Ni tan siquiera pensó en la posibilidad de no poder hacerlo. Cualquier imprevisto que como tal apareciese en su camino le generaría un desasosiego que no quería ni imaginar, y siguió encaminándose a la tienda como flotando, embargado de un optimismo que envolvía su cabeza como papel celofán y recubría el mundo de un halo amarillo brillante. El simple hecho de cruzar la puerta de aquella tienda era ya de por si algo mágico, porque el olor que desprendía su interior le recordaba al primer regalo electrónico que le habían hecho de pequeño, aquel liviano aparato en cuya pantalla, con el primer inicio, se fue desplegando un mundo brillante y colorido que ya no estaba dispuesto a dejar de revivir. Cuando llegó, tras el mostrador, el dependiente esperaba sus palabras con una cara neutra, inconsciente de lo que aquello significaba para él. “Quiero un TritonXL2”. Sonó seco, apocado, como si no le saliesen las palabras, y se enfadó consigo mismo por estropear aquel solemne momento. El dependiente pareció no darse cuenta, e indiferente ante su nerviosismo infantil, se dirigió al interior de su almacén (¡un almacén lleno de cosas maravillosas!) y regresó con aquella caja en las manos. No deberían de dejar trabajar allí a gente tan desapegada, tan poco entusiasta, le restaba magia a aquellos instantes, como si se tratase de una transacción más. Incluso el hecho de pagar le resultó repulsivo y le hizo recordar la cara de aquel perrillo que pasaba de mano a mano en la tienda de animales cerca de su casa, cosificado, tasado, desprovisto de cualquier valor propio que fuese más allá del que ponía su precio. Aquello no era un perro, era un Triton, pero cuando lo encendiese cobraría vida y le mostraría todo lo que podía hacer por él. El dependiente echó la caja dentro de la bolsa, se la dio, y continuó atendiendo a otro chico mientras él se dirigía a la puerta con una sensación de euforia que apenas podía contener. Lo tenía ahí mismo, disponible en cuanto tuviese la ocasión de abrirlo. Apenas hubo atravesado la puerta de la tienda, asomó su cabeza a la bolsa para observar su contenido. Miró a su alrededor, no vio a nadie que pudiese molestarlo, así que se dispuso a sacar la caja para verla tranquilamente. Como imaginaba, pesaba poco, olía bien. Progresivamente fue tomando conciencia de la imagen que se proyectaba a sus ojos. Una caja de un negro brillante, lisa, elegante, de una sobriedad únicamente alterada por la imagen de una especie de caracola marina de color plateado que estaba sobreimpresa en el frontal de la tapa, y bajo la cual se podían leer las letras TRTN XL 2. Era precioso, de lo más bonito que sus manos había tocado. Bueno, exageraba un poco, lo sabía, pero era mejor eso que caer en la indolencia de aquel dependiente, con su cara en blanco y negro, al que seguramente su vida no le ofertaba nada nuevo en años. Él no era así, no lo sería nunca, ansiaba no serlo. ¿Y si abría la caja allí mismo? Su impaciencia iba a dar al traste con ese momento sagrado. Abrirlo allí se le antojaba indecente, fruto de un impulso que podía dar al traste con un momento perfecto. Un momento perfecto, ¿existía eso? Dudó unos segundos más, pero logró encauzar su decisión. Depositó la caja en la bolsa y se dirigió resuelto a su casa. El resto del camino lo pasó pensando en cómo dispondría de las horas que le quedaban por delante en aquel día: leería el manual detenidamente y probaría a poner el aparato en los múltiples modos que anhelaba experimentar. Eran infinitas funciones en un mismo aparato, como si fuese un altar griego lleno de dioses a los que invocar en plegarias. Al llegar a su casa, depositó la bolsa en la mesa, y se dispuso a sacar de la caja el dispositivo. Recordaría este momento por el resto de su vida, y le pareció escucharse diciéndoselo a sí mismo mientras lo encendía. Durante muchas horas, sus ojos se entregaron a luz de la pantalla, grandes y diáfanos, y sólo el sueño pudo acabar con la frenética actividad que ejercían sus dedos en interacción con una multitud de botones e indicaciones.
Un par de semanas más tarde, corría a la parada del autobús como todas las mañanas, mientras el Triton se movía bruscamente en su bolsillo, cimbrado por la aceleración en sus zancadas. Era muy temprano, y la noche aún no dejaba despegar al sol en el horizonte. El cable de los auriculares deslizaba hasta sus oídos información de todo tipo, de todo lugar, todo en un instante, como un punto que contuviese todos los puntos posibles. El autobús llegó a la parada, y subió malhumorado, sabiendo que iba tarde a sus quehaceres cotidianos. Una multitud de personas lo acogió en su seno, como un enorme ser multicelular, y las puertas volvieron a cerrarse tras él. Levantó la cabeza y se vio rodeado de individuos con caras en blanco y negro, displicentes, enfadadas por ser levantadas del calor de sus camas y arrojadas al circo cotidiano de sus vidas. Miró por una ventana y la noche oscura reflejó su rostro: era una más de aquellas personas. Se sintió como al borde de un enorme remolino, a punto de ser engullido, y una nausea recorrió su alma. Durante veinticinco minutos, aguantó empujones, escuchó las quejas de los que estaban a su lado, y sorteó las prisas de muchos pasajeros que luchaban por llegar a las puertas para bajar en su parada. Llegó su turno, y el aire frío de la mañana volvió a rozar su cara al bajar del autobús, ayudándole a recomponerse de nuevo. Comenzó a caminar, cabizbajo, hasta llegar al semáforo para cruzar la calle. Mientras esperaba al verde para los peatones, observó una valla publicitaria situada frente por frente. En ella, sobre un fondo blanco, aparecía una imagen similar a la de unos auriculares de formas poco ortodoxas, sinuosas, extrañas incluso al ojo experto en tecnología, y, debajo del mismo, una par de frases en letras negras: “X-PRESSION XR5 SOUNDSYSTEM, el complemento perfecto para tu Triton”. El semáforo dio la señal para cruzar. Su cara volvía a sonreír.
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