Al abrir la puerta de mi apartamento sentí un gran alivio al saber que aún tendría la oportunidad de sobrevivir. Aquel espacio reducido, penumbroso y acólito de mis mejores instantes, se traducía en una fuerte bocanada de aire fresco que revitalizaba mi ser. Si de alguna manera lo pudiese describir, sería en el peor de los casos como una bombona de oxígeno para un enfermo terminal.

Mis manos temblorosas y ciegas, se aproximan al encendedor que siempre descansa sobre la mesilla a la derecha, al entrar. No es la primera vez que me desborda esta situación de estar sin luz. Mientras enciendo la vela, un escalofrío repugnante recorre mi espinazo sembrando la duda. ¿Volverá pronto? ¿Cuánto tiempo lograré sobrevivir sin su presencia? Aquella vida, comenzada 19 años atrás, era ya inexorablemente un destino cifrado en códigos binarios que a borbotones recorría mi torrente sanguíneo.

Era suficiente tiempo, como para deducir que no era un vicio ni una necesidad superflua. Por el contrario, aquello era parte de mí; de mis células más recónditas y aún más… era el enlace irrevocable, intangible e ineludible de mi código genético.

Sudoroso de nervios e incertidumbre, mi mente buscaba la indescifrable respuesta a este ajeno acertijo; fenómeno de ausencia vital. Desarmado y sin errores que enmendar, no me queda otra que esperar y confiar en la gracia divina de la tecnología.

Camino infinito y circular era todo lo que aquella noche mis pies extenuados, lograban dibujar sobre la alfombra de soles apagados, que cubría el suelo de mi alcoba.

Sobre el silencio abrupto de la soledad infinita, permanecíamos en vela el tic tac de mi reloj de pulsera y la llama de la vela que con pasmosa e intensa quietud, rellenaba de perfiles y penumbras la habitación, dibujando un paisaje intrincado con más semejanza a un vertedero inerte que al lúcido espacio propio de un teólogo del tecnicismo cibernético.

De pronto, de la nada surge aquella etérea figura que pareciera desprenderse de alguno de los tantos “bultos” de aquel siniestro paisaje. Ahora mis nervios, que con gran esfuerzo había logrado adormecer, brincan sobre mi espalda enfilando sus garras, a cada costado de mi cuello. Deslizándose como navajas desolladoras por todo mi dorso. Aquella extraña sombra, pasó de ser un aterrador celaje, a perpetuarse con aquel oscuro y penumbroso paisaje. Increíblemente y con imperturbable osadía; yacía allí en algún resquicio de mi estancia, ante mi presencia, incrementando la sofocante situación de verme apresado entre aquellas paredes nocturnas que me rodeaban.

No miento al decir que de todas las anteriores y similares situaciones experimentadas,  ésta ha sido la más espeluznante. Tanto, que mis piernas ahora “estalagmita” de hielo, ampliaban sus gélidos efluvios en dirección a todo mi torso. Era ya incapaz de pestañear. Sólo mis pensamientos en “off”, el ensordecedor tic tac de mi reloj y la ahora angustiosa llama de la vela, acompañaban el permanente “crechento” de la perturbadora soledad e incertidumbre que me invadía. Más aún, estando consciente de la presencia de  alguien más; aquella incógnita sombra, testigo de mis mas secretos temores, me hacía más débil, más víctima de mis genes binarios.

–  “¡Si tan sólo lograra mantener imperturbable la llama de la vela! ¡Oh Dios!”

Un soplo involuntario terminó por sumirme en el más turbador e irreversible de los desahucios. Aquella débil penumbra, dio paso a mi desplomado cuerpo, sucumbiendo a la interminable oscuridad. Mis ojos enfilados en dirección a la extraña presencia, parecían esperar con masoquismo inmutable, el siniestro minuto de mi lento final. Engullido, sin compasión por un extraño ser, ajeno a todo entorno conocido. Mientras esperaba aquel inevitable momento, un extraño resplandor invade sutilmente el espacio, ahuyentando a más de un metro de mi cuerpo, toda oscura amenaza. Era la luz inconmovible de la ciudad, que valerosamente traspasaba los cristales de las ventanas; acorralando abruptamente aquella feroz plaga de sombras, hasta ahora dispuestas a cobrar mi endeudada alma.

Fue suficiente esperanza para sentir que volvía a la vida. Suficiente para incorporarme y sentirme retador ante la presencia oscura que venía a por mí. Allí estaba aún; desde donde me acechaba. Imperturbable a la acción avasallante de la luz de la ciudad. Ahora ya más seguro de mí; con certera agilidad tomo en mano mi infalible arma portátil, mi “ipod”. Bendición divina de la nueva era. Rápidamente procedo a encenderlo, a sabiendas de que sólo me quedan segundos de energía suficiente para arriesgarme a iluminar aquel oscuro ser, agazapado al final de la penumbra.

Un segundo, dos segundos, tres segundos… Un intermitente anuncio se colaba por la pantalla anunciándome que la energía estaba agotada.  En ese preciso instante mi habitación, como carroza de fuego bajada de los cielos, se iluminó. En un santiamén se había hecho la luz y todas las sombras se desvanecieron definitivamente, como espectros que eran. Inmediatamente busco con mirada inquisidora, a aquel ser de las sombras que me acechaba. Curiosamente allí donde antes se encontraba inmóvil; se erguía en un bostezo mi gata “George”, como quien despierta de un largo viaje interestelar, frente a la refulgente pantalla de mi ordenador.

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