Abrí los ojos con desconcierto, no sabía dónde estaba. Intenté serenarme y mirar mi alrededor buscando respuestas pero no conseguía reconocer ni siquiera mi propia existencia.

“Vamos Sofía, debe haber una explicación”. A pesar del intento de autoconvencimiento, a mi paso sólo salían calles grises llenas de personas sin rostro. Miran hacia el suelo, nadie levanta la vista. La lluvia ha dejado de mojar las aceras, se han cubierto de una capa impermeable. Todo es velocidad, frialdad. El vértigo me invade. Necesito un anclaje, debo encontrar a Andrés.

Me aventuro a caminar por calles que antes rebosaban alegría. El ajetreo de las grandes ciudades siempre me pareció una enorme feria donde los colores de la ropa y los escaparates se convertían en un sinfín de globos, pero ahora todo ha pasado a ser un amasijo de color gris metalizado. Ante mí sólo encuentro maquinaria pesada haciendo un horrible ruido y erigiéndose dueña de la ciudad.

Al fin llego al local donde Andrés se reúne con sus amigos para tocar pero nadie responde a mi llamada. Abro la puerta: no queda nada de la melodía de batería y guitarras eléctricas que te solía recibir cada vez que girabas esa puerta. No sonaba Metallica, ni Led Zeppelin, tan sólo se escuchaba un llanto. Vi a Andrés en un rincón escondiendo su cara entre las manos. Él sí lo ha visto todo. 

Siempre fue un chico alegre pero aquel día nada quedaba del hombre que conseguía sacarme una sonrisa con dos palabras.

-Andrés, ¿qué ha pasado? No logro reconocer nada ni a nadie. No comprendo…

-Llevaba meses avisándote. La luz iba a desaparecer, Sofía. Los acontecimientos que estaban sucediendo nos lo decían. A pesar de ello, mirábamos hacia otro sitio, siempre mirando hacia otro lado. Pero no somos especiales;  ya no hay salida.

No lo entendía, se atropellaba a sí mismo al hablar. Me cogió de la mano y me llevó fuera donde el techo no nos podía resguardar del absurdo.

-¿No lo ves? Mira la cara de los niños, la responsabilidad ha ensombrecido su ilusión y su risa, el cielo ha dejado de existir para ellos, todo ha dejado de tener sentido. El cálculo y la productividad es el eje de sus vidas. De nuestras vidas, Sofía.

El horror se apoderó de mí; no podía encajar mi futuro, mis ilusiones, mi vida, en aquello. Mi cabeza se negaba a creerlo.

Volvimos a entrar en el local e intentamos calmarnos. El mundo había desaparecido tal y como lo conocemos dando paso a un universo desconocido donde la humanidad ha sido desplazada. Tocaba aprender a mirar lo que nos rodeaba, ¿pero cómo? ¿Cómo ser capaz de aceptarlo? En definitiva no se trataba de otra cosa que soportar un duro golpe en el ego humano, y lo peor es que no teníamos a quien pedirle explicaciones. Nuestra producción se había convertido en nuestro dios. No existían más responsables que nosotros mismos, aquellos a los que un día se nos fue de las manos la técnica, y que no supimos controlar, acabó engulléndonos.

Ahora ella nos controlaba a nosotros, pasamos a ser un títere en manos de la tecnología. Perdimos nuestra libertad.

Con ese pensamiento volvimos a casa, pero tampoco allí había nada que fuese igual. Tu hogar que lo sientes como tu seguro personal, donde hallas la paz que en el exterior pierdes por momentos, también había cambiado. Un frío sepulcral lo invadía. La luz no atravesaba los ventanales, sólo el foco del salón alumbraba la habitación. Una luz triste, tenue que hacía palidecer nuestros muebles, nuestros cuadros, nuestra vida…De alguna forma te mostraba cómo sería todo a partir de ahora.

Cansada de llorar y de ver la desesperación de Andrés, intenté refugiarme en la lectura, era el único placer que podía devolverme a mi estado anterior, aquel que me habían arrebatado sin ni siquiera darme cuenta. Entré en mi habitación alumbrada por la misma luz que se desprendía del salón y cogí el primer libro que encontré: Crimen y castigo. Me pareció una broma macabra del destino. Éramos víctimas de nuestro crimen y ser conscientes de eso era nuestro peor castigo; el no poder culpar a un gran Otro era nuestra mayor penitencia. La conciencia que acribillaba a Raskólnikov aparecía en mi cabeza, en mi sien y me nublaba la vista.

Volví al sofá, abrí el libro pero estaba en blanco. No había ni una palabra. Le grité a Andrés y él sólo era capaz de esbozar una sonrisa sarcástica, escéptica… “Lo próximo será nuestra mente” me dijo. A pesar de su sonrisa, pude ver el horror en sus ojos. “Nada volverá a ser como era, todo desaparecerá tal y como lo han hecho las palabras de Dostoievski. Tenemos que aceptarlo. Quizás mañana nos despertemos uno al lado del otro y no nos reconozcamos…”.

Conforme me decía todo aquello, más pequeña se me hacía la habitación, necesitaba respirar, gritar, correr, o todo a la vez…Pero no lo hice, sólo lo abracé y cerré los ojos.

De repente sentí cómo una mano me acariciaba la frente. Abrí los ojos. El arcoíris volvió. Miré por el ventanal, el mismo que sólo dejaba entrar tristeza minutos antes. En realidad no supe cuánto tiempo había pasado. Sólo sé que el cielo se mantenía como siempre, los rayos del sol me volvieron a cegar y sonreí. Entre mis manos, la crudeza de Dostoievski mientras narraba Crimen y Castigo. Nunca me alegró tanto ver las letras mezcladas.

Él me miraba extrañado, quizás porque yo soltaba grandes carcajadas mientras hojeaba el libro…

Decidí ir a darme una ducha mientras Iron Maiden sonaba en el tocadiscos y Andrés preparaba el té que desprendía un dulce aroma de canela que invadía todas las habitaciones.

 Cuando volví, bajé el volumen de la música y encendí la televisión:  una marea arrasaba con poblaciones enteras, en el Este las guerras teñían de gris las calles, la violencia y la mentira nos invadían, la infancia cada vez tenía menos color, las conversaciones se mantenían mediante palabras escritas, las parejas tenían citas por internet, estábamos atrofiando nuestros sentidos…El vacío me invadió.

Le pregunté a Andrés  qué día era. Quería saber cuánto tiempo había dormido, quería volver a despertar.

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