Como todos los días, desde el Incidente, me acerco a él rompiendo la oscuridad que nos rodea con una vela. No es suficiente para enmascarar la desolación de la constante humedad, el frío que se adhiere a todas las superficies. Le ofrezco bebida y comida, aunque ninguna se asemeja a las de antaño. Si tan sólo él quisiera, estoy seguro de que— Pero ya no existen ni las reminiscencias de aquellos simples placeres que llenaban el día a día. ¡Lo que daría por una taza de té! Me gusta pensar que él también. Pero es silencio lo único que me dedica. Su mirada descolorida se mantiene anclada en la distancia. Nunca le veo moverse, ni dormitar, ni vivir. Pero cuando regreso, los recipientes de mis ofrendas están vacíos. Como sus ojos.

Deposito en el suelo la palmatoria: su haz, un enclenque fantasma que se arrastra por las paredes. Me arrodillo junto a él y le suplico que despierte. Le necesitamos. A pesar de lo que dicen fuera. A pesar de que la gente haya perdido la fe. Con cuidado, le dedico a su rostro las caricias de un paño raído; alrededor de sus párpados, ribeteados por surcos de malva. Humedad para limpiar el polvo que derraman las sombras. Es este el momento en el que su piel parece resplandecer bajo la negrura de sus cabellos. Fuera, la lluvia enlodada persiste y su cadencia acompaña todas las horas. No estoy seguro de que la oiga.

Me dirijo a él entre susurros. Le hablo de todas las maravillas que consiguió. Él, que llegó a ver a través de la materia. Cuando las tinieblas cubrían el abismo, su espíritu indomable creó la luz y el fuego se hizo innecesario. Yo estaba allí cuando extrajo el rayo de la tormenta y lo dominó como a un potro salvaje; cuando con su magia movía los objetos en la distancia y estos le obedecían humildemente. Enseñó a los hombres sus secretos. Se impuso a la tiranía del tiempo y el espacio.

Hubo otros de su misma especie antes que él. Muchos creen que son sólo leyendas, mitología de una época olvidada. Los gigantes han muerto. Pero yo estuve allí, igual que él. Durante un tiempo, la distancia se extinguió. Los hombres desafiaron a la Gravedad y al Océano. El espíritu podía viajar a través de finos hilos metálicos que se extendían como telarañas infinitas por todo el mundo. Los cazadores de almas recolectaban presas, las atrapaban con sus espejos de luz en lienzos transparentes, y podían hacerlas bailar en la eternidad o congelarlas para siempre. Entonces sonaba el color, mate y ocre. También los grises. Historias arropadas en sinuosas nubes blancas. Hoy sólo existen los grises. La música indirecta ha muerto.

La Gran Tormenta. Así la llamaron. Había quienes la predecían. Mentes oscuras que temían la intensidad de la nueva luz que guiaba al mundo. El Conocimiento y la Técnica unidos ponían fin a todas las barreras conocidas. ¿Qué sería de un mundo sin límites, sin fronteras tangibles? El bien y el mal se difuminaban, se confundían. Cuántas veces escuché que los nuevos dioses nos llevarían a la destrucción.

Sólo tenían razón en una cosa: los nuevos dioses no estaban preparados para enfrentarse a los antiguos. Los habían olvidado. (Creían que) los habían dominado. Y cuando el más viejo despertó, no hubo forma de frenar el Caos. Se habló de futuros conflictos globales bajo los que perecería el mundo. Pero fue una ola solar la que terminó con todo. Poco antes de su silencio, él lo llamó “geomagnetismo”. Me lo explicó. Lo repitió una y mil veces. Se asfixió en su propio lenguaje, que yo no siempre comprendía. Y cuando la oscuridad tomó las calles y las mentes, se sumergió en su propia quietud. Cansado. Derrotado.

Pero yo creo en él. Repaso a menudo sus anotaciones. Sé que hay otros como yo en otros lugares. Escondidos. A la espera. Nos habituamos a estar unidos en la distancia y ahora estamos solos. Sordos. Ciegos.

No le hablo de mis temores, sólo agravarían los remordimientos y la herida que se ulcera en su orgullo. Le hablo de esperanza: de aquellos que imagino agazapados junto a montañas de libros en busca de respuestas; de bibliotecas e instrumentos rescatados de la inclemencia de los dioses antiguos y sus fieles; de otros dioses de su generación, que, como él, despertarán. Le hablo de un futuro imaginado que avanza hacia adelante, en vez de retroceder hacía épocas pasadas. Él nunca contesta.

Una noche de luna nueva, antes de regresar a su lado, el firmamento, vacío de estrellas y de esferas, se rasga en dos. Una serpiente, que creía extinguida, ilumina ferozmente el cielo y expele un rugido que retumba entre los gritos de las sombras. La tormenta está aquí. No la Grande, seca y estéril, sino la que antaño inundaba de agua los días de verano y primavera. Y corro. Dejo caer los escasos víveres encontrados entre los escombros y corro lo más aprisa que puedo. Corro hasta alcanzar el espacio abovedado en el que él reposa. Las torres de hierro, los aparatos medio oxidados que lo decoran llevan muertos el mismo tiempo que él. Le cuento a gritos la noticia.

Aprieto interruptores. Levanto palancas. Los chirridos y el traqueteo son una melodía olvidada que alienta la llama de las escasas velas encendidas. Y justo antes del siguiente trueno, la luz lo cubre todo. Los rayos danzan espasmódicamente por la bóveda del laboratorio y, como si fuera la Criatura de aquel terrorífico libro que leí no hace tanto, sus ojos cobran vida bajo las múltiples descargas fluorescentes. ¡La electricidad ha vuelto! La mira absorto y, ante mi admiración, se levanta a trompicones de su letargo.

Nikolai Tesla, por fin, ha despertado.

-¡Maestro, nos ha salvado! ¡Siempre supe que lo conseguiría! Incluso abandonado y olvidado, su trabajo ¡nos ha salvado!

Me mira sin reconocerme y dice:

-He soñado… El Futuro. El fin del siglo XX, el XXI. ¡Tenemos tanto camino que recorrer! No habrá cables, ni límites. ¡Todo lo que conocemos quedará obsoleto! Pero salvación… ¡A quién le importa la salvación! No estábamos perdidos, sólo a oscuras. Y ahora, la luz ha vuelto.Tesla en su laboratorio de Colorado Springs

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