Últimamente sueña despierta, algo que muy pocas veces antes, le había ocurrido. No es una soñadora, más bien lo contrario, pero con lo que se le cae encima de un tiempo para acá, empieza a sentirse impotente; así que busca refugio en sueños y recuerdos, en el pasado. Llega incluso a pensar que en algún momento de su vida tuvo que  hacer algo muy malo, algo que dañó profundamente a otro ser y que este era el castigo.

Siempre había tenido que luchar para salir adelante y siempre hubo algo en su interior que la empujaba lidiar y quedarse de pie ante la tempestad.  Pero ahora ese algo ya no está, ahora se siente de repente aturdida, ahora cuando más ganas que nunca debería poner en su lidia. Se siente amenazada y lo es, su vida entera se hace añicos delante de sus propias narices y, porque ya no sabe cómo puede atajar el problema, entra en un estado de profunda indefensión en el que solo es capaz de soñar con cosas agradables para evadir la realidad. 

Hubo una época en su vida en la que fue feliz, en la que nunca tuvo que pensar en el día de mañana, una época en la que se sintió protegida, amparada y amada pero, cómo todo lo bueno, duró muy poco. Sus ensoñaciones ahora, casi todas, tienen que ver con aquella época y no con estas otras que si por ella fuera, las borraría de su mente para siempre…

Era muy pequeña e iba en carroza con su abuelo. Iban al mercado. Tenían que comprar melaza, azúcar y harina de soja para las abejas. Se acercaba un duro invierno y todo tenía que estar preparado para que las abejas estén bien alimentadas y protegidas del frío; solo así podrían hibernar en condiciones. Aprendió muy pronto a no tener miedo a las abejas, aprendió incluso a quererlas y ayudar al abuelo en las labores de apicultura. «No tengas miedo«, le decía él, «acércate tranquila y con cariño, no hagas movimientos bruscos y no trates de ahuyentarlas, déjalas que te conozcan, que se acostumbren a tu olor…”

Y fue en eso cuando el tilín del teléfono la despertó. Le pareció una llamada arrogante, el tilín mismo le sonaba desdeñoso; seguramente era una llamada de la que  no podía esperar nada bueno.

– ¿Diga?, ¿quién es?, preguntó ella con la voz pequeña.

– Soy YO, don Paco, quiero recordarte que solo te quedan dos semanas para desalojar el piso; ¿entendido?, ¡ni un minuto más!; ¡te lo advertí… que no digas que no lo supiste! He tenido harta paciencia contigo, ¡que no se diga que no! Si una noche antes del día señalado no tengo las llaves, vendré con la policía a sacarte y créeme, ¡te sacaré a rastras! ¡Tú decides!

– Pero, don Paco, ¿cómo puede hacerme esto? ¿No fue uste´ el que me dijo que me podía esperar con el alquiler hasta que…?

– ¿Hasta cuando Maria?, no me hagas reír, ¿hasta que las ranas críen pelo y los cerdos vuelen?

Para Maria, lo de hoy no era ninguna novedad, había recibido amenazas más duras que esta, verdaderos insultos, antes del juicio y antes de que todo acabe de esta forma. Pero aún no entendía ¿cómo podía ser alguien tan perverso, cómo pudo tenderle una trampa tan fea cuando él mismo se ofreció en principio a ayudarla?: «tú del alquiler no te preocupes Maria, ya nos conocemos, encontraremos una solución, si no te viene bien ahora, ya me pagarás en cuanto encuentres empleo; no pasa nada; una trabajadora como tú, no se quedará mucho tiempo sin faena…» Y ella, toda contenta como la tonta que era, confió en sus palabras y no se preocupó más.

Todavía temblando después de aquella conversación, se vistió y se fue a la carnicería de la esquina. Quizás, allí podría encontrar consuelo y un buen consejo. Se llevaba muy bien con la dueña que de vez en cuando le tendía una mano: un trozo de carne, algún embutido, pero la tienda no funcionaba tan bien como para ofrecerle un empleo. María lo sabía así que no podía insistir.

