María Gozza no tenía fuerzas ni para llorar. Pietro, por fin, se había quedado dormido. No se había despegado de ella desde el momento en que salieron de Feligno para no regresar jamás. En la bodega de aquel navío, el calor y el hedor a agua podrida eran insufribles. Apenas disponían de espacio y con la mar gruesa los malos olores se habían multiplicado. El pequeño Pietro no se quejaba pero no había cesado de sufrir escalofríos ni de toser ni de vomitar durante la noche.

Antonio Maffei, se acercó a ellos.

—Parece más tranquilo.

—Sí, se ha calmado.

—No pensé que sería tan duro para él. Te agradezco tus desvelos.

Antonio temía por su hijo.

— ¿No se habrá contagiado de su madre? ¿No se me morirá también?

—No, pierda cuidado. Mañana ya estará correteando con mis hermanos pequeños. Están tan excitados con el trajín del barco, que no quieren que acabe la travesía.

El pequeño al escuchar a su padre se revolvió entre los fardos, se acomodó y cayó en un profundo sueño.

—Cuénteme… ¿De qué hablaba el capitán Capellino? ¿Alguna nueva?

—No… Jura que el señor embajador nos dará excelente trato y las mejores huertas y regadíos pero… a nadie se le da algo por nada.

En la mirada del joven viudo, María percibió una serie de sensaciones adversas: miedo a lo desconocido, desconfianza, inseguridad y añoranza.

Era un mal comienzo. El horizonte se dibujaba difuso.

Un grupo de hombres alzó la voz y María revivió aquellas discusiones que hacían que su madre sollozase en silencio mientras atizaba la lumbre en la cocina.

Le parecía estar viendo a Giorgio Orengo traer la noticia a los poblados de tierra adentro.

—El capitán Capellino está haciendo correr la voz de que la Corona española ofrece tierras y casas al otro lado del Mediterráneo.

A su padre Domenico Gozza le había entusiasmado la idea.

—En este país de guerras y de miseria solo cabe esperar la hambruna. No perdemos nada si nos vamos.

Pero fue el duro invierno el que llevó a hombres desesperados a tomar la decisión: cosechas perdidas, trigo escaso, precios altos. Su madre no paraba de refunfuñar pero acabó aceptando.

— ¡Solo seis familias del Finale y nos eligen a nosotros!

— ¿Con cuatro hijos vamos a nos, vamos a arrastrar a cuatro criaturas sin saber adónde?

—Porque estamos sanos, mujer; Capellino quiere hombres y mujeres fuertes, capaces de tener más hijos para poblar las tierras. Querían dejar fuera a Antonio, decían que los viudos no entraban.

— ¿Y tú lo convenciste por el chico? Dios nos ampare

—Giorgio Orengo habló por todos .Es más tozudo que yo .Él cerró el trato.

El niño ya no tosía. María quería saber más. Ignoraba quién era el señor de aquellas tierras, por qué estaban yermas y abandonadas, cómo serían las gentes, cómo serían las casas. En aquel infierno, encerrada en el vientre del hacinado buque María quería saber más.

Un golpe de viento y una intensa luz les sorprendió de repente. En tropel entraron Andrea y Stefano dando voces.

—María, María tienes que subir. Se ve una isla y dicen los marineros que llegaremos de madrugada. ¡Anda, corre, tienes que subir a cubierta!

Entre los dos le estiraron de las manos para alzarla.

—Yo me tumbaré un rato junto a mi hijo. Me conviene descansar. Por lo que dicen los muchachos, mañana será un día largo, respondió el viudo a la mirada interrogante de la joven.

El galeón embocó con facilidad el canal de entrada a la dársena. La maniobra fue rápida, era puerto de profundo calado y máxima seguridad y contaba con un piloto experto. Había barcas de un lado para otro transportando vituallas y pertrechos. La llegada causó expectación en el muelle.

— ¡Eh, vosotros, seguidme!—gritó el capitán señalando un portalón a los pies de la muralla de la villa.

Los bultos, las cajas, los niños fueron acomodados en dos carretas. Apenas quedaba espacio y aún había que hacer sitio para varias mujeres. Capellino organizó las cabalgaduras; él se procuró un caballo y puso en manos de los genoveses varias mulas y asnos de alquiler.

Antonio Maffei veía a Pietro agotado. Las fiebres no remitían aunque el chico le sonreía.

—Ya amanece, hijo. Con este buen tiempo, dicen que llegaremos a nuestro cobijo a mediodía. Verás cómo esta noche dormimos bajo nuevo techo.

El ambiente estaba impregnado de salitre cuando iniciaron el camino y bocanadas de aire puro de las montañas les trajeron un perfume de pinos.

—Iremos por las sendas que bordean la costa. ¡Que nadie se aleje!— gritó una voz

Marcela no había podido separarse del ordenador .Cada documento le llevaba a una información nueva. Todo porque el día anterior su hijo había llegado del cole con deberes.

— ¡Mami, mami la profe de Sociales quiere que hagamos un árbol genealógico!

