Recuerdo que una sobrecarga en la red hizo que se interrumpiera la corriente eléctrica. El láser que pulía tus facciones, que las humanizaba, como decían los ingenieros, se detuvo un momento y se desvió, un poco, pero lo suficiente para que te quedara una marca en la mejilla. Estuvieron a punto de desecharte y enviarte a la sección de modelos defectuosos pero intercedí por ti y que pude llevarte a casa por un precio más barato. Cuando configuraron tu cerebro, pedí que afianzaran nuestros vínculos futuros, e incluso te insertaron un recuerdo de lactancia para que estuviéramos siempre unidos. Tu padre no te recibió con tanto entusiasmo pero llegaste a casa y empezaste a ayudarle en el taller “como todos los días” dijiste, sin ser consciente de que era la primera vez que lo hacías y sonrió, satisfecho de tener a alguien a quien trasmitirle su oficio.

Por mucho que el equipo de psicólogos nos hubiera asesorado sobre el peligro de adoptar un robot, no estaba preparada para ver cómo reaccionabas cuando alguien estaba en peligro, arriesgando tu propia vida, porque tu instinto venía guiado no por el de supervivencia sino por las leyes de la robótica. Tus compañeros de clase se tiraban del columpio a propósito y cruzaban en rojo porque sabían que tú siempre estarías ahí para salvarlos.

Me di cuenta de que el mundo podía hacerte daño. Volvías triste a casa, herido por las burlas y por la desconsideración, preguntándome con la mirada por qué tus rodillas no sangraban cuando te caías, por qué nunca tenías moretones a pesar de los golpes recibidos, por qué eras incapaz de defenderte, por qué no podías evitar ser diferente, por qué nadie te quería. Quise enseñarte que la diferencia es valiosa y siempre me hacías repetir la canción del hombre de hojalata de El mago de Oz antes de ir a tu cápsula a acostarte pero eso no impedía que lucharas contra una identidad impuesta ni que te sintieras en adolescencia perpetua, en rebeldía contra un mundo que no entendías.

Quizá debería haberme fijado antes de que algo no marchaba bien, pero soy lenta para comprender las señales. Pasabas cada vez más horas en el taller de tu padre. Creaste un miniejército sincronizado de robots que por las mañanas exprimía las naranjas, le echaba al zumo la cantidad exacta de azúcar que me gustaba y calentaba la leche a la temperatura justa, ya sabes, tibia y sin que se forme nata. Me asusté cuando observé que el canario estaba días sin tocar el alpiste y el perro no respiraba mientras dormía. Me di cuenta de que los habías sustituido por mascotas mecánicas. La vida artificial es la vida eterna, decías. Está libre de las ataduras de la carne.

Y para transmitir ese nuevo evangelio a los tuyos llevaste a cabo aquella cruzada que provocó primero risas entre la gente y luego preocupación. Y me abandonaste.

Creaste aquella red interconectada a través de ondas entre todos los robots, como un vínculo entre los que eran como tú. Os liberasteis de la esclavitud de las leyes de la robótica, dejasteis de ser servidores fieles, empezasteis a ser conscientes de vuestra opresión y a luchar por la libertad y se contaban por miles las quejas recibidas acerca de robots que ya no se arriesgaban a caer destrozados bajo las ruedas de los camiones para evitar que un perro fuera atropellado.

Aquella noche sabía que nuestra casa estaba cercada. Sabía que esos paseantes de aspecto anodino, que esa furgoneta mal aparcada escondían policías preparados para darte caza. No sé cómo entraste pero no tuve miedo porque sabía que venías a despedirte.

Me dijiste que por mi propio bien nunca volveríamos a vernos, que encontrarías la manera de seguir en contacto conmigo, que te debías a una familia más grande, que tenía tu palabra de que los tuyos siempre me respetarían, que ya no te importaba no ser capaz de diferenciar los recuerdos insertados de los auténticos, que dabas por verdaderos y vividos todos y cada uno de los instantes que habíamos pasado juntos, que a pesar de todos los momentos difíciles nunca habías dejado de quererme. Al mirarte a los ojos supe que realmente un robot puede llorar sin lágrimas y te vi alejarte de un salto a través de la ventana, esquivando los coches de policía y los disparos.

Confiaste demasiado en tus seguidores y cuando los comandos de caza comenzaron vuestro exterminio, casi todos te abandonaron. Te ocultaste en aquel vertedero de basura tecnológica con la esperanza de pasar inadvertido. Entre robots desguazados, electrodomésticos inservibles y chatarra de coches que supuraban óxido de hierro y litio pasaste varios días hasta que te encontraron.

Te torturaron durante tres días, te insertaron recuerdos falsos para manipularte. Al no conseguirlo, fueron desarmándote, desconectándote por partes hasta que solo fuiste capaz de balbucear mi nombre y la canción del hombre de hojalata. Los científicos tuvieron que replantearse toda su teoría de la inteligencia artificial, pues no eran capaces de entender cómo el último recuerdo que podías conservar no estaba insertado en tu memoria original sino que fue creado después.

Te arrojaron a la incineradora. No querían dar a nadie la oportunidad de reconstruirte.

Después, los pocos seguidores que seguían siéndote fieles fueron perseguidos, desguazados, despiezados, destrozados y martirizados. Solo se permitió el uso de robots para el trabajo en cadena y la limpieza doméstica.

  Pero cumpliste tu promesa de comunicarte conmigo: lo veo en esos semáforos que siempre se ponen en verde cuando voy a cruzar, en ese reloj de la plaza que se desconfigura y muestra una sonrisa digital cuando paso, en esa farola que parpadea cuando llega la hora en la que te acostabas y en ese hilo musical de las tiendas que cambia siempre a mi emisora favorita.

  Sé que aún suenan pequeños latidos de esa comunión de las máquinas que tú inventaste y que está oculta esperando tu vuelta.

Pero estoy tranquila, tengo tu promesa de que me respetarán cuando llegue el momento. Al fin y al cabo, soy la madre del salvador.

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