– ¡Hola, Carmen!, dijo al entrar, esforzándose en mostrar buena cara.

– ¡Hola, María! ¿Qué tal?, preguntó la otra.

– Regular chica, mejor dicho, mal, muy mal; no tiene sentido fingir, no contigo… en menos de dos semanas tendré que dejar la casa y no sé, ¿qué voy a hacer?

– En el barrio se rumorea que don Paco te hizo esto adrede, quiere desalojarte y vender el piso… ahora, mientras puede.

– Lo sé Carmen, pero lo sé ahora cuando ya es demasiado tarde. Me llamó por la mañana, querría asegurarse de que me iré de buena gana, pero no sé… la verdad te digo, no sé qué hacer, no tengo a nadie, ni sé adónde ir… Pero créeme, debajo de un puente no iré. Lo tengo claro. No es por nada, es por dignidad, solo es eso…

La chica la miraba sin saber qué decir. Conocía su historia y esto le provocaba de vez en cuando, un malestar pasajero. Querría ayudarla, pero no sabía cómo, y el quid de todo aquello era que todos la querrían ayudar, pero nadie sabía cómo. La preocupación por la suerte de Maria y el malestar empezaba cuando la veían en alguna parte. Si no la veían, la olvidaban. Así de simple. Para todos, Maria era una mujer estupenda, buena persona y muy trabajadora; una vecina más y era una lástima que le sucediera esto, pero en cuanto no la veían, la olvidaban.

La gente no quiere acordarse de las desgracias ajenas, cada cual tiene las suyas propias; tampoco le gusta sentirse culpable por algo que no le corresponde, pero se siente.  Y eso mismo ocurría en el caso de María. Cada vez que la veían se sentían culpables de algo que no podían explicarse y, en el mismo tiempo, trataban de disfrazar este difuso sentimiento en uno más llevadero, que era el de lástima: un tipo de pena simple, no como la culpa, que se podía curar con una limosna, unos platos de comida, pagándole un café, regalándole algo de ropa, y después todos tan tranquilos. Hasta que la veían otra vez. Pero no se daban cuenta de que sus limosnas, algunas de ellas ofensivas hasta corroer su dignidad, no resolvían ni de lejos el verdadero problema.

María lo que quería era trabajo, no limosna, ni buscar comida en los cubos de basura de supermercados, donde algunos de sus vecinos la vieron y fue así como se enteraron de las penurias que corría a diario. Sabían que todo este tiempo María había buscado empleo, sabían que le iba mal, pero nunca pensaron que tanto.

Y cuando las cosas se te ponen de esta manera, alguna gente empieza a darte largas, empieza hacer como que no te conoce, que no tiene nada contigo y sobretodo, que no tiene la culpa de que a ti te pase eso… que todos querían eludir, por no pensar que a ellos también les podría ocurrir.

Cuando el abuelo se le murió, ella solo había ido a la escuela tres años y el primer trimestre del cuarto. A duras penas consiguió acabar la primaria y no le esperaba ningún futuro. Cuando cumplió los dieciocho, se casó con el primero que se lo pidió. Y le fue bastante bien con él en los primeros tres o cuatro años, hasta que él comprendió, definitivamente, que ella era incapaz de procrear. Estéril y pobre, una elección muy equivocada para un campesino que necesitaba tener a toda costa herederos y, antes que eso, mano de obra para sus tierras. Y entonces él empezó a beber y la vida de Maria se transformó en un infierno. En los últimos años, consiguió ahorrar algo, no mucho porque él casi no le dejaba dinero más que para los gastos corrientes, y, después de una última paliza que la llevo al hospital, decidió no volver jamás con él…

