–NO ERES MÁS QUE UN AVECHUCHO de mal agüero –me espetó la viejuca que sí, en mi concepto, tenía más facha que yo de ser un engendro avernante, con su joroba que desde su pescuezo hacíala inclinar su cabezota de crenchas hirsutas sin colores definidos, dándole una figurota de ave rapaz, mezcla de buitre y chuncho, de nariz larga y ganchuda y ojos desorbitados, incapaces de presentar siquiera una pestañada de ser humano.
Su palabrota, sin embargo, me hizo rememorar otras sinonimias que en mi existencia han vinculado mi físico con las aves. Allí estaban las que me había catalogado como pajarraco con el que me había tildado uno que pudo haber llegado a ser mi suegro cuando, queriendo ser todo un caballero, le pedí autorización para cortejar a su hija, y pajarón con el que me apostilló mi primo cuando le conté la historia, escandalizado de que ni siquiera había yo intentado matar la gallina con mi noviecita, lo que me habría franqueado sin contratiempos el camino al altar.
Recordé, también, que alguna vez mi padre me había reconvenido –»No te quedes ahí parado como pajarote y ayúdame»– por haberme quedado mirando cómo su pie había quedado atrapado por un pesado tronco que intentaba labrar con su hacha. Yo era nada más que un cabro chico y en lugar de prestar la ayuda solicitada me fui berreando a quejarme en los brazos de mi madre, que tierna como siempre, me abrazó y me limpió con el faldón de su delantal la mezcla de lágrimas y mocos diciéndome «ya no llores más, mi periquito, mi lindo pajarillo«.
Este último recuerdo de mi tierna madre me hizo sonreír y perdonarle a la viejuca su ofensiva palabrota, y saltando y aleteando a su alrededor cloqueándole un burlesco «clueck-clueck», evitando ser alcanzado por la escoba que blandía como aspa para espantar pájaros en la huerta.
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