A medida que la luz se colaba por las rendijas de sus párpados entrecerrados la conciencia de un nuevo día iba tomando forma. Por fin los lobos de la noche habían dejado de aullar en su estómago y los halcones cazadores de la mañana se preparaban para intentar atrapar una pieza, quizás la suerte fuese otra hoy.

Ya no le lustraba el pelo como antaño, la piel se le había resecado de no encontrar cobijo al viento, a las tormentas y al exacerbado calor del verano. Ahora tenía el estómago pequeño, podían transcurrir días y estar fuerte con sólo dos bocados…..y pensar, que en otros tiempos la gula fue parte sus vilezas…

Vagaba por bulevares y callejones cual bohemio que una vez fue, pero no  ahora, ahora era un feliz errante.

Sólo conservaba  de su opulenta vida anterior un medallón, especie de camafeo tallado en ónice, con un nombre, una palabra, como si estuviese prevista su huída ó la posible pérdida de memoria.

Le quisieron bien allá de donde provenía pero la falta de trabajo, el desapego entre la familia, el no comprender que se esperaba de él y que le deparaba el futuro encerrado en aquel castillo de naipes que poco a poco iba callendo, todo eso, le hizo buscar una salida.

Él no necesitaba mucho: un trozo de pan, un pedazo de césped y compañía ocasional.

Una de esas mañanas, mientras decidía que hacer con su vida , se acercó a un viejo que casi dejaba reposar su lánguida cara sobre el banco  del parque en el que estaba sentado. El viejo le miró de soslayo y empezó a hablar, lo tenía todo: dinero, trabajo, un hogar,  salud….( aunque en ese momento esta última parecía haber tenido que ir a hacer algún mandado)… pero le faltaba AMOR y por ello, ILUSIÓN. Siempre había sido un tipo huraño que se valía de los sentimientos de los demás para conseguir sus objetivos y ahora estaba sólo, con sus objetivos conseguidos.

Mientras hablaba, el vagabundo se fijó más  y vió que el viejo estaba encanecido, que su cara era mate y su carne blanda, pero no le pareció mucho mayor que él, que se consideraba  simplemente maduro. Lo animó a seguirle y eso parece que alegró al viejo que no lo era tanto, la chispa de una lumbre se atisbó en su mirar y como el acomodar de un leño a las brasas fue el gesto de la comisura de sus labios.

Ambos pasearon por el parque  sin apenas hablarse, el  casi viejo se interesó por el del camafeo, pero él no estaba muy dispuesto a dejarse conocer, así que de  vez en cuando simulaba  entretenerse entre los niños del parque que eran a los que menos les incomodaba su aspecto.

El cada vez menos viejo lo observaba mientras retomaba el tema sobre si mismo, lamentando y compadeciéndose pero a la vez y progresivamente… comparándose con aquel mendigo, hasta que le vino un pensamiento:

«No tiene nada más que un inservible camafeo y es FELIZ».

Mientras el rejuvenecido viejo volvía sobre sus pasos el vagabundo se entretuvo con una gran comitiva que celebraba algo,cubrían el mullido suelo con alegres manteles que acabaron tapizando de cestas y bolsas repletas de exquisitas viandas.

Entre todo aquel bullicio pero al mismo tiempo aislada en el interior de una gruesa barrera invisible e insalvable se encontraba Laura; laureada , victoriosa o dueña de su monasterio, ese fue el destino por nombre que le  adjudicaron  sus padres. Obtuvo todo lo que se propuso mientras creció, hasta que su apuesta alma gemela la dejó por otra alma, trilliza, quizás.

Laura tenía la piel fina y los rasgos duros, impertubables, su interacción con los demás era solicitamente fría.

Él se quedó observando cómo disponía los enseres sobre su parte de mantel, esa que no sería alcanzada por los balones de los niños, ni por el eco jocoso de los adultos. La muchacha se relajó ante la presencia del extraño por alguna razón obvia o no, tampoco el intruso le parecía una amenaza y él percibió su confianza, se tumbó tranquilo, quizás los halcones cazaran algo  ese día.

