No creo en las religiones, pero sí en la fe y el amor, capaces de construir imperios, mover ejércitos, desafiar familias y razones.

No creo en Dios, su poder, fuerza y omnipresencia, pero sí en una energía creadora, inmensurable, incomprensible, ignota. Presa esquiva de científicos, ausente a la vista, presente en la materia y lo recóndito del átomo.

No creo en el destino, pero sí en las probabilidades, sus erráticos desenlaces y su turbio azar.

No creo  en el cielo o el infierno, pero sí en el empantanado abismo infinito de la mente, creadora de ellos en este mismo mundo terrenal.

Justo cuando estaba por enviar el texto a sus mil 634 millones de seguidores en la red social, y a punto de cambiar, sin saberlo, el razonamiento de esas almas, quienes reenviarían las líneas a sus miles, cientos o decenas de amigos, parientes y contactos, y estos a su vez harían lo propio, manteniendo el tópico como el tema más importante en los siguientes meses y años, hasta convertir las letras digitales en acciones de abandono total a las iglesias, biblias, coranes, toras y demás. Provocando una labor de encierro sepulcral en los científicos, para tras años de esfuerzo, convenios internacionales y billones de dólares dilapidados, creyeran finalmente haber hallado la verdad y postular una ley sobre la creación, sin el conocimiento eterno necesario para ello.

El escritor habría alcanzado más fama e historia en ese pedazo de reflexión que en sus 15 libros y novelas de análisis del hombre y la sociedad, su desenfreno y adormecimiento, falta de acción e individualidad. Sería reconocido mundialmente y su nombre patentaría la historia de una nueva humanidad, prospera en ideas, pero carente de luz. 

Detuvo su mano justo al sentir una brisa cálida y fría. La pantalla parpadeo por unos segundos, escuchó un aleteo a sus espaldas y un aliento ronco ardía en su nuca. Giró entonces su silla sólo para sentir una diestra estocada atravesando su pecho.

Una voz atronadora surgió como el relámpago. El Instituto Sismológico Nacional la tradujo en un temblor de magnitud 7.9 en la escala de Richter, con epicentro a 135 kilómetros al noreste de San José del Cabo, pero sus oídos la escucharon nítida, transparente, sin un roce con el viento. El mensaje llegó directo a su cabeza antes de entregar sus ojos a lo eterno y sentir el fuego quemando sus rodillas.

“¿Qué tantas posibilidades había entonces para que esto sucediera?”

 

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