Aunque no llegara a calentar, un brillante sol contrastaba con aquella triste mañana de invierno. Sentado en un banco, Sergio asistía desolado al funeral por su padre. Por segunda vez en su vida, estaba experimentando el vacío por la pérdida de un ser próximo. Su madre les había dejado tres años antes, tras padecer una grave enfermedad que le mantuvo prácticamente inconsciente los seis últimos meses.

Hijo único, su padre le había hecho prometer que si le pasaba lo mismo a él, no le dejaría sufrir tanto tiempo. No hizo falta cumplir la promesa. Hacía dos noches que su progenitor había quedado ingresado en el hospital, en principio por unas pequeñas molestias. Pasadas las doce sonó el teléfono en el apartamento de Sergio. Antes incluso de descolgar, ya sabía lo que había sucedido.

Tras dejar pasar un par de semanas, acordó una cita con el notario para proceder a la obertura del testamento. Una vez allí, su sorpresa fue mayúscula cuando éste le comunicó que su padre le había legado el piso familiar y exactamente, cuatro mil quinientos doce euros con veinte céntimos. Ni más ni menos.

Sergio abandonó el despacho perplejo. Su padre no era un hombre rico, pero la ferretería familiar había crecido hasta convertirse en una red de franquicias, por lo que la cantidad testada le pareció ínfima.

Volvió al piso que había heredado, por si entre los papeles y la correspondencia podía encontrar algún indicio sobre la inesperada descapitalización familiar. La búsqueda fue infructuosa. Sí encontró el teléfono móvil de su padre, sin batería. Buscó el cargador y dejó el aparato conectado. Entonces, vio algo sobre el escritorio del despacho. Un flamante ordenador portátil. Su padre nunca había sido amante de la tecnología. Disponía de teléfono móvil principalmente para llamadas de negocios, pero Sergio hubiera jurado que nunca había puesto un dedo sobre un teclado de ordenador. Abrió la tapa y presionó el botón de encendido.

Tras unos segundos de espera, el sistema le pidió una clave. No fue hasta el tercer intento cuando acertó con la correcta, una de las típicas de su padre.

El escritorio virtual se mostró ante él. Contenía tan sólo el icono de un navegador. Al seleccionarlo se abría la página inicial de un servicio de correo electrónico, por suerte con el usuario y la clave informados. Pudo acceder directamente a la bandeja de entrada. Para su sorpresa, estaba vacía.

Un sonido emitido por el móvil en carga le indicó que había vuelto a la vida. Pudo comprobar el listado de las últimas llamadas hechas y recibidas por su padre antes de morir. La mayoría eran conversaciones con Sergio, excepto un número que no pudo identificar. Frente al ordenador, abrió otra pestaña del navegador y buscó en Google ese número desconocido. Uno de los primeros resultados daba la solución: Era el teléfono de una oficina local del Banco Suizo.

Parecía ser que el viejo ferretero había descubierto las bondades de la banca privada, y que había sido titular de una cuenta secreta. Sergio pensó que las nuevas tecnologías abrían un sinfín de caminos nuevos, pero que a la vez era difícil evitar dejar huellas en ellos, como si siempre hubiera un Gran Hermano dando fe de nuestros actos en la red.

Salió del piso con el portátil bajo el brazo. Se dirigió a la oficina bancaria, oculta tras una discreta puerta bajo una placa dorada. Allí pidió entrevistarse con el director, un elegante señor que le dio el pésame y le confirmó que poco antes de la muerte de su padre, éste había retirado la cantidad de doscientos cincuenta mil euros, pagado las comisiones y cerrado la cuenta. Por supuesto, no era de su incumbencia saber qué pretendía hacer su cliente con ese dinero.

Sergio volvió algo confundido a su apartamento. Tras unos días de reflexión, abrió de nuevo el portátil. No tenía sentido que su padre lo hubiera adquirido para una única cuenta de correo electrónico vacía. Al acceder a ella, descubrió una veintena de mensajes en la carpeta de borradores. La técnica consistía en guardar allí correos ‘delicados’ para evitar el envío y rastreo por Internet. Un usuario remoto respondería utilizando la misma cuenta. El mensaje más antiguo tenía un título algo extraño:

“Dios hizo al mundo en siete días. Nosotros podemos mejorarlo”

Su padre nunca había sido excesivamente religioso, por lo que el mensaje le descolocó aún más. Lo abrió y esa fue la puerta a una de las sorpresas más grandes que tendría nunca en su vida.

En él, una corporación llamada “Extend U Live” explicaba que habían seleccionado a su padre ya que conocían su “problema de salud” y tenían una oferta que de bien seguro “no podría rechazar”. Al parecer, alguien le había entregado en mano el portátil con unas instrucciones básicas de uso.

Tras confirmar que podría estar interesado, los siguientes correos desvelaban el fin que su padre habría dado al dinero. “Extend U Live” había desarrollado una innovadora técnica de criogenización combinada con un entorno de realidad virtual que ofrecía a las personas con dolencias graves en sus últimas fases, la posibilidad de morir para el resto de la humanidad, pero continuar viviendo en una consciencia alternativa. El cuerpo se mantenía en una cápsula y el cerebro quedaba conectado a una red de experiencias sensoriales que simulaban perfectamente la vida, esta vez sin problemas de salud ni de edad, en base a unos parámetros decididos tras una serie de reuniones con el interesado. El precio era de doscientos cincuenta mil euros y era indispensable guardar absoluto secreto. La morada final se mantenía oculta por motivos de seguridad.

El resto de mensajes detallaban las acciones necesarias para finalizar el plan, incluida la muerte simulada del cliente, certificada por un médico a sueldo de la corporación, y su traslado tras el falso funeral a las dependencias secretas, donde viviría en plenitud su segunda oportunidad.

Al acabar de leer, Sergio tan sólo pudo pensar:

“Efectivamente, lo han conseguido. Esos hijos de perra han superado a Dios. Buen viaje, papá”.

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