Así que Marcela se acordó del meticuloso funcionario del Juzgado que hace ya años le había soltado casi sin mirarle a la cara.

—Mire señorita, el apellido de su partida de nacimiento no casa con el del D.N.I.

Y eso significaba que la que no se casaba era ella, y no es que fuera un casorio con salón y damitas pero bueno, era su boda y ya estaba todo listo y notificado al personal.

—Tiene que pedir la partida de nacimiento de su padre validada o el libro de familia. Cuando lo tenga, me lo trae. Y del hilo al ovillo.

— ¿Adónde he de ir? Si mi padre murió hace años.

—Donde conste que él nació. Y me trae también el certificado de defunción.

Y en la capital del partido judicial, la reenviaron a la localidad de nacimiento de su padre porque no podían autentificar los datos ya que no estaban depositados allí, y ella directa al Ayuntamiento del pueblo y de allí al Registro parroquial y fue el cura el que, sin miramiento alguno y sin darle ocasión de explicaciones, farfulló:

—Y vaya manía que os ha entrado a todos de buscar a los antepasados. No tengo otra cosa yo que hacer que rastrear censos Si tanta prisa tienes, mira: ahí están los legajos, busca el año y ya voy yo a preguntar qué certificado necesitas. Porque lo que me suelen pedir es la fe de bautismo para casarse. Pero si es una boda civil de esas, no la necesitas. Igual tienes que ir al Archivo. Ve mirando, hija, ve mirando…

María recordó a aquel cura mientras buscaba en sus documentos legales y llevada por la curiosidad entró en Google. Y allí estaba aún, obsesionada. Porque alguno de sus parientes se había tomado muy en serio el asunto y había llegado mucho más lejos de lo que cabía esperar.

—Si aún seremos más antiguos que los Borbones… —se decía mientras pasaba con rapidez el ratón por los archivos y copiaba y pegaba y abría una carpeta y cerraba otra.

Fechas, bodas, nacimientos, contactos, opiniones contrastadas, artículos de prensa, inscripciones de varias parroquias, allí había rastros de varias ramas familiares hasta el siglo XVII. Todo escaneado, digitalizado, con enlaces a bibliografía, y fotos, muchas fotos.

— ¡Madre del Amor Hermoso! El cura aquel llevaba razón .Menudo trabajo que se han currado investigando. Y yo diez años en babia. Como que quedé harta de tanto papel.

Marcela quería saber. Cuanto más leía, más quería saber pues lo único que le sonaba del pueblo era la cantinela que repetía su abuelo cuando ya muy mayor se lo trajeron sus padres vivir con ellos

—Al menos me enterraréis allí, en el l camposanto, con los míos, allí dónde cae un buen sol…

Marcela iba de un archivo a otro, acumulando datos. Se preguntaba por qué estaba tan enganchada. A medida que avanzaba en la investigación se sentía mejor. Siempre había sido ajena a sus lazos familiares. Su padre no la tuvo jamás en cuenta, la tercera de tres niñas no parecía importarle mucho. Tampoco su madre le prestó más atención de la debida. Sin embargo aquellos nombres tan lejanos en el tiempo despertaron un sentimiento de pertenencia que la llenaba de satisfacción. Tal vez buscaba en ese pasado un sentido a su existencia, como si ordenar los fragmentos de aquellas vidas que iban encajándose como en un puzle le redimiese de un presente que le parecía vacío.

Los agentes del duque se apresuraron en la entrega a cada familia de la casa y de las hanegadas otorgadas. Las mujeres seguían murmurando:

—La mejor casa para Capellino. Y las huertas.

—Mucha prisa tiene la Señoría con que reparemos las casas y compremos animales.

—Sus créditos nos van a salir caros…

Enmudeció la letanía al acercarse a las viviendas. Los que iban a ser sus vecinos, muy mal encarados, al parecer mallorquines, salieron a las puertas. Las miraron con descaro. Ellas bajaron las caras y apresuraron el paso. El grupo se hizo compacto, Antonio se colocó junto a María. No pudo evitar el gesto protector ni el aire desafiante. Se oyeron carcajadas y palabras groseras acompañaron los gestos.

—No es buena señal este recibimiento— pensó María y desechó rápida esta idea ilusionada como estaba en acomodarse en un nuevo hogar.

—Y tan ilusionada que estaba —dijo Marcela en alta voz. Como que se casó con él. Tuvo que ser el primer casamiento que se hizo allí. Bien clarito y bien registrado que quedó en la parroquia del lugar.

—Aunque bien mirado aún se lo pensaron mucho— seguía diciéndose Marcela porque pasaron dos años, dos años largos en los que se les debieron acumular las penas.

Cada amanecer, los genoveses confiaban en que el nuevo día anunciara el fin de las desgracias. Habían tenido que aceptar préstamos para la instalación pero la sequía les había dejado sin cosechas. Volvieron el hambre y la penuria Giuseppe Sascio no paraba de quejarse:

—Capellino no hace más que darnos largas y hacerse rico.

