Melitón (Historia modificada)
Melitón era un indio chiapaneco, me parece que de Las Margaritas, al cuál mi hermana Luduvika Hermenegilda se trajo de sus misiones con las monjas porque en su pueblo, y alrededores, no lo querían y le hacían la vida de cuadritos por su visible amaneramiento, modo de hablar más que afeminado, chillón y más que nada por su insoportable homosexualidad. ¡Bueno! En realidad su gente resumía todo eso bajo la premisa “Por pinche puto culero”. Como es natural suponer, tales rechazos ya habían trascendido el plano de las escandalosas burlas públicas, insultos verbales y de las señas obscenas pues ya se estaba volviendo una constante el que le propinaran sendas palizas tanto individuales como colectivas. Un primo hermano suyo llegó al extremo de amenazarlo con un enorme y afilado machete mientras su bisabuela, orgullosa dueña de la mísera, pero impecablemente limpia, casucha donde vivían hacinados, le gritaba, delante de todos sus parientes y vecinos, que era una vergüenza no solo para su familia sino para el pueblo entero, que ya bastante padecía ella con las constantes críticas, burlas y ataques de los demás, y hasta de sus conocidos y proveedores en los pueblos cercanos por culpa de su forma de ser, alejada de Dios y las buenas costumbres. En su familia jamás habían tenido a alguien así, ni pasado esas vergüenzas. Eran gente pobre, muy pobre, sí, pero también de trabajo, de bien, de buenas costumbres y de Dios. El cura del pueblo se lo dijo todo a Ludovika , ”Chicotito”, para los de casa, también le contó que durante algún tiempo trató de tenerlo en la casa de servicio de la Parroquia pero que más pronto que tarde surgieron los problemas con todo el personal que ahí labora, con la gente que va para tratar cualquier asunto y hasta con el jardinero, que jamás habla, ni se mete con nadie. Esto sucedió poco antes de que a Chicotito se le ocurriera enamorarse de un judío algo más grande de edad que ella y que hacía la voz de un invisible pero omnipresente extraterrestre en la obra “El Marciano que Viene” en el que ella la hacía de una especie de cortesana interplanetaria, pepel que, hay que decirlo, le salió de perlas. La obra se había montado para el Colegio Sagrado Corazón de Jesús y María Santísima. No tardaron muchas semanas en fraguarse y consumarse la boda en una sinagoga de Las Lomas de Chapultepec y ante un rabino, según dijo él, debidamente ordenado ante el Colegio de Rabinos de Nueva York ( que se yo cómo se llama) pero que, según le escuché al celebrante decir algunos años después, también había sido convenientemente entrenado en tácticas de guerrilla urbana, sub urbana y de lucha cuerpo a cuerpo en Israel. Nunca en mi vida había yo puesto un pie en una sinagoga, es más, ni siquiera cerca de ella, la primera vez que me acerqué a una para llevar a mi hermana a una de las pláticas previas a la boda, un pequeño grupo de muchachos judíos esperó a que ella entrara a las oficinas del recinto para acto seguido hacer gran mofa de mi vieja, pero muy funcional, camioneta Ford guayín, debo confesar que estuve muy tentado a hacerles el saludo nazi pero afortunadamente la cordura entró en mi. Recordé los horribles crímenes que ese saludo había causado y el dolor que millones de familias aún levaban consigo y consideré que muy a pesar de la fuerte molestia que experimentaba yo en ese momento, no era justificable, ni de lejos, un insulto de tal magnitud. ¡Vaya! En realidad tampoco lo era insulto alguno. Así que simple y sencillamente traté de ignorarlos aunque en mi cabeza mascullaba un airado discurso reprobatorio y continué mi camino como si nada hubiese pasado, eso sí, riéndome para mis adentros del hecho de que esos petulantes y pesados jóvenes judíos tuviesen coches puramente alemanes: Mercedes Benz, BMW, Porsche y un humilde Jetta propiedad de algún pobretón o de padre muy tacaño. Consideraba yo que era francamente estúpido se sintieran tan ufanos de ello como para burlarse pública y escandalosamente de mi noble, aguantadora y muy vieja y maltrecha de carrocería, pero igualmente corredora y aguantadora hasta en el tráfico más pesado, nomás que para ellos, aquella carcachita era la evidencia más pura de mi pobreza. ¡Diablos! Aquella riqueza no la habían hecho ellos, y muy probablemente tampoco sus padres, sino sus abuelos y bisabuelos que llegaron a México, sin nada, con una mano adelante y la otra atrás y a base de mucho trabajo, visión de negocios, y también hay que decirlo, de abuso y explotación a sus trabajadores, habían hecho fortuna. Me preguntaba si algunos de sus apellidos no serían alemanes también. No me quedé tan exageradamente lejos, eran austriacos. Contadas veces había tenido yo algún contacto, mas bien efímero, y prácticamente accidental, con algún judío, hasta que conocí a aquél bonachón, francote, cínico (él decía que no era