Su padre murió repentinamente de un ataque al corazón. Como Ildefonso creía en la vida eterna, y estando tan unido a él desde siempre, se le ocurrió una estrategia para intentar alargar entre ellos la vida terrenal. Fue tanto el dolor por la pérdida, que se negó a aceptar la separación definitiva sin una despedida digna, sin escuchar de su boca las palabras «adiós, hijo mío»; por eso pensó poner a cargar el teléfono móvil de su padre con la intención de metérselo en el ataúd en el último momento, después del responso, en la capilla del tanatorio y antes de que el féretro fuera introducido en el nicho para los restos. Por supuesto nadie iba a saberlo; sería un secreto que no estaba dispuesto a compartir.

A la mañana siguiente, con la excusa de echarse un poco a descansar y tomar una ducha, cogió el coche y condujo desde el tanatorio hasta su casa un par de veces ese día. Estaba cargando el móvil del padre y miraba frecuentemente el punto verde para cerciorarse de que la batería estaba a tope. Antes de dirigirse de nuevo al cementerio para las exequias volvió a tomar otra ducha, se puso el traje oscuro y una corbata negra. Cuando estuvo preparado desconectó el móvil de la corriente eléctrica y activó el dispositivo de «sólo vibración» para evitar que sonara durante el funeral.

La tarde, hasta la hora del entierro, se hizo interminable. Después del entierro, Ildefonso pidió que levantaran la tapa para besarlo por última vez. Fue un acto íntimo que duró el tiempo justo de dejar el teléfono móvil dentro del ataúd, cerca del oído de su padre, en un ilusorio gesto de esperanza de que alguna vez él pudiera escucharlo. Desactivó el dispositivo de «sólo vibración» y puso el volumen al máximo. Dio la orden de que cerraran la tapa definitivamente para proceder al entierro. La despedida fue triste y silenciosa. Cuando todo acabó, se abrazó a su madre, la ayudó a subir al coche y se dirigieron a casa.

Aquella misma noche la madre comentó que no sabía donde estaba el móvil del padre, pero Ildefonso hizo oídos sordos diciendo que ya aparecería. A esas alturas, éste le había enviado ya varios SMS antes de irse a descansar.

Por la mañana, madre e hijo hablaron un rato para organizar los trámites del papeleo de la herencia. Tomaron café y recordaron momentos hermosos vividos en familia. Ildefonso fue al baño y, desde allí, le envió a su padre un nuevo SMS, con la falsa ilusión de que iba a recibir pronto una respuesta. Pero nada sucedió. Entonces se puso a llorar, desconsoladamente y por vez primera, la muerte de su padre; cayó en la cuenta de que no había echado hasta entonces ni una lágrima por él. Volvió a intentarlo con nuevos SMS pero todos resultaron inútiles.

La tarde estaba fría; aún así fueron los dos a la iglesia. Necesitaban rezar un rato y así lo hicieron. Al acabar la misa volvieron a su casa. Ildefonso se fue a la cama extenuado pero su madre prefirió quedarse un rato a solas, mirando fotografías bajo la tenue luz de la lámpara de pie, en el sofá donde el marido solía sentarse. El móvil de Ildefonso estaba sobre la mesa, cerca de donde la madre dormitaba con el álbum abierto en el regazo. De repente la despertó una vibración. Miró el móvil de Ildefonso que, en ese momento, tenía la pantalla iluminada y pensó que algún amigo lo habría llamado. No le tomó ninguna importancia. En el sofá intentó dormir de nuevo pero le resultó imposible. Pensó entonces que lo mejor sería irse a la cama.

Al día siguiente Ildefonso abrió su móvil y vio que tenía una llamada perdida. Palideció de repente. Tuvo que acudir al baño e intentó vomitar. Cuando se repuso cogió las llaves y condujo muy excitado hasta el cementerio. Se dirigió al lugar donde yacía el cuerpo de su padre. Mientras caminaba, podía escuchar sus propios latidos en aquel silencio y cuando estuvo frente al nicho pensó si no sería mejor romper la placa de escayola, todavía húmeda, para ver qué estaba sucediendo. Pero desistió de ello porque tuvo otra idea que quizás fuera más lógica. Marcó el número de su padre y esperó unos segundos hasta que le llegó desde dentro una melodía familiar con un volumen sordo. Reconoció por el sonido que era el móvil de su padre y agotó la llamada. Volvió a insistir una vez y otra vez más. Llamó tantas veces que hubo una última en la que escuchó una voz femenina, impersonal y metálica, que decía: «El teléfono marcado no se encuentra disponible en estos momentos…». Entonces Ildefonso comprendió que todo se había terminado.

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