miseria, mientras se regodeaba mostrándole las de aquellos que lo tenían todo. Serena quería gritar de amargura, quería maldecir al sol y a la luna y al castillo y al río que la contemplaba desde abajo, fluyendo veloz, como si con su corriente quisiera tirar de ella y arrancarle la cuerda que la obligaba a vivir en aquel bucle absurdo.

Era imposible. El mundo no iba a cambiar. Seguiría girando y girando y ella se vería atada a su vagón de pobreza sin que nadie se dignara a sacarla de él. Al final, si quieres conseguir algo, tienes que hacerlo tú misma, recordó las palabras de una madre ya lejana en su memoria… Y sonrió. Si nadie la sacaba del tren, ella tendría que saltar…

***

Sí, tendrían que saltar, cortar la cuerda de la rutina, dejarse llevar por la corriente de lo distinto hacia esos otros mundos de dragones y caballeros y coches caros y siestas después de comer. Tendrían que convertirse en fantasmas del río, habitantes eternas del castillo ahogado, ángeles de la noche, espejos de la luna. Si querían vivir, tenían que abandonar aquel mundo que se empeñaba en constreñirlas y en imponerles un canon. Era posible alcanzar lo imposible. Sólo debían bajarse del tren.

Laila y Serena no se conocían, pero en medio de la negrura infinita salpicada de estrellas, con un satélite y un montón de piedras amontonadas sobre una colina como testigos, un intercambio de sonrisas selló el destino de ambas. Eran iguales en su desigualdad. Eran diferentes, únicas, irrepetibles. Las dos lo sabían: la cuerda de la rutina ya jamás volvería a arrastrarlas.

Sus manos se entrelazaron.

Levantaron la mirada hacia el cielo estrellado.

Cerraron los ojos.

La lluvia lloró en sus rostros.

Sólo tenían que bajarse del tren…

Sólo tenían que saltar.

Unos neumáticos solitarios en el puente…

Un chapoteo…

Y la brevedad de aquel estribillo:

Impossible.

Y luego, el SILENCIO.

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