cínico, sino séisico). También resultó ser el único judío que conozco que es increíblemente güevón, medio pobretón y muy güey para los negocios. Antes de todo aquello yo pensaba que los judíos y yo nada teníamos en común y nada que ver, pero pronto me vi, junto con mi madre y hermana, bajo el palio de una Habimá, con una quipá blanca con perfil dorado, tejida a mano con una técnica especial de ganchillo por una tía abuela del novio, especialmente para mi, puesta en la cabeza, “como señal de respeto a Dios”, haciendo el papel del padre de la novia y entregando a Ludovika viendo hacia el público y sintiendo las miradas de los contados familiares y amigos a los que tuvimos la confianza de invitar y también las de todos esos presuntuosos judíos que nos trataban con, según mi sentir, fingida cortesía y deferencia, pero nos veían como bichos raros dentro de su templo al cuál para entrar, con todo y la rigurosa invitación escrita, firmada, sellada y personalizada, había que pasar por un arco detector de armas y someterse a una revisión corporal, es decir, a lo que en la jerga policíaca se le denomina “ser cacheado” o en la de la chavos banda que asaltan a peatones, a ser “pasado por la báscula” y la verdad sea dicha, nosotros también los contemplábamos con mucho recelo, desconfianza y hasta un dejo de secreto menosprecio, dicho menosprecio tenía su fundamento en el hecho de que como ya he dicho antes, los sentíamos completamente falsos y sospechábamos que en el momento menos pensado podríamos recibir una puñalada trapera por la espalda.
Conviene aclarar que la sospechada traición jamás se produjo y que tales presentimientos no eran más que un simple, pero poderoso prejuicio. Si bien encontrábamos su forma de pensar y actuar bastante desestructurada, extraña, imprevisible y por tanto no digna de fiar. No deja de ser irónico y significativo el hecho de que mi padre y abuelo paterno hubiesen sido abiertamente antisemitas, en el caso de mi padre al menos, abiertamente nazi, aunque mi madre no comulgaba con aquellas ideas. Corrían los turbios días en los que Ludovika Hermenegilda recién se había enterado de que, quien fuera su novio, El Gran George Bond, que tantas veces me había sido presentado y presumido como un odioso modelo a seguir y que según esto nunca se sacó un nueve, pues siempre tuvo puro diez, y que era más omnipresente que el propio Dios pues a toda hora se encontraba en la casa aunque fuera en conversaciones de sobremesa que no tenían más objeto que resaltar sus múltiples virtudes y gracias, hijo primogénito de quien por aquellos ayeres fue socio de mi mamá en la venta de paquetes vacacionales, le había puesto unos señoriales y retorcidos cuernos (que ya quisiera un bien plantado toro de lidia para defenderse con mayor eficiencia del torero y sus achichincles) con una dulce, apetitosa y, al parecer también bastante ligera de cascos, gringuita durante un viaje vacacional a San Francisco, Estados Unidos y estaba entre furiosa y, lo que es peor, seriamente decepcionada, mejor dicho, descorazonada. Si hay algo que mi hermana jamás ha podido soportar ni perdonar, es la infidelidad. El gran George, matemático, físico, pianista, cantor de relleno en “Viva la Gente”, aunque él sentía, y presumía, que era la figura central. Pintor, y por encima de todo eso, bocón, trató en un principio de negar todo, y acogerse a la fama de santurrón que hasta entonces había labrado cuidadosamente, especialmente con mi madre, quien hasta la fecha lo tiene como el hijo que siempre hubiera querido tener, pero finalmente tuvo que aceptar su traspié porque mi hermana, que bien pudo haber sido investigadora de la Scotland Yard, si no es que de plano, del tristemente célebre El Mossad, vaya usted a saber estimado lector cómo, se había provisto de datos muy específicos, y comprobables, de la aventurilla. Fue en medio de esa convulsión, en la abrupta y cuasi dramática ruptura de ese noviazgo y vertiginoso comienzo del siguiente, que me pregunté si el mariposón ese de Melitón permanecería en casa, se iría con Chicotito, o, mejor aún, se marcharía para su tierra. Más pronto que tarde me di cuenta de que el chiapaneco ese no se iría a trabajar con Ludovika pues, Carl Orll, su peloncete y regordete maridito no lo soportaba ni en pintura, más que por indio y ladino, que ya de suyo era bastante, por ser un asqueroso homosexual. El cuadro difícilmente podría ser más caótico y complejo; nosotros no veíamos con buenos ojos a los judíos, ellos tampoco a nosotros, nos costaba trabajo soportar a Melitón, este, por su parte, no disimulaba mucho que digamos el rencor, desprecio y envidia que sentía contra todo mundo, el recién adquirido marido de Ludovika y su familia incluidos. La verdad sea dicha, aunque siempre lo traté con respecto y amabilidad, el tal Melitón no me simpatizaba nada. Chicotito lo protegía