Pasó la noche en vela buscando soluciones, todas ellas lejos de poder realizarse. Por la mañana se levantó temprano, cansada y llena de angustia, y decidió que tenía que hacer un último esfuerzo: ir otra vez a los Servicios sociales, a Caritas y a la iglesia del barrio; tenía que presentarles su última situación y claro, pedir auxilio. Tenían que ampararla, esta vez sí; necesitaba algo más que una bolsita de comida y ropa, estaba en una situación desesperada, tenía que dejar su casa y mudarse… pero ¿adónde?, ¿en el portal? Alguien tenía que tenderle una mano, no la iban a dejar en la calle, no en este frío invierno. En última instancia si no había nadie a quien ella podía recurrir, de su situación, pensó, debería encargarse el Estado.

Así que esperó angustiada más de una hora en los Servicios sociales, hasta que llegó su turno. La recibió una señora que desde el buen principio le dio largas. Tenía que presentar tantos papeles, que no le hubiera bastado un mes para conseguirlos y aún así, tampoco eran una solución a su problema. Aquella señora se esforzaba en hacerla entender que ella estaba allí para respetar la ley, no para eludirla…

– ¿Y cuando vienen a desahuciarme yo qué hago?, preguntó ella desesperada.

– Nada, le contesto la señora, no puedes hacer nada, tienes que respetar la ley, tendrás que irte, eso es. Mientras tanto, mi consejo es que tienes que encontrar una solución, una habitación de alquiler, unos parientes, unos amigos, algo, ¿qué sé yo? En el peor de los casos, en Cáritas, en el albergue, te recibirán tres-cuatro días, después tendrás que arreglártelas…

De repente Maria sintió un vértigo, a punto estuvo de desmayarse, la sangre huyó de su cara y entonces la otra le ofreció un vaso de agua.

– Gracias, le dijo Maria, no hace falta, me tengo que ir… «Todo está perdido,» pensó mientras cerraba la puerta detrás de sí, «ya nada ni nadie me puede salvar, si no ocurre un milagro… ¿pero qué milagro tonta?, ¿cómo puedes ser así?, oh María, este sí que es el fin de tu historia…»

En su barrio se encontró como siempre, con muchos conocidos y todos la saludaban, le sonreían y le preguntaban: «¿Qué tal, Maria? ¡Adiós! ¡Felices fiestas!» Pero ninguno estaba de verdad dispuesto a escucharla y ella ya había aprendido la lección. «¡Muy bien!, ¡gracias!, ¡adiós!, ¡lo mismo digo!»

Todos corrían deprisa para resolver sus propios asuntos, se acercaba la Navidad y las compras aún estaban a medio hacer… ¿quién tenía tiempo y ganas de escuchar los problemas de otro, más cuando aquel otro era María, con su problema de imposible solución?

En eso, pasó la Navidad y después también la Nochevieja y los Reyes. Pocas cosas puede alguien hacer en estas fechas, es un periodo muerto para cualquier iniciativa. Las vecinas le trajeron comida y una botella de champán; en estos días todos tienen comida de más, con que hay que regalar para no tirar; sería una lástima cuando al lado vive una persona como María, que hace hambre.

El día siete de enero, salió de su casa muy temprano, decidió dar otra vez una vuelta en todas las agencias de trabajo temporal en las que había dejado su currículo. Nunca se sabe…; pero todo fue en balde. Sí, tenían algunas ofertas, pocas, pero solo hasta los treinta y cinco años, además en casi todas era imprescindible tener coche. En otras palabras, nadie quería una cincuentona sin carné de conducir ni coche. Cerca de las dos de la tarde, cansada, hambrienta y con cada una de sus esperanzas demolida, decidió volver a su casa, más convencida que nunca que todo estaba perdido.

Estaba tan preocupada y alterada que casi no vio ni reconoció a nadie de las que la saludaban, cosa que originó caras largas y un alud de reproches entre sus vecinas que no entendían como una limosnera, a las que ellas aseguraban el pan de cada día, era capaz de pasar de ellas sin saludarlas.

