Travesía onírica a lo inmortal

Travesía onírica a lo inmortal

Federico Perazzo

04/05/2020

“La perfección deja atrás la concepción, desborda el concepto, designa la distancia: la idealización que la hace posible es un pasar sobre el límite, es decir, una trascendencia, pasar a lo otro, absolutamente otro. La idea de lo perfecto es una idea de lo infinito.”

Emmanuel Lévinas

Aquél día me soñé distinto. No era iracundo mi carácter ni tampoco desgarbada mi figura. Según recuerdo de aquél viaje onírico, mis facciones no se me parecían. Mis ojos eran incisivos y mi mirada orgullosa. Tampoco me eran esquivos los saludos de la gente y todos parecían percatarse de mi presencia en un elegante salón oval.

La cronología me es vaga, como suele suceder en los sueños. Lo mismo me es confusa la procedencia temporal de los invitados. Cientos de ellos me rodeaban con inquietantes máscaras venecianas y atuendos propios del S. XVIII. Algunos otros emulaban la anarquía parisina de los años veinte, pero sin embargo interactuaban en armonía con unos feligreses renacentistas, como si el asincronismo no les hubiera sido una noción.

Del otro lado del simétrico y majestuoso cour d’honneur, me contemplaba una misteriosa mujer de cabello rubio blanquecino; la sospeché inmaculada. Su figura entallada en un elegante vestido con distintos tonos de celestes, me inspiró un aire angelical. Irradiaba una paz campestre, aunque su presencia gravitaba de forma distintiva. Mientras me dirigí hacia ella, pude sentirme levitar. A medida que avanzaba, con un atropellado mirar en derredor, atestigüé la inconfundible figura de Einstein, adulado por un séquito que le profería un impostado interés. Ya en su radio más cercano, la mujer me miró gentil, con una ternura indescriptible. Paseó su mano por mi rostro de forma maternal. No emitió ni un solo sonido de sus labios, pero aún así se refirió a la inmensidad del todo y del ser. Dijo mucho sin decirlo; lo hizo inteligible, pero inaudible. Inmediatamente noté que el cielo raso del lugar no era otra cosa que la vastedad del universo, resumido apenas en una inacabable imagen de un paradojal caos en orden, con sus coreográficas luminiscencias. La percepción de lo infinito se me hizo evidente. Las abstracciones matemáticas que lo sospechaban me fueron tangibles, acaso en la representación contemporánea de un extrovertido George Cantor, con su proposición de números transfinitos. Se detuvo a mirarme, luego prosiguió como si no lo hubiera hecho nunca.

Mis pies seguían esquivos del suelo marmolado, y en los confines de la sala, que ahora simulaba dimensiones que apenas conjeturamos, se veía un pequeño valle edénico. De manera atípicamente contigua, dividido por un vértice imperceptible en la vigilia, se encontraba impávido, en el entre piso de una escalera palaciega, un señor de unos treinta y largos años, con la inconfundible estampa de principios del S. XX. Llevaba un elegante traje de lana gruesa y hombros naturales. En su saco tenía dos grandes bolsillos, en el derecho llevaba un llamativo reloj plateado con su típica leontina. Su reloj no marcaba una hora, marcaba todas las horas en un giro de agujas frenético. Me deslicé en el aire hacia él. Cuando me le acerqué al extremo de incomodarlo, se salió de su quietud, como si hubiera despertado de un letargo, como si recién hubiera llegado aunque ya estuviera ahí. Me saludó de forma amable y luego esbozó una reflexión que podría situársela en cualquier tiempo y lugar: “Somos parte del todo y a la vez tan ajenos”. De una sentencia que podría presumirse profunda, luego indagó en mi prosapia. Mi respuesta no le pareció aristocrática y en consecuencia tampoco interesante. De buena fe me preguntó por mis aspiraciones, pero resultó ser una cortesía superflua. Sin oírme, dejó de mirarme y volvió al estado en el que lo encontré.