—Y dice que el administrador no se fía de nosotros, que vendrá a ver si cuadran las cuentas.

Les costaba creer que quién les había hecho promesas fuese tan desleal.

— ¡Cómo pudimos confiar en él! Cambia de señor y nos utiliza a su conveniencia

—Le ciegan el poder y la ambición.

Sin embargo, Capellino estaba más que satisfecho. No había sido mal asunto para el embajador ni para el procurador ni para él mismo que las familias genovesas entrasen al servicio del ducado y ocupasen sus tierras. A pesar de las calamidades pagaban sus créditos y eran buenos vasallos como correspondía a cristianos viejos.

—“Y mis negocios han contribuido al esplendor de la villa. Poco ha tardado la duquesa doña Artemisa en decorar sus salones” se decía el capitán, mientras sus ojos se posaban en el artesonado del techo del palacio ducal donde también aguardaban, expectantes, los genoveses del Finale.

Perdido en sus reflexiones, Capellino no se dio cuenta de que el gobernador en persona le había abierto las puertas de la cámara y que con cierta premura lo empujaba al interior.

—Les taparemos la boca. Accederemos al impago de parte de las rentas.

—Será lo mejor. No nos interesa que abandonen el lugar como están haciendo algunos nuevos pobladores. La alquería debe de tener habitantes.

—Así preservaremos nuestro comercio con los mallorquines .No arriesgaremos nuestras finanzas.

—Mamá, mamá que dice mi profe que nuestro árbol es el mejor y me ha puesto muchos positivos y dice que tienes que contárselo todo bien y que el día no sé cuál que hay una actividad y que tú tienes que ir a contarlo todo y a todos los papás y las mamás…

—Para, para…Y dile a tu profesora que a mí me da corte todo ese rollo. Y aquí hay mucho que contar. Y ¿Sabes qué? El domingo nos vamos de excursión…A conocer el pueblo. Y habrá que comer en un italiano…Anda, convence a tu padre…—le contestó sin separar sus ojos de las imágenes de la pantalla.

Aquella noche María no identificó el rumor que se oía afuera. Escuchó con mucha atención: eran cabalgaduras y voces de hombres pero, no había risas ni mujeres provocativas, ni cánticos ni palabras soeces como otras veces.

Mucha gente iba y venía .El capitán Capellino daba órdenes. A su lado el administrador del ducado no quitaba ojo

—Buen golpe de mano hemos conseguido. Teníais razón, ese era un informador seguro.

—En esta taberna de renegados, corren las noticias de todas las tierras y provincias del Mediterráneo. Pagas unos vinos y van soltando la lengua a medida que beben, sin necesidad de hacer preguntas. Esos mallorquines son buenos observadores.

—Y bien que ataron cabos: la torre de vigía abandonada, la playa desierta, el código de linternas .El alto precio de esos malnacidos ha tenido recompensa.

—Son contrabandistas expertos; el acecho al bergantín fue difícil y arriesgado pero esta vez acompañó la suerte, cayeran en la trampa Los marineros se entregaron tras los primeros disparos.

— ¡Pusieron en bandeja este botín de barras de plata! No querían malheridos ni muertos.

—Llevaban cautivos de Berbería. Bellas mujeres y hombres fuertes. Sacarán buen provecho de su venta como esclavos.

Los susurros dieron paso a un veloz trote y luego todo quedó en silencio.

Sin querer María había encontrado cómo encauzar su petición de ser trasladados a otro lugar, alejados de aquellas cuatro o cinco casas de gente ruin. No iba a ser fácil poner a descubierto culpables tan poderosos pero si habían llegado hasta allí, iban a coronar la cima

Marcela, tras unos iniciales balbuceos había perdido el miedo escénico. La sala multiusos estaba llena y sus palabras habían despertado interés. Al menos escuchaban con atención.

—Les debió costar lo suyo —explicó pero lograron que la Casa Ducal, se hiciese eco de la demanda. Escrito lo dejaron en su queja. Consta en un Memorial que se inició un proceso exponiendo los perjuicios causados a los nuevos pobladores y no solamente a ellos, sino a los intereses del señor, y este puso remedio.

—Esta es la explicación —acabó Marcela la charla ante su auditorio—de la permanencia de apellidos italianos en este lugar ya que su protesta fue atendida y se establecieron en un emplazamiento cercano, también de moriscos expulsos. No quedan rastros de apellido Capellino en la comarca.

Durante su intervención, a Marcela le pareció percibir la nítida figura de un anciano, sentado a la sombra de una espléndida morera junto a la senda de la alquería donde se había instalado aquel invierno tan lejano. Su cuerpo apenas recordaba aquel hombre fuerte que, aunque temeroso del destino, se había aventurado a afrontarlo. Sus ojos opacos se fijaban en los hombres y mujeres que trajinaban en la huerta y en los niños que corrían entre las acequias.

—Todos de mi sangre—dijo en alta voz aunque no le escuchaba nadie o tal vez por eso. Y se sintió orgulloso de su estirpe.

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