Bajó las escaleras y avanzó a tientas hasta la luz azulada que titilaba sobre la puerta numerada. “Camine hasta la puerta número 12, abra y entre. El mecanismo se activará solo.” Eso había dicho Manon sin mirar mientras picaba el bono que Paula le había regalado por su cumpleaños. “Es lo último, había dicho Paula con un beso, y no pierdes nada por probar ¿no?» Convino en que no perdía nada. Sólo le quedaban el desamor de Mario y su trabajo de 9 a 5 en la editorial, corrigiendo los textos de autores menos talentosos que ella.
Empujó la puerta electrónica y esperó inmóvil, cansada y deprimida. A su derecha una luz roja se parpadeó oscilante junto a su cabeza. No se movió, aprensiva de pronto por el punto rojizo entre sus ojos como el puntero de un francotirador. Pasaron unos minutos. Empezó a pensar que el invento era un timo.
La luz llegó como un amanecer, rosa e irisada, iluminando un salón de paredes amarillo limón, mullidos sofás blancos y una chimenea apagada, qué pena; cuando volvió a mirar un fuego alegre chispeaba en el hogar. Contuvo la respiración al descubrir el rincón del fondo. Sobre un pulcro escritorio reposaba un portátil con el cursor parpadeando en mitad de una línea. Se acercó hipnotizada y sus dedos rozaron las teclas, un puntal de tecnología que contrastaba con el ramo de flores frescas en un rincón de la mesa. ¿Estaban ya los narcisos al principio?, pensó aturdida. ¿Estaba ya aquel manuscrito junto al portátil? Leyó el primer folio y los ojos se le llenaron de lágrimas. Bajo el título estaba su nombre “Una novela de Rachel Prim”. Esa era ella. Una hora, habían dicho. Rachel había asentido con apatía. Se acercó despacio a la puerta del jardín, pero no quería alejarse del manuscrito que aún podía sentir sobre la mesa, como el pálpito de un corazón lejano. Cuando se decidió a cogerlo una presencia la hizo volverse sobresaltada.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />
– Lo siento, no quería asustarte. Quería darte una sorpresa.
Rachel se quedó aturdida por el impacto, como un boxeador apresado contra las cuerdas.. Mario se acercó a ella y la besó en la sien. Como siempre.
– Ya has acabado la novela- Aquel Mario que no era Mario señaló los folios mientras deshacía el nudo de la corbata. – Será otro éxito. Déjame leer el final antes de enviarla al editor.
Mario nunca había leído nada suyo. Pero a aquel Mario parecía importarle y no tenía la sonrisa arrogante de los médicos.
– Pareces cansada, Rachel. Te prepararé un baño – su voz sonó insinuante y cálida, como un viento haciendo revolotear su ropa – y después iremos a la fiesta de Paula.
A Mario nunca le había gustado estar con sus amigos, los fracasados. Pero aquel Mario…. Era Mario, pero no lo era, como la casa, como la novela… La novela. Tenía que leer aquella novela.
De pronto la oscuridad se desvaneció todo. No, se oyó gritar, ¿dónde está la luz? Mario, enciende la luz. Tardó en comprender que él nunca había estado. La puerta número 12 se desplazó sobre sus goznes invitándola a salir. Pero Rachel no podía moverse, petrificada por el miedo frío enroscado en el estómago como una serpiente.
– Por favor, abandone la sala número 12. Su tiempo ha concluido.
La voz de Manon le llegó desde muy lejos, con el zumbido metálico de la electricidad estática arrastrándose entre las sílabas.
– Sí, sí enseguida. Debo recoger la novela… Es mía.
Silencio. Y luego otra vez.
– Por favor, abandone la sala número 12. Su tiempo ha concluido.
Empezó a moverse en la oscuridad tratando de ubicar la situación de la mesa, buscando el rastro fragrante de los narcisos. Pero no había olor, ni calor de fuego encendido. Tampoco aire que respirar. Pero la novela era real y tenía su nombre, Rachel Prim, y un título. ¿Por qué no había leído el título? Tal vez hubiera podido recordar si supiera al menos el título. Rachel empezó a sentirse mal, muy mal. “Me va a dar un ataque al corazón”, pensó alarmada en un fugaz destello de cordura mientras sentía aquel remolino en el pecho. El aire se fugaba de sus pulmones como centrifugado por una gran aspiradora y al momento siguiente estaba dando bocanadas sobre el suelo. Ya no había madera ni alfombras, sólo un suelo frío bajo su mejilla. Y así, sin aire, Rachel se dejó llevar hacia el infinito.
Cuando despertó Paula estaba en casa. Lo supo antes incluso de verla aparecer por la puerta de la cocina con una taza de té humeante. Sonrió en medio de la punzada de dolor al pensar que sólo Paula podía hacer tanto ruido, como un elefante tratando de moverse con delicadeza entre porcelanas. Otras personas obesas parecían deslizarse sobre la vida como por unos raíles imaginarios; Paula no. Llegó hasta ella y la obligó a hacerle un hueco en el sofá.
– ¿Cómo te encuentras, cielo? Tienes mejor cara. Menudo susto nos has dado.
Paula tomó una de sus manos entre las suyas, carnosas y cálidas, y se la palmeó amigablemente.
– A Manon casi le da un ataque al corazón cuando te encontraron inconsciente en el suelo. Creía que te habías muerto.
– Seguro que no sería la primera.
Paula frunció el ceño.
– Pues Manon nunca me ha dicho nada de eso. Recuérdame que se lo pregunte un día de éstos. Sería interesante saberlo, aunque no me dijo que hubiera ningún peligro.
Rachel sorbió el té con lentitud, procurando no abrasarse la lengua con el líquido caliente y dulce.
– Era todo tan real, Paula. Allí estaba mi vida, Mario, la novela… – Estaba a punto de echarse a llorar.
– Cuánto lo siento Rachel. Creí que te gustaría. Me habían hablado maravillas del Creador de Mundos. Verás, un lector lee tus deseos más íntimos del subconsciente, luego los proyecta en un mundo ideal, el tuyo, y lo materializa ante tus ojos. Como una versión del paraíso. Por un momento todos podemos huir de la realidad ¿Lo entiendes? No es más que un juego que puede ayudarte a descubrir un camino. Pero un juego a fin de cuentas.
– ¿Cuál fue el tuyo, tu mundo ideal?
Paula rió bajito, con suavidad. Su enorme papada se balanceó ingrávida como el buche de un pavo.
– Un mundo de gordas, cielo. Un mundo de gordas.
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