por encima de todas las cosas y aquél fingía tenerle hasta devoción, pero había algo en este turbio personaje, en su forma de mirar a las personas, como de reojo esquivando en forma simultánea la posibilidad de ver o ser visto de frente, entre agachando la cabeza y desviando siempre la mirada, medio dando la espalda mientras se le hablaba o se dirigía a uno, que nomás no acababa de caerme, sin bien no conseguí desentrañar bien a bien qué carambas era lo que esa rara, torva y molesta mirada significaba. ¡Que más da! Llegué a pensar, no es más que un pinche indio ladino ¡Y joto! por no decir, puto, para acabarla de fastidiar. Y la verdad que no me equivoqué porque una buena tarde mi hermano Victoriano Mamfredo, llegó de su entrenamiento de natación y posterior cascarita de frontenis, se quitó la camiseta para ponerse una que no estuviera sudada antes de bajar a comer y de pronto sitió la mano de Melitón tocándole la espalda maliciosamente y susurrándole qué se yo que estupidez. Más pronto que tarde Victoriano, Vic, para los cuates, ya lo tenía pescado del pescuezo y estaba a punto de estrellarle un tremendo puñetazo en la cara cuando alcancé a detenerlo jalándolo hacia atrás y a un lado, aquél en su enojo seguía tirando golpes al aire y uno de ellos fue a parar en mi ojo, pero por puritita suerte no en el indio chiapaneco porque le hubiese costado a mi hermano, y por tanto a toda la familia, una formidable demanda tanto laboral, como denuncia penal por agresión física a un trabajador, discriminación contra un indígena, homosexual y vaya usted a saber cuántos cargos adicionales. Ese fue el último día que vi al ladino ese, de inmediato, previa liquidación que me costó algún trabajo que me firmara, fue despedido. Lo llevé a la central de autobuses y le di algún dinero extra por si se le ofrecía algo durante el viaje, me trató de dar un abrazo que rechacé hábil y discretamente, debo confesar, con cierta sensación de asco y repugnancia. ¡En fin! Ya nos habíamos deshecho de aquél paquetito pero luego me acordé de que ya prácticamente lo habían echado de su pueblo, y alrededores, así lo busqué nuevamente para que cancelara su boleto, cosa que ya no se pudo hacer, así que el dinero fue perdido. Tuve que llevarlo a la Terminal de autobuses de Oriente y lo mandé a Puerto Vallarta, Jalisco, donde un ex compañero mío de la universidad, operaba un mini golfito en un centro comercial. Con algunas dudas y preocupaciones por el bienestar de ese indio maricón, y también de que no me hiciera quedar mal con mi amigo, pero me quedé algo más tranquilo. Lo malo vino cuando nos empezamos a dar cuenta de cosas que faltaban en la casa, prácticamente en todas las recámaras, la sala, comedor y hasta en la cocina y los baños. El protegido de mi hermana se había dedicado a saquear de lo lindo. De todo, lo que más le pudo a mi madre fue su anillo de compromiso, por el que aún añora. Pasadas algunas semanas el muy miserable me habló por teléfono para decirme que quería más dinero, y algo más quería agregar, pero le interrumpí lo más cortésmente que me fue posible y le dije que tenía interpuesta una denuncia penal contra él por robo y abuso de confianza, cosa totalmente cierta, con lo cuál desapareció para siempre de nuestras vidas. Le alcancé a decir también que dejara de andar robando, que con otras personas quizá no correría con tanta suerte y que no se valía andar mordiendo la mano de quienes solo quisieron ayudarlo. También le dije que si recibía yo la menor queja o comentario de mi amigo, se arrepentiría por el resto de sus días de haberme puesto en mal. Naturalmente, con mucha pena, ya le había yo llamado a mi cuate para ponerlo en antecedentes y pedirle disculpas. Sentimientos muy encontrados me provocaba ese personaje; la parte sana de mi, dirían algunos psicólogos y los budistas, funcionaba con sentimientos de profunda comprensión de sus problemas, muchos de ellos ajenos a su voluntad y responsabilidad, por lo que llegué a sentir verdadera compasión por él, pero lamentablemente había otra que de plano me despertaba rechazo, exclusión, franca animadversión y desprecio, es por eso que cuando vi la convocatoria del Club de Escritura Fuentetaja para escribir sobre pobreza, rechazo y exclusión social, lo primero que me vino a la mente fue Melitón, que aunque fuera un ladrón y traidor de mala leche, también fue víctima de la pobreza extrema, el rechazo por su condición de indio y homosexual y de la exclusión social, incluso dentro de su propio medio, ya no digamos en el marco de una sociedad citadina, acostumbrada, casi sin percatarse de ello, a discriminar, a diestra y siniestra, por cualquier motivo: religión, posición socio económica, raza, preferencia sexual y que se yo. El caso es que como fuera, Melitón tenía todas las de perder.
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