El frigorífico está cerrado. Y el simple hecho de estar así, impávida frente a la puerta aséptica y fría del estúpido electrodoméstico, me provoca una impotencia desbordante y no puedo contener las lágrimas.
-Quiero chocolate –murmuro. No lo hay. El sistema que controla mi dieta y mi frigorífico ha descartado esta semana los alimentos hipercalóricos así que no habrá helado, ni chocolate. Arrecia el llanto.
Siento frío, desisto y vuelvo a mi habitación. Al dejarme caer sobre la cama cruje el papel de los viejos diarios de mi abuela; los recojo y, aún desnuda, me hago un ovillo en torno a ellos, como si fuera lo único intacto que quedara de mi pasado: un puñado de recuerdos y la nostalgia pegados a mi piel. Es como si, de alguna forma, al sentir el contacto del papel áspero, al reconocer la letra de mi abuela e imaginar si la mía aún se parece algo a la de ella, recuperase parte de la humanidad perdida. Pero mi caligrafía se ha vuelto torpe por culpa de la esmerada reproducción del ordenador. Ya no recuerdo como escribe mi puño.
La pluma de mi abuela sin embargo hacía volar sus palabras. Sus breves historias de amor por la vida y las memorias de la mujer inalcanzable que fue, yacían ahora junto a mi, sobre mis sofisticadas sábanas térmicas, sin entender –como si el papel pudiera entender- nada, sintiéndose –si es que el papel siente-fuera de todo lugar y de contexto. Mientras acaricio el papel, me pregunto cuanto de ella vive aún en mí y leo al azar una de aquellas páginas:
“Una mujer que baila en los brazos de un hombre ha de comportarse como un pellizco de sal. Básica, sencilla en apariencia, mientras permite que los cientos de matices que la componen se manifiesten poco a poco, intensificándose hasta ser capaz de matar de sed. Asible y a la vez inabarcable se escabulle si se abren los dedos, se la pierde igualmente si se cierra demasiado la mano. Siempre será esquiva, algo de sí misma será siempre para sí misma. Quedará oculta. Y, una vez que se haya ido, siempre permanecerá algo de ella, un cristal de sal entre aquellos dedos que la poseyeron un instante y la dejaron escapar”.
Tengo ganas de bailar contigo y ser sal entre tus brazos Zekián o como sea que en realidad te llames. Desde que supe tu nombre me sentí atraída por ti. Satisfecha de ser exclusiva poseedora de tu sentido, albacea del misterio de tu nombre. Así empieza cualquier amor, incluso los de verdad, ¿no es cierto Zekián?
Bailar contigo, curiosa acción para no existir. Automáticamente miro las extremidades superiores de mi cuerpo, estos brazos que solo abrazan aire e ilusiones digitales, ¿qué son mis brazos sin la materialidad de su abrazo?
“¿Qué clase de pájaro canta en las noches de los amantes? Llueve y el olor es penetrante, huele a cereal mojado. ¿Dónde estoy? Podría ser un campo de cebada aún por agostarse pero estoy sobre tu cuerpo; internada en él, presa de él pero valiente. Llueve. Y la lluvia es presagio del canto de las aves”.
Tú no tienes cuerpo Zekián, eres una gran incógnita, una zeta impresa sobre una puerta roja al final de un pasillo oscuro. Me adentro en la sombra, quiero agarrar con fuerza el pomo y abrir la puerta, con temeridad, con resolución, sabiendo que los obstáculos podrían surgir de la nada, aun conociendo los espacios que la oscuridad envuelve. Así te veo Zekián, no hay pájaros que canten, ni olor a cereal mojado y así Zekián, así no podré enamorarme de ti.
Dices que me amas casi todas las veces, ¿me amas?-preguntas las que restan y creo que esperas siempre la respuesta edulcorada de una chiquilla de escuela; esperas que te envíe un sí traspasado de emoción, para vencer, para salvaguardar tu derecho al misterio.
No sabes quien soy, ni lo que siento. Intercambiamos pensamientos y sentimientos anecdóticos, brotes espontáneos de locura demasiado meditada para ser románticos. Letras al aire, ¿quién las coge?
Conoces mi cuerpo al 10% de su totalidad, partido en trozos, lacerado por la ropa y el encuadre y eso que soy yo quien más a menudo expone su imagen.
-¿Qué se yo de ti? -me pregunto.
No puedo verte, tu voz, nunca la he escuchado natural emitida de tu boca, ¿tienes lengua, labios, cuerdas vocales?
Vivo pendiente del teclado y la pantalla solo para leer una proyección elaborada de ti. Llego a la conclusión más aterradora: No existo, no existes, se nos aman las palabras -descaradas- delante de nuestras narices ¿tienes nariz? Empiezo a enloquecer ante la idea de que ni siquiera estás detrás de las palabras que me escribes; soy la víctima ideal de esta sociedad del bienestar tecnológico. La domótica de mi casa ha decidido en base a mis constantes alicaídas, que necesito amar y genera para mi este escarceo estéril, fruto de mis sueños raptados por mi propia almohada con electrosensores y pese a la sospecha, sigo adicta a ti, aunque esta historia de seguro no me lleve a ninguna parte. Este amor que solo se alimenta de su propia nomenclatura desaparecerá prendido del siguiente cuerpo que se mueva con soltura por la pasarela de tu deseo. Te libero de mi pensamiento Zekián. Cierro la puerta roja tras de mi. Si me deseas, si me quieres , si nada de lo que acabo de vomitar es cierto, ven. Tendrás que venir a verme. Físico y con los brazos abiertos.
Son las tres de la madrugada, estoy medio dormida y abrumada por cuanto acabo de decirle a mi única esperanza de felicidad humana tal y como la hubiera traducido mi abuela en sus escritos.
Suena la puerta de la entrada, apenas si reconozco su sonido, podría ser un pájaro en la noche, huele a cebada mojada. Las alarmas de mi casa están desconectadas, no responden a mi voz, ni a mi reconocimiento facial; empiezo a escuchar fuerte el latido de mi corazón pero ninguna voz amable me advierte de que mi ritmo cardiaco se acelera en demasía. El sonido del timbre como pájaros en la noche insiste…a lo que sea que hay detrás de la puerta tendré que enfrentarme yo sola. Yo y mi físico. Solo una sábana de verano cubre mi cuerpo. Casi es agosto. Llueve.
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