Por los aires volaban gadgets desde el décimo piso del edificio… en bella danza hacían su viaje final cuya última estación era la acera de una calle concurrida en cualquier ciudad de Latinoamérica. Hace tan solo diez horas todo era normal.
La vida giraba a una velocidad distinta de cuando era un crío que subía al techo de su casa, libro en mano y devoraba mangos mientras se imaginaba los paisajes extensos descritos por Verne. El anciano le contaba la vida maravillosa del futuro, un futuro que se suponía estaba más próximo, pero que no entendía a sus once años. Se preguntaba si Verne habría tenido sueños premonitorios que incluían televisores a colores, radios del tamaño de una hoja de limón, cartas que llegan sin carteros.
Pensaba a los once años que la vida sería más divertida si todo lo que Verne dijo que sucedería fuera real, ahora tiene treinta y tres y piensa que la vida sería menos melancólica si no se extrañara a la gente. Irónico, ahora vivimos en una ciudad de vorágine, los seres humanos nos hemos reproducido a escala alarmante, y sin embargo, cada vez conocemos a menos personas, cada vez nos conocemos menos a nosotros mismos.
La noche anterior se detuvo a meditar que no recordaba cuándo fue la última vez que pensó que los celulares eran un accesorio innecesario. La vida giraba alrededor del aparato que le avisaba si tenía correo, si era etiquetado en una foto, si tenía un nuevo amigo en el Face, o un nuevo seguidor en el Twitter, ese aparato que le ordenaba la agenda, le indicaba cumpleaños de la lejana familia, el que lo despertaba cada mañana. «6:30 a.m.» decía el aviso de alarma, programada para el día siguiente.
Aquella mañana despertó asustado, antes que sonara la alarma del celular; lo despertó una especie de pesadilla linda. Así es, era un sueño que nada tenía de horroroso, pero le ocasionó tal ansiedad y angustia que cuando despertó estaba totalmente neurótico. En su realidad onírica, se veía de once años otra vez, sus compañeros de clases, esos potrillos irreverentes, lo habían invitado a jugar un partido de fútbol, se divertían al máximo, jugando bruscamente, teniendo el contacto humano que hacía años no tenía. Despertó asustado. «Qué raro» fue lo primero que pensó mientras se llevaba la mano al pecho y confirmaba que su corazón era una locomotora descarrilada. Con lentitud desconectó la máquina que le habían vendido para alejar las pesadillas cinco años atrás, revisó el switch y vio que la lucecita led parpadeaba con normalidad. Lo último que recordaba de su sueño, justo antes de despertar, era que corría al salón de clases, en medio de la estampida de chiquillos, un anciano al inicio del corredor lo detuvo bruscamente por los hombros… «tenés que leer» le dijo y él asustado reanudó su huída.
¿Dónde estaban sus libros? ¿cuándo fue la última vez que los vio? Inició una intensa búsqueda, en la mudanza a su independencia los metió en una caja enorme, pero no recordaba dónde puso la caja. Sentía que debía encontrarla.
Deambuló por todos los cuartos del apartamento, no encontró un solo libro, ni un solo periódico, ni un pequeño trozo de papel, ni un lápiz, ni un lapicero. Se sintió muy vacío. Estaba vencido en el sillón cuando su celular le notificó que tenía un correo electrónico esperando a ser leído. Tomó el aparato, pulsó la pantalla táctil llego al momento previo de abrir el mensaje… no vio ningún remitente conocido, jv@future.com… al abrirlo, una sola frase… «tenés que leer». Con un enorme salto del susto soltó el celular que cayó estrepitosamente contra el suelo. Miró su entorno, como si esperara encontrar una respuesta a todas las preguntas que se le vinieron a la mente en ese momento, nada… no había nadie… la nada lo rodeaba.
Instintivamente agarró el control remoto del plasma, pensó en distraerse con un poco de ruido blanco para que le pasara el susto, al encenderse el aparato apareció una frase, letras blancas, sobre el fondo negro… «tenés que leer», en ese momento pensó que seguramente se trataba de una broma o una campaña publicitaria o que, definitivamente, se había deschavetado. No importa cuál, ninguna le agradaba. Fue a su habitación, buscó su Ipod, se puso los audífonos y reconoció la voz de su sueño que le decía «tenés que leer» al pulsar el botón de play.
¿Qué pasaba en realidad? ¿acaso estaba volviéndose loco? tratando de hace caso a la petición, agarró la tablet y se dispuso a leer algún e-book que le pareciese interesante, misteriosamente el aparato no dio señales de vida. No podía leer. Entendió en ese momento que uno de los misterios encerrados en la petición de lectura es que debía encontrar la caja de libros que lo marcaron desde los once años, esos libros que forjaron en él algo que ya había olvidado: la imaginación. Debía rescatar a Verne, a Poe, a Shakespeare, a Maquiavelo, a Onetti, a García Marquez, a Storni, Sabines, Gelman y Benedetti. Debía encontrarlos o aceptar que, irremediablemente, había enloquecido.
Por los aires volaban gadgets desde el décimo piso del edificio, como en cámara lenta, mientras se estrellaban en la acera, aquel hombre perdía más la razón.
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