Cuando llegó la policía, la vieja ya no respiraba. El agente se agachó y, con un simple vistazo, si hubiese sido de su competencia, habría decretado el levantamiento del cadáver.

    Pasaba todos los días la vieja recostada en una boca del metro, con la cabeza escondida en el cuello del abrigo; un abrigo raído y acartonado, una cabeza rala y maloliente. Agitaba el cartón de vino que alguien compasivo le dejaba en las manos y se tragaba sola su rancio aliento.

    Ya no pedía. Le colgaba un brazo nervudo con la palma mugrienta hacia arriba, más por inercia que con el propósito de que cayera una limosna. Dos días hacía que no se levantaba del montón de cartones que la aislaban del duro suelo. Si alguna moneda caía en el platillo, a otro beneficiaba. Había entrado en un estado de aturdimiento que la mantenía aletargada, bañada en sudores de fiebre y orines.

    El mundo pasaba a sus pies. Gente agitada cargada de paquetes, niños disfrazados tocando la pandereta, ejecutivos veloces que regresaban a casa. A ratos, despegaba un poco los ojos legañosos y veía las luces de navidad de la calle reflejadas en una papelera metálica que tenía enfrente. Al poco, casi sin fuerzas, cerraba los párpados y le volvían las imágenes de las luces palpitantes del árbol de navidad que, junto a su hijo, colocaba cada año en su casa. Entonces, le sobrevenía un dolor tan profundo que volvía a caer en un sopor que la ayudaba a alejarse de la realidad.

    Una noche fría, un perro sarnoso, con más llagas que pelo, se acercó a olisquear a la vieja, a empujarla con el morro húmedo hasta que consiguió que, poco a poco, resbalara por la pared sobre la que estaba apoyada y quedara plácidamente tumbada.

    Una mujer de mediana edad se apiadó de la escena y, equilibrando en sus brazos la compra que llevaba, logró sacar unas monedas de la cartera, que tintinearon sobre el roñoso plato.

    La noche fue cubriendo la calle con una fina lluvia, insistente. Los ecos de los villancicos se fueron distanciando. El perro lamía las manos inertes de la vieja y, a ratos, ladraba desesperado, pero ya la ciudad dormía.

Según el informe de Cáritas del año 2013 sobre su campaña “Nadie sin salud. Nadie sin hogar”:

Un 64,1% de las Cáritas Diocesanas entienden que las personas en situación de sin hogar (PSSH) a las que compañan mayoritariamente tienen enfermedades físicas/orgánicas crónicas.

En el Informe Campaña sin Techo 2007, además de constatar esta realidad, se incide en que las condiciones de vidade las personas en situación de sin hogar producen un efecto perjudicial para la salud física debido a:

– Dieta deficiente.

– Incorrecta acomodación para dormir o descansar.

– Higiene deficiente.

– Exposición a inclemencias meteorológicas.

– Debilitamiento general.

– Exposición a focos de infección.

De esta manera constatan que:

–  Las personas en situación de sin hogar viven 20 años menos que el resto de la población.

–  Presenta entre 2 y 50 veces más problemas de salud físicos que la población en general.

–  Sus condiciones de vida producen un efecto muy perjudicial para su salud: dando lugar a enfermedades o cronificando las ya existentes.

Las personas en situación de sin hogar, al ocupar las posiciones sociales más desfavorables, están social e individualmente expuestas a adoptar estilos de vida con mayores riesgos para la salud que las personas que tienen mejores condiciones y, por extensión, que ocupan posiciones más favorables.

    El hijo de esta mujer deambula por la ciudad con el cuerpo herido. Abandonó su casa huyendo de las palizas de un padre desalmado con el que compartió cárcel unos meses. De esto hace ya doce años.

    Encontró amigos por el camino que le ofrecieron de lo que más tenían: hambre, dolor, frío. Alguna vez también encontró una somanta de soslayo. La calle por la noche es una fiera en permanente estado de alerta, siempre dispuesta a atrapar a su presa; abierta a las estrellas, pero dispuesta a atrapar a su presa.

    A Ricardo le duele la boca entera. Enreda con la lengua por el interior de las encías y nota los dientes aserrados. Si presiona un poco, se queda con lascas de las piezas picadas, que escupe rápidamente mezcladas con una baba espesa. Le arde la boca también. Cada poco se le revienta una de las tantas pústulas que le invaden el paladar. Con un buche de vino las desinfecta, pero el vino tibio se lo traga. La crisis también se ha beneficiado de los pobres. Algunos días vende pañuelos de papel, pero no siempre puede, porque los brazos enflaquecidos se le quedan como dormidos, anestesiados, y no es capaz de sujetar los paquetes. Suda por la noche aunque Madrid se cubra de escarcha y aunque la ropa que lleve sea escasa.

    Una mañana de hace tiempo, le recogió una ambulancia del Samur, según le contaron el Parcas y el Suso, y despertó en una habitación del Doce de Octubre. Una médico joven le llamaba repetidamente mientras le acariciaba la mano:

–  Ricardo, ¿cómo te encuentras? Ya tenemos los resultados, pero no te preocupes. Te ayudaremos. Has dado positivo.

    “Hostias”, pensó, “por primera vez en mi puta vida algo positivo”. A la semana ya estaba en la calle. Los primeros meses acudía cada vez que le citaban a por su ración de retrovirales, pero “la calle es muy mala” se decía, y no apareció más.

    El hijo de esta mujer deambula por la ciudad con el alma herida, a pesar de que sabe que tiene más que muchos: el viejo, en la cárcel, y a la madre, tatuada en el pecho, cada día más pequeña. No sabe de ella desde que salió de la trena, cumpliendo la promesa de que no le daría más disgustos, que se alejaría, porque el agua y el aceite están condenados a vivir separados. Lo intentan, pero acaban separados.

–  Richi, joder, han encontrado muerta a una vieja en la boca del metro de Legazpi. Dicen que llevaba tiesa toda la noche. Algún día somos uno de nosotros.

–  Alguna desgraciada. Yo no me quito esta puta noche a mi vieja de la cabeza. Fijo que está en la Misa del Gallo.

    Sigue lloviendo. En Madrid sigue lloviendo un agua pertinaz. Tal vez arrastre un poco de tanta miseria o, sin sospecharlo, un rayo de sol se abra camino por las calles desiertas de esta gélida mañana de Navidad.

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