Fueron pocas las veces que coincidieron. Saliendo del trabajo y en un par de antros. Esos pequeños momentos del día habían bastado para saber que querían conocerse mejor. Al llegar a casa, ella lo buscó ansiosa en sus redes sociales; él la aceptó como amiga y seguidora en sus respectivas. Mediante un escáner óptico revivieron los momentos más importantes de sus vidas, las celebraciones pixeladas y los viajes almacenados en varios álbumes digitales. Así empezó su ardiente relación con la batería del ordenador.
Cada día, emitían códigos binarios que a la vista se transformaban en promesas de amor y eran testigo de los deseos más lascivos de dos desconocidos. Con palabras de 16 y 32 bits forjaban una atracción inhumana. Así pasaban las tardes de trabajo y las de descanso, pero llegó un día en el que decidieron dar un paso más y pusieron fecha a la que sería su primera cita como tal. Contaban los días, las horas y los minutos. Querían saber si lo que sentían a través del ordenador, podría dar frutos en la realidad, si realmente existía entre ellos aquello que antaño solía llamarse química.
Tacharon en el calendario el día tan esperado. No hubo plantón. Acudieron a la cita y después de haberse dado su último primer beso, se dieron media vuelta y regresaron a sus casas. En cuanto los labios se rozaron, no hubo marcha atrás. Habían decidido que los besos perfectos eran los que desprendían el regustillo de un bit.
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