Estoy solo y lejos de todos, pero eso no me salvará. Siento el cambio en el magnetismo del aire a través de la piel y en el flujo de mi sangre. Echo a correr. Corro lo más rápido que puedo. Sin dirección, pues ya nada importa. Atravieso la pradera y me empapo las piernas con la humedad acumulada en la hierba. Salto por encima de las rocas y agito los brazos con violencia. Quiero quemar tanta euforia que siento y no entiendo. Intento librarme de ella porque me retuerce las entrañas y me hincha el pecho sin sentido. Grito con todas mis fuerzas, con la boca plenamente abierta, y los labios se estiran tanto que duelen. Vacío por completo mi pecho y empieza a caer una lluvia ligera. Yo sigo corriendo, pero mucho más despacio, como por inercia. Las nubes grises llevan todo el día amenazando. El aire se sentía húmedo y denso pero no llovía. Hasta ahora. Como ya casi estoy sin aliento aprovecho la cuesta abajo de un pequeño valle para trotar hasta el arroyo. Me quito la camiseta y estiro mis brazos y piernas todo lo que puedo tumbado boca arriba en la hierba. Siento la lluvia fina en mi cara y en mi pecho y cierro los ojos. Escucho el viento y me concentro en como éste mueve las gotas sobre mi piel. Disfruto del frío en mi espalda. No quiero abrir los ojos, no los querría abrir nunca más. Pero los abro, porque lo que va a pasar no depende de que los tenga cerrados, y todo es cielo. Hundo mi vista en las nubes de distintos tonos grises. Disfruto de robar todavía unos segundos mientras observo como éstas cambian de forma a cada instante. Entonces giro el cuello hacia la colina y allí está el perro negro. Sé que no voy a sentir miedo y efectivamente no lo hago. Me levanto y subo caminando la ladera contraria hasta regresar a la pradera. Una vez allí miro hacia atrás y contemplo al perro trotando hacia mí. Todavía no es más que una pequeña mancha negra que desciende la colina hasta el arroyo, pero dentro de poco me alcanzará. No hay lugar donde esconderse en la pradera. El bosque queda lejos, y lo máximo que puedo hacer es subir un pequeño montículo, así que lo subo. Y espero. El perro negro llega trotando pero no se acerca a mi. Se mantiene a cierta distancia realizando despacio círculos entorno a mí, como dibujando una señal ominosa en la tierra. Su presencia me inquieta y también me repugna. Por primera vez empiezo a sentir miedo. De la parte superior de su pata delantera izquierda le sale una segunda cabeza, como si de un apéndice se tratase. Esta es bastante más pequeña que la otra y no esta fijada de forma rígida. Cuelga muy blanda hacia un lado y rebota a cada trote del perro. La nueva era ha comenzado, escucho. Y yo quedo fuera. Cáncer, esquizofrenia, diabetes. Pronto serán parte del pasado. Al igual que yo. Pienso en aquellos a los que amo y la angustia me comprime el pecho. Su tiempo también ha pasado, es hora de echarse a un lado. El perro se detiene y mira hacia un punto que queda a mi espalda. Me giro y veo a cierta distancia, todavía en la pradera, la figura de un hombre que se dirige hacia donde estoy. La nueva era ha comenzado, oigo de nuevo, pero esta vez de forma más clara, más contundente. Noto mucho frío. Escucho mis propias pulsaciones y siento un latido fuerte dentro de la cabeza. Al otro lado del montículo hay unas alambradas. Quedan un poco lejos pero podría llegar a tiempo. El hombre (sé que no es un hombre, el tiempo de los hombres se ha agotado) avanza deprisa hacia mi, y el perro trota dirección a él para recibirle. Corro por la ligera cuesta del montículo hacia la alambrada y vislumbro lo que podría ser un puerta para atravesarla. El hombre camina seguro y tranquilo, a un ritmo lento e invariante, pero sus zancadas son largas, y me gana terreno constantemente. Se encuentra tan cerca que veo que está desnudo. Observo su pierna metalizada, sus ojos biónicos en un rostro que carece de emoción. Los pinchos de la alambrada impiden escalarla. Llego hasta la puerta y paso la mano entre sus barrotes de metal. Consigo correr una pesada y oxidada barra de hierro y abrir la puerta. Paso al otro lado. El hombre casi me ha alcanzado. Su expresión sigue imperturbable, y su ritmo no varía, como el de quien ejecuta aquello que es inevitable. Unos metros más adelante se encuentra una nueva alambrada, con otra puerta. Dudo entre salir corriendo o cerrar la puerta. Decido cerrarla, pero la barra de hierro se atasca. El hombre continua avanzado, y ya casi ha llegado hasta mi. Tiro de la barra, pero esta no cede, y el hombre está tan cerca que puedo sentir su olor a metal y a sangre. Su piel oscura, que no es una piel humana, apenas oculta unas venas anchas y verdosas que se ramifican por toda la cara. No le cubre todo el cuerpo, deja zonas al descubierto, en carne viva por su pecho, vientre y extremidades. La barra cede con violencia y yo corro hacia la nueva puerta. Ésta está cerrada con unas cadenas y un candado. Es imposible abrirla, pero podría pasar por debajo. Existe un túnel excavado en la tierra que conduce al otro lado. Es estrecho y yo no estoy seguro de caber en el agujero, pero miro hacia atrás y veo que el hombre ya ha conseguido atravesar la primera puerta y continúa hacia mi. Me tumbo en el suelo y me arrastro a través del agujero. Avanzo hasta introducir medio cuerpo en la tierra. Me quedo atascado. Mi pecho está comprimido, me cuesta respirar. No puedo seguir avanzando ni volver hacia atrás. Hasta aquí llegaba siempre mi sueño. Por desgracia sé que esta vez no voy a despertarme.

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