Por voluntades que me eran ajenas, comencé a alejarme arrastrado por una especie de fuerza gravitatoria. Mi destino fue ahora una sala lúgubre aunque señorial. La oscuridad sólo era interrumpida por la potente luz de un reflector que me fue imposible localizar y que alumbraba a una joven Isabel de Borbón. La observé, aunque para ella mi existir le era ajeno. Se la veía sonriente, pero su sonrisa enmascaraba un semblante triste. Parecía tenerlo todo, pero no tenía nada. En lo aparente se la veía rodeada de gente, con la que simulaba interacción; en lo profundo, su soledad era un llanto enmudecido por las apariencias. Un viento acaeció inoportuno y en fracción de segundos, su persona se petrificó para descomponerse hasta dejar una inanimada imagen cadavérica. Ahí yacía, eterna. De pronto la única luz se apagó y a mi derecha una imponente puerta de madera maciza se abrió. El resplandor que irrumpió me provocó una ceguera momentánea. A medida que fui recobrando la vista, noté que me encontraba en una contienda bélica: Si mi vaga noción de la historia no me es esquiva, puedo afirmar que se trataba de la boscosa Batalla de las Ardenas.

Miré perplejo la inacabable magnitud de cadáveres; a lo lejos divisé una figura heroica, que con vehemencia entonaba un grito patrio mientras era fusilado por una estruendosa lluvia de metrallas. En el flanco izquierdo, se me presentó la imagen relentecida de otro soldado que flameaba con orgullo la bandera belga, hasta que su cuerpo fue mutilado por una granada. Preferí cerrar los ojos por lo insoportable de la escena. Paulatinamente todo se volvió silencio. Lo primero que vi al abrirlos ya no fue la superficie del verde pasto europeo, sino más bien un terreno irregular y cenizo (o al menos eso me pareció). A mis espaldas, un susurro se me hizo familiar. Era Amparo, mi primera novia. Esa novia de una juventud temprana y egoísta a la que a su inmenso amor no le fui recíproco. “Te perdono”, fueron las palabras que me regaló en una simbólica superficie lunar. Pasaron años (que se sintieron vidas) y aún su imagen me invadía. Desconozco porqué será particularmente la de ella y no la de alguien más. Todavía recuerdo mi encono por trascender, por ser inmortal (como si eso me propiciara una experiencia), a la vez que recuerdo su tolerancia para ayudarme en ese trajín, aún bajo su propio perjuicio. Quizás sea que no me perdono haber transitado en la superficialidad o el haber incurrido en mezquindades, solo con el afán de ser visto por gente que no iba a mirarme jamás como lo hizo ella, de forma sincera y de algún modo real.

Lamentablemente, la fatalidad dispuso que Amparo se sometiera al marañoso contraste del no ser. A sus veintiocho años había sido víctima de un accidente de tránsito que le llevó la vida. Sin embargo, me conmueve pensar que sus visitas a los recovecos de mi mente significan algo, pero no puedo afirmarlo. Aún así, me permito la alegría de creer que vino a enseñarme lo que nunca me permití aprender cuando estuvimos juntos. Y así pareció hacerlo. En el único modo en que pude revivirla, noté que con ojos lagrimosos señaló el abismal cielo espacial, para luego decorarlo con una última frase que atribuí a su boca, pero que se fehaciente es del famoso escritor Frank Herbert: “Si deseas la inmortalidad, niega la forma. Todo cuanto posee forma, posee mortalidad. Más allá de la forma se encuentra lo informe, lo inmortal”.

Repentinamente, su figura se me hizo distante, cada vez más lejana, tanto que se volvió un punto más entre un conjunto de puntos. Me preguntaba si acaso era infinito en el tiempo aquel inacabable cúmulo de puntos que se comenzaban a mover a un ritmo vertiginoso (¿o era yo quien se movía?). De un modo que no pude comprender (y mucho menos expresar en palabras), cada punto fue sustituido por personas a las que veía desde el aire, nuevamente suspendido en el centro de aquél salón oval. Me miraron de forma intimidante. Grité enérgico. Me ignoraron como quien ignora a un niño malcriado y siguieron con sus histéricas risas. En ese instante me procuré la epifanía, en ese surrealismo de mi subconsciente lo comprendí: Aún en los sinsabores de la infinitud, nadie vive su propia inmortalidad.

Me desvanecí.

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