Una vez en casa se puso a llorar, contó los días que le quedaban para vivir en aquel pisito que durante años la arropó y en que llegó a sentirse dueña de sí misma y de su vida; el hogar en el que le fue tan bien hasta que pudo trabajar, hasta que la dejaron trabajar y, cuando se dio cuenta de que mañana era el día equis, la venció por completo la desesperación.

Y después de la desesperación, vino el odio, después la ira y vino la decisión: «no señor, no soy un animal, no me dejaré sacrificar tan fácilmente, no voy a ir al matadero cabizbaja, no señor. No he matado a nadie, ni he robado a nadie, no señor; no le pagué el alquiler porque no pude; y no pude porque no me dejaron trabajar, sí hombre, sí: porque no me dejaron. Pero esto no les da derecho a que me traten como a un animal… ¿entiendes?, si yo fuera el perro de no sé quién, no me dejarían en la intemperie, no, no lo harían, pero soy María y a mí sí que me dejarían en la puta calle, me dejarían así, sin miramientos. Pero tranquilo abuelito, tu tranquilo, deja de dar vueltas en la tumba porque yo lo tengo claro: a la calle, ¡no!”

Mientras hablaba y gesticulaba presa de agitación, metió en el armario su ropa de calle, vistió el albornoz, encendió la tele y se puso a pensar. Miraba la pantalla sin entender muy bien lo que decían ni que ocurría, pero veía muertos, fuego, armas y, en todas partes del mundo desastres.  En ese momento pensó que hubiese sido mejor si hubiese vivido en cualquiera de esos lugares, porque en cualquiera de ellos más pronto o más tarde le habían ofrecido cobijo y habría llegado la ayuda humanitaria, y además, todos ellos hubiesen sido iguales; igual de desamparados y de necesitados, igual de dependientes de los demás.  De ellos sí que se habría preocupado alguien en este mundo, y aunque no lo hubiese hecho, no importaba, estaban todos juntos, se tenían el uno al otro, se darían fuerzas y saldrían adelante y, más que nada, no estaban solos.

Pero no era esta su realidad, la suya era mucho más fea, más cruel, y más brutal, la suya ocurría en el así nombrado mundo civilizado, donde la amparaba una constitución democrática y donde todos los ciudadanos, se suponía, tenían derecho a un techo y comida, a una vida digna. ¿Cuán digna sería la suya cuando vivirá bajo el cielo libre y buscará comida entre las basuras de otros? Pero esto jamás ocurrirá, no a ella que ya tomó su decisión. Y como hoy mismo se rompieron en pedazos todas sus esperanzas, no le quedaba más remedio que poner en práctica esta decisión, mañana.

Y porque ya se le hizo muy tarde y porque el llanto desgarra y no podía más, se acostó. Pero no pudo dormir, tenía hambre. Con un poco de pan, ya seco, y un tazón de infusión de menta, tuvo bastante. Lloraba mientras se tragaba los bocados y no lloraba por ella misma ni por su desgracia sino porque otra vez pensó en su abuelo y tuvo remordimientos. Su abuelo era el único familiar en el que podía pensar y cuya muerte, en realidad, nunca superó: «Perdóname, por favor, perdóname, ya sé que no soy la que tú esperabas que fuera, ya sé que nada he conseguido en esta vida, ya sé que soy nadie y que no valgo nada, ya lo sé.  También sé que esto es lo último que tú esperabas de mí… lo sé, pero aún así, te pido por favor, ¡perdóname!»

Se durmió llorando y poco después, se despertó asustada. La tele aún estaba encendida y la estufa también. «No importa», pensó, «ya no tengo que ahorrar nada… con el gas que me queda tengo bastante… ha llegado la hora…»

El día siguiente, en el periódico local apareció un titular: «¡Temed a los desesperados cuando ya nada tienen que perder, salvo su propia vida!»

Un bonito y sentido artículo sin consecuencias en la realidad contemporánea.

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