Laura se acomodó y le ofreció algo de beber pero ante el desinterés del invitado le tendió un emparedado junto a un poco de agua.

¡Había habido suerte!

Se sentía relajado, la sangre se agolpó en el estómago, que cada cierto tiempo debía volver a aprender a digerir. Estirado en la hierba el calor de su cuerpo irradiaba al de Laura por la cercanía, había entrado en el monasterio y la doncella le había abierto su alcoba.  Miró al extraño compañero, solitario y mugriento por fuera , tal y como ella se sentía por dentro. Se fijó en el camafeo y comprendió que:

«Alma gemela no puede ser cualquiera, los pequeños detalles y el interior deben prevalecer»

Había cerrado los ojos para meditar sobre su descubrimiento y a la  dura esfigie se la cameló el sueño, cuando abrió los ojos su cálido compañero había desaparecido.

El vagabundo pensó que ese día el parque estaba siendo bastante ameno y provechoso, llegó a una laguna llena de patos silvestres, gansos, cisnes y…. ¿¿un patoso??, realmente lo parecía, llevaba buena vestimenta pero iba totalmente desgarbado, bordeaba el estanque con cautela y aun así a menudo se le resbalaba la pisada, miraba a sus pies pero no los veía, sus ojeras eran acequias secas y varias cicatrices, alguna fresca aún,  le cruzaba las cejas y el borde de sus labios.

Era un chico de unos 27 años, Miguel se llamaba, y si seguía con esa marcha ¡no conseguiría alcanzar los 30!. Mientras lo pensaba y como si de una premonición se tratara, Miguel cayó al agua. El estanque no era exesivamente profundo pero si pantanoso y Miguel no tenía ganas de vivir. El del camafeo acudió raudo, asió una rama y se la ofreció, la gente empezó a llegar, Miguel se dejaba tragar por el lodo, total, poco más del que le esperaba en casa.

 

Entre todos sacaron la lacia figura del agua, él argumentó que había perdido momentaneamente la conciencia y se vió en el interior del estanque sin poder moverse, la gente le ofreció ayuda, mantas, palabras tranquilizadoras y un lugar entre ellos, pero Miguel les dijo que se encontraba bien y lo fueron dejando sólo. Allí quedaron los dos, lejos de la tierra húmeda, en un soleado claro entre los árboles, mirándose. Las acequias de Miguel comenzaron a llenarse de agua salada y al alcanzar su boca accionaron las palabras que como caries, le carcomían por dentro.

Fue un chico con muchas inquietudes, con gran capacidad de empaparse de todo , de familia acomodada, pero pasaban los años y cada vez se sentía más confuso, no encontraba explicación a ciertas cosas y empezó a codearse con un grupo que gustaba de sus invitaciones. Alguién del grupo le explicó y puso solución a su problema: era homoxexual y esta persona sería su mecenas, su mentor. Así fue como Miguel entregó su alma al diablo pues no sabía que otra cosa hacer con ella y su mentor acabó siendo su dueño y señor. Soportó vejación, humillación y agresión….pero tampoco sabía que hacer sin él.

  Cuando hubo terminado de contar su historia reparó en el camafeo y luego en el aspecto del que lo portaba: sucio, desaliñado, sólo , independiente, tan pobre y tan rico… y comprendió que:

«La felicidad no depende más que de uno mismo»

El mendigo apreció una nueva expresión en sus cicatrices y dió media vuelta satisfecho  prosiguiendo un rumbo en ningún lugar trazado.

Unos minutos más tarde el resuello de unos neumáticos aferrados al asfalto retumbó en el parque y un golpe seco lo escoltó, muchos acudieron allá de donde el ruido provenía, Miguel, Laura y el Viejo, sobresaltados, salieron del éxtasis en el que sus nuevos descubrimientos les habían sumergido, rompiéndose algo en su interior y con paso tembloroso salieron a la calzada, un perro atropellado yacía lacio frente a las ruedas de un camión que transportaba abonos naturales para el parque. Junto al pestilente camión y al perro con semblante relajado reposaba un camafeo de ónice tallado en el que rezaba un nombre, o una palabra: «ESPERANZA». 

Fin

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