Algún día me preguntará mi nombre.

Algún día me preguntará mi nombre.

La puerta de hierro forjado se desliza permitiéndome la entrada. Una mano me saluda y una cara sonriente, apenas iluminada por una fluorescente blanca que ilumina la caseta de seguridad, calman mi ansiedad. Abro la ventanilla y esbozo una sonrisa. Él me guiña un ojo. Yo levanto el pulgar. Todo está tranquilo. Respiro hondamente. Un día de estos le preguntaré su nombre.

El camino que lleva a la entrada de mi hogar, pavimentado con grava de mármol rosa de Carrara, levanta sonidos graves que hacen apagar el eterno cantar nocturno de los grillos,  mientras las ruedas con llantas personalizadas de mi Ferrari lo recorren. Me encanta sentirme en casa.

El mando a distancia del garaje hace elevar la puerta blindada y aparco entre el Maserati y el Rolls. Desciendo del vehículo. Mis piernas agradecen el cambio de postura tras tres horas conduciendo.

El ascensor me conduce directamente al salón. Las luces se encienden en cuanto detectan mi presencia. Una de las ventanas, parcialmente abierta, deja entrar la suave brisa procedente de la bahía. Todo está limpio y en orden. Me gustan las cosas en su sitio. Mis criados realizan bien su trabajo. Un día de estos les preguntaré sus nombres.

Me dirijo a la cocina y observo que la frugal cena está preparada en la mesa: huevos con caviar, una baguette francesa y un plato de jamón ibérico cortado con finura exquisita. Una copa de vino Vega Sicilia la acompaña. Me agrada este vino. Un día de estos felicitaré a la cocinera y le preguntaré su nombre.

Acabada la cena me dirijo al salón, enciendo la televisión de plasma de 103 pulgadas y paso los canales con el mando a distancia. No encuentro ningún programa que me agrade. La apago y me dirijo a la biblioteca. Coloco un vinilo en el tocadiscos: “Ne me quitte pas” de Jacques Brel. La música envuelve la amplia habitación mientras elijo “Cien años de soledad” para leer. Me agrada sobremanera este gran rincón. El bibliotecario mantiene los más tres mil volúmenes que  forman mi biblioteca de manera pulcra y ordenada. Un día le preguntaré su nombre.

Me siento en el sillón Victoriano del siglo XIX. Enciendo una pipa con tabaco Dunhill My Mixture 965. Me sirvo una copa de Moét & Chandon. Me gusta disfrutar de estas pequeñas cosas. Mi sommelier es magnífico. Un día de estos le preguntaré su nombre.

Suenan las doce de la noche en el Carillón Wetsminster. Me dirijo al dormitorio. El dosel de la cama aparece recogido por el lado derecho. Es mi sitio preferido. Me desnudo y me introduzco entre las suaves y refrescantes sábanas de lino. Me reconforta esta sensación. Mi ama de llaves es extraordinaria. Un día le preguntaré su nombre.

Me duermo y sueño.

….

Las puertas de cristal se abren a mi paso. No hay nadie en la entrada que me reciba. Mis pasos, vacilantes, se encaminan al fondo, hacia la fila: hay una docena de personas. Jacinto está el primero, madruga mucho. Cuando llega mi turno una mano aprieta la mía; una sonrisa me acoge. Yo guiño un ojo. Él levanta el pulgar. Me da un vale de comida. Todo está tranquilo. Se llama Santi. Estudia por las tardes filología hispánica y se levanta temprano para atendernos a nosotros. No cobra nada. Un día me preguntará mi nombre.

Recorro la distancia que me separa de la mesa de reparto. Mis raídas zapatillas apenas levantan un suave susurro cuando se apoyan sobre las frías baldosas. Me encanta este recorrido. Mis piernas, anhelantes,  no obedecen mis órdenes y avanzan rápidamente.

Hace calor, no existen ventanas que dejen entrar un poco de aire. Miro de reojo y observo a través del cristal de la puerta que mi carro de supermercado sigue aparcado al lado de el de Jacinto. Una chica joven, muy guapa, friega el suelo. Se llama Sofía. Acabó la carrera hace un año y no encuentra trabajo, pero también se levanta pronto para servirnos. Un día de estos me preguntará mi nombre.

El desayuno es frugal, pero delicioso: café con leche, pan con aceite o mantequilla y mermelada de frambuesa. Rosario nos lo sirve siempre con un “buenos días”. Está casada y tiene tres hijos mayores; también madruga por nosotros. Un día me preguntará mi nombre.

Carlos nos trae la prensa. Es un periódico de apenas cuatro hojas: “La voz de la calle”. Está jubilado. Su mujer murió de cáncer hace tres años. El recuerdo y la tristeza no le dejan dormir y se incorpora a las seis de la mañana para ayudarnos. Un día de estos me preguntará mi nombre.

Salgo a la calle, agarro mi «carrito» y busco cartones entre la basura. Con el dinero que saco, a veces compro unos cigarros sueltos en el estanco.

Al mediodía volveré a mi hogar. Santi, Sofía, Rosario y Carlos no estarán; tienen también otra vida con la que luchar. Pero allí aparecerán Miguel, María, Juan y Julia, que aunque no han madrugado para atendernos, también perderán (o ganarán) parte de su tiempo para dárnoslo a nosotros. Un día de estos me preguntarán mi nombre.

Y a la hora de la cena Félix, Rocío, Ana y Antonio ocuparán sus puestos como voluntarios en el comedor social. Algún día me preguntarán mi nombre. Y yo, agradecido, se lo diré.

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