Lo encontró por casualidad. Había llegado tarde a casa, los obreros habían terminado con la labor de superponer una vasta capa de pintura sobre el ya herrumbrado techo. La reparación era laboriosa, muchos años hacía que el descuido, el desgano y la incuria habían formado parte irremisible de una cultura donde si el daño es menor no tiene necesidad de arreglo hasta que el cariz de la situación no es crasamente irremediable, y por fuerza de un intento indomable y sobrehumano se practicaba la prueba de dar remedio a la adversidad suscitada.
Lo recorrió con estupor, con pronta lentitud, con afable devoción. No creía, no podía creer que lo tuviera entre sus manos. Muchas fueran las noches vedadas a concebir tal milagroso encuentro, muchos los sueños intrincados de portentosa angustia y análoga fuerza para la alegría y la contemplación. Era como si toda la fuerza de sus pensamientos, de su entregado y anhelado deseo hubiese sucumbido ante el desairado e impasible universo y se hubiese aliado con la misma energía creadora para dar de sí aquello tan voluptuosamente maravilloso que ahora era capaz de palpar.
No daba crédito a la fragilidad del portento. Le parecía inconcebible que infinitas (no seríamos capaces de conocerlo todo acerca de ello) historias, secretos, amenazas, venganzas, promesas, fantasías, profecías o cualquiera que sea la forma de pensamiento (¿y por qué no, sentimiento?) de que el hombre pudiera transferir al lenguaje urdiera una forma tan débil, tan descuidada y tan irrealmente plausible para ser almacenada, imperfectamente traspasada, fatalmente conservada.
Su hallazgo le pareció menos real que todas aquellas historias que se contaban sobre un congénere, el cual relataba haber hecho un viaje en el tiempo y el espacio a conciencia de interferir manualmente en sus transmisores y receptores y haberse remontado a seiscientos veinte años atrás, donde había visto máquinas que rodaban por el suelo (muy parecidas a las que una vez se usaron por el aire, con su misma función; ahora era forma de delirio el auto-transporte). O aquel cuento que una vez difamaron por la red acerca de tener líquido rojo y espeso recorriendo el cuerpo en una suerte de tuberías.
Bruscamente se detuvo. No podía permitir que sus imponentes conjeturas dificultaran, empobrecieran o usurparan la especie de felicidad (sí, sería eso lo que se buscaba) del momento. Por un instante comprendió (hablar del verbo sentir puede ser incoherente en este relato) que aquellos años de estudio, aquella inveterada alevosía con que fielmente devoraba, agarraba y grababa todo lo referente a el tema no habían sido en vanos. Tantos minutos de búsqueda, tantas horas de intuiciones programadas habían dado al fin una justificación a su alocado sueño.
Comenzó a buscar (en su interior) todo lo que sabía, todo lo que había guardado. Lo inquietaba la manera trabajosa en que iba a tener que lidiar con las miles de referencias estructuradas a lo largo de los años; se supo capaz pero a la vez réprobo de una aventura que todos tacharían y acusarían de inútil, fútil, aunque ya el tiempo no formara parte de sus preocupaciones. Esta idea no detuvo su propósito. La cuarta luna se había puesto, distraídamente la apreció; resultaba acuciante poner en orden sus estudios.
Primero lo trabajó al tacto, trataba de determinar cuál sería su sensación, con qué intensidad debía ser sostenido y visitado. Halló fementidas muchas de sus conclusiones donde las partes eran fácilmente separables. Tácitamente indujo sus fuerzas a tratar de entender qué era lo que se expresaba. Adivinaba un lenguaje de recursos prolijos en símbolos, pero nunca llegó a percibir o a concretar la agreste impresión de que aquello que una vez estimó como cierto ahora no dejaba de ser una mera abyección. A pesar de todo lo estudiado, vislumbrar su forma, su tamaño, había resultado un tarea imposible, un entresijo de condición irresoluta. El objeto había resultado menos adusto de lo imaginado., por el contrario una leve impresión de humanidad le sobrevino . Ahora que lo había hallado no pensaba dejarlo escapar. Lo conservaría con sumo cuidado, lo abriría y repasaría con estricta severidad.
Ya no había cabida para la filosofía, o tal vez, el hecho de no morir mitigaba y atenuaba su Una duda, o mejor dicho, un vehemente y melancólico anhelo atavió su red, ¿cómo serían los remotos códices, los revolucionarios palimpsestos? ¿Qué sentiría un hombre que leía la Biblia, que se entregaba a las conclusiones de Platón, a la fantasía de Verne, al idealismo de Hume, a la complicidad de Conrad, a la desidia y el pesimismo de Hesse?
Al final de su investigación lo acogió una inusitada congoja, una transida sorpresa, una pena decisiva de haber inferido por un momento lo que en otro tiempo estos haces de luz, de fulgor fantástico y proyectada libertad eran capaces de otorgar a los hombres; una forma más fácil, un medio simple y altamente efectivo de soñar, de amar y de vivir. En su tiempo, eso ya era tan olvidado como aquello que estrujaba estoico, decidido, arrobado, entre sus brazos.
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