DE PROFETAS E INQUEBRANTABILIDADES
El óvulo y el espermatozoide de los que provengo, no se encontraron en las mullidas entrañas de mi progenitora, lo hicieron en la desangelada superficie de una placa Petri, así que mi relación con la ciencia y la tecnología, es además de práctica, íntima. No mamé, ni quise, ni pude, un incómodo frenillo me condujo a los preparados lácteos para bebés y a biberones fabricados en materiales resistentes, fácilmente esterilizables, con de sofisticadas tetinas siliconadas. Que el látex y yo, tampoco nos llevamos bien. Microondas con los que calentar el agua –desmineralizada- de mis comidas. Relojes y alarmas que avisaban a mi madre, cuando no lo hacían mis gritos, de que llegaba el momento del llenado del depósito. Y qué decir de los pañales, todo un compendio tecnológico destinado al disfrute del infante y a la comodidad de los padres. O de las cremas, lociones, perfumes, y hasta sueros para limpiar mis minúsculas cavidades nasales. Un cochecito ergonómico, un colchón perforado para evitar asfixias, mantas provenientes no de la lana de una bucólica oveja sino de una fibra sintética y sábanas estampadas con máquinas. Así, fue fácil crecer.
Para estimular mi mente, mis abnegados padres no repararon en gastos: las grabaciones de mis primeros sonidos, de mis primeros baños y mis primeros pasos, así lo atestiguan. Lo mismo que los cientos, sino miles, de fotos que mi madre todavía conserva en sus recuerdos y en los cajones del armario de su habitación. En todos esos momentos que el tiempo se empeña en teñir de sepia, aparezco rodeado de juguetes destinados a estimular mi intelecto.
Mi primer triciclo coincide en el tiempo con el segundo coche de mi padre, y mi segunda bici con el primero de mi madre; los caprichos de los números son a veces consentidos. Pero antes de esa promoción, de tres a dos ruedas, llegó el colegio con sus cuadernos, cartillas y libros, de papel, por supuesto. Los rotuladores lavables, gran avance, y las gomas de borrar blancas y níveas.
Nunca se atrevieron a darme un hermano. Pero tuve decenas de películas infantiles que con sus vocecitas tiernas y sus músicas, llenaban esos vacíos incómodos. Me convertí en un pequeño repetidor de diálogos de mis pasajes favoritos, un conocedor de nombres, y pronto, gracias a la acertada visión de futuro de mi madre, un políglota aventajado.
El mando a distancia me tuvo seducido mucho tiempo. Perdí el interés en él una tarde de sábado, lo recuerdo porque fue el día que papá trajo un ordenador a casa por primera vez. La palabra magia cobró un nuevo sentido desde ese momento. Se convirtió en mi mejor amigo. Días, tardes, noches, semanas, todo el tiempo que pasara a su lado, era poco. Lo mismo que sucede, según he leído, con los buenos amigos. Así fue fácil convertirme en adolescente.
Mi rendimiento académico en esos años, nunca supuso un quebradero de cabeza para mis padres, muy ocupados en ese tiempo de granos y desarreglos hormonales, con su divorcio. Un buen día me di cuenta de que papá ya no vivía con nosotros; sin traumas, sin gritos, mis padres habían conseguido que yo no sufriera los efectos secundarios de su separación. Lo cierto es que ellos no tuvieron mérito alguno, yo había cortado el invisible cordón umbilical que me ligaba a ellos y lo había atado -de modo provisional, pensaba- con el magnífico mundo que el ordenador me ofrecía.
Uno tras otro los años fueron lloviendo, como un calabobos me fueron empapando aunque no lo percibí hasta que quise volver a andar, y mis pies estaban trabados en el barro. Mis recuerdos de esa época son escasos, pocas huellas sentimentales, pocos momentos de esos que reconforta recordar. Nuevas palabras se hicieron fuertes en mi boca, y sobre todo en mis dedos, ventanas y capetas tomaron nuevas dimensiones; sin darme cuenta, una crisálida tecnológica me estaba envolviendo.
Un buen día sentí que mis alas se desplegaban. Sobrevolé satisfecho mi mundo virtual y me gustó más que aquello que la lluvia mojaba tras los cristales de mi habitación; desde entonces, mi meta estuvo clara.
Me fabriqué una segunda familia, que en realidad pronto fue la primera, entresacando de las redes sociales los perfiles más afines. Tuve novia, miento, tuve novias; nuestros encuentros, jugosos como el que más, carecían quizás del tacto y del gusto, pero los privilegios otorgados a la vista y al oído en su lugar me dejaban más que satisfecho. Me convertí en emprendedor, en emprendedorcito para ser exacto. Y todo, a través de bits, de paquetes de datos, de dominios, de internet…fui todo lo que quise ser.
Y en ello sigo, intentando demostrarle a ese dios de la tecnología que yo puedo ser el profeta que necesita, porque creo en él con una fe tan inquebrantable y tan fuerte que a veces, hasta duele